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miércoles, 27 de diciembre de 2006
Acerca de la prosa de Fernando Vallejo
La prosa de Fernando Vallejo representa un conflicto: apenas le abre uno la puerta, entra caudalosamente, inunda todo, pasa por encima de cada pensamiento, arrastra los pensamientos. Darle cabida implica aceptar una serie de posiciones con las que nadie –nadie de confianza– está de acuerdo. Pero no pide permiso, son ideas a las que no les abriría la puerta, pero ahora, dentro de mi casa, tengo que ofrecerles café, conversar con ellas –y conversar de manera pacífica. Si uno las ha recibido, es recomendable tener cortesía. Pero ellas tiran las plantas, ensucian el piso, ponen sus huellas en las paredes. Y Vallejo pide ser juzgado no por sus ideas, sino literariamente. Como si dijera: "No traten a mis ideas por su actuación sino por su apariencia". Se han vestido de etiqueta para entrar a la fiesta y una vez dentro tiran del mantel y vacían los platillos sobre los invitados. Si no quiero ser sometido, tengo que actuar: porque la crítica deja la puerta abierta, deja que pasen todas las ideas. Así, como en el poema de González Martínez, la casa de la crítica tiene dos puertas: una para la entrada de los textos y otra para su salida. Pero en tanto, la casa adquiere la forma de sus visitas. ¿Eso incluye a Vallejo? ¿Hay que ponerse en guardia frente a sus ideas?
Primeramente, definamos: sus ideas son las del sentido común. En sus textos científicos intenta refutar a Darwin, a Newton. En sus novelas ridiculiza a la sociología, al marxismo. Sin embargo, no hay que detenerse en su refutación, porque él no niega la evidencia: hay pobres, hay especies extintas, existe una ley de gravedad. El sentido común no acepta los segundos cuadrados pero acepta la existencia del dinero –otra abstracción. Fernando Vallejo privilegia la existencia de la realidad: es un bloque puesto frente al sujeto que la piensa. A partir de entonces, todo se ha ido a la chingada, todo se jodió, el mundo es ruin. El hombre es un resultado (todos lo sabemos bien: la conciencia es resultado de las relaciones establecidas con anterioridad a la existencia del individuo), pero en la obra de Vallejo se opera esta inversión: el hombre (el colombiano) determina su medio, sin posibilidad de redención. Porque esa esencia (demostrada por el sentido común, por la experiencia) no tiene posibilidad de cambio. No lo dice expresamente: pero concibe a la sociedad como un sistema con leyes inamovibles (porque “el colombiano” así es) frente a las cuales sólo existe la resignación (o la rebelión interior): ¡Son infrahombres que no saben de gramática! ¡Este pueblo no sabe abrir la boca sin decir hijueputa y malparido gonorrea! Maldiciones que brotan del ser profundo.
¿Qué opinión tendrá Vallejo de Spengler? Ese pensamiento que veía con terror a una sociedad sin bases aristocráticas: saber que el pueblo, los proletarios sin educación, sólo venían a destruir la cultura. ¿Y por qué esas ideas están ahora aquí, frente a mí, sentadas con toda comodidad? ¿De qué vinieron disfrazadas? De sí mismas. Porque en la obra de Vallejo el disfraz de uno mismo es necesario: el cinismo cubre los sentimientos más profundos. Ese ser desgarrado que narra, que añora el tiempo original, los pesebres de Navidad, el lejano tiempo del buen español y que abomina del vallenato; ese narrador desprotegido –susceptible de ser silenciado por una bala– tiene que recurrir al cinismo: a ese aparente despojamiento que en realidad lo cubre.
¿Cuál es el procedimiento central de Vallejo? Si bien la obra literaria no puede postularse como una autobiografía (a no ser que se considere como una autobiografía “espiritual”) porque no se utiliza al texto literario para demostrar empíricamente nada, puede decirse en cambio que “la autobiografía” es el asunto del novelista: la relación del narrador consigo mismo. El narrador que, en el acto de narrar, cambia, recuerda, piensa, usa al lenguaje para volver sobre sí mismo y sobre los recuerdos; la exposición anecdótica pasa a otro plano: ahora, el lenguaje se convierte en el contenedor, apresa las secuencias temporales y las deposita de otra manera, de manera distinta a como ocurren. Al enunciar, se abren caminos diversos: cada objeto abre sus puertas para desembocar en otros. Así, la memoria, une y presenta: lo susceptible de ser alcanzado, los despojos del pasado en la vivencia actual. Los despojos del idioma en los colombianismos de hoy. Esa operación crea un sistema que intenta conjurar la intromisión del crítico: Vallejo aleja, pide que el diálogo termine: así es porque así me lo parece, juzgue usted la perfección externa porque mi vivencia es mía.
Esta posesión del recuerdo es la base de la narración, la intersección de Rulfo y Proust: el dominio del habla –y de la mayor cantidad posible de sus recursos, incluidos los de la evocación– garantiza la resurrección del tiempo muerto. Estos son los ejes: pero son los ejes que desgarra Vallejo: no se encuentra a gusto en ellos: a cada instante, la realidad los despoja de sentido: es que ustedes no se acuerdan, qué se van a acordar, lo que ya dije hace muchas cuartillas lo voy a repetir porque nadie se acuerda. Esta operación retórica despierta al lector y le dice: “Lo que es importante para mí pasa de otra manera en ti. No te cuento lo que me pasó sino lo que me pasa ahora a propósito del pasado”.
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