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jueves, 28 de diciembre de 2006

Ubicacion de una Universidad. John Henry Newman. Version de Pavel Granados

Si deseáramos saber qué es una Universidad, considerada en su idea primordial, debemos dirigirnos nosotros mismos a la primera y más celebrada casa de la Literatura y fuente de la civilización europeas, a la brillante y hermosa Atenas -Atenas, cuyas escuelas dibujaron su seno, y luego entregaron nuevamente al negocio de la vida la juventud del Mundo Occidental por un largo milenio. Asentada en el borde del continente, la ciudad parecía difícilmente digna de las obligaciones de una metrópoli central de conocimiento; sin embargo, lo que olvidó por la conveniencia de su integración, lo aventajó por su proximidad con las tradiciones del misterioso Oriente y por la hermosura de la región en la cual yacía. Aquí, entonces, como en una suerte de tierra ideal, donde todo arquetipo de lo grande fuera encontrado como ser sustancial, y todo territorio de veracidad, explorado, y toda diversidad de poder intelectual, exhibida; donde gusto y filosofía fueran entronados majestuosamente como en una corte real, ahí donde no fuera otra soberanía que la de la mente, y no otra nobleza que la del genio, donde los profesores fueran soberanos, y los príncipes les rindieran homenaje; aquí, nutrida continuamente desde los muchos rincones del orbis terrarum, la generación multilingüe, justamente ascendente, o justamente emergente hasta llegar a la humanidad, a fin de adquirir sabiduría.

Pisístrato, en su temprana edad, descubrió y crió el genio infantil de su pueblo, y Cimón, después de la guerra persa, le había dado un hogar. Esta guerra había establecido la supremacía naval de Atenas; la cual se convirtió en un estado imperial; y los Jonios, atados a ella por la doble cadena del parentesco y la sujeción, fueron importantes en ella por su comercio y su cultura. Las artes y la filosofía de la costa asiática fueron fácilmente llevadas a través del mar, y ahí estuvo Cimón, como he dicho, con su amplia fortuna, listo para recibirla con los debidos honores. No contento con proteger a los profesores, construyó el primero de estos nobles pórticos, de los cuales escuchamos tanto en Atenas, y formó las arboledas, las cuales, con el paso del tiempo, se transformaron en la celebrada Academia. La jardinería es uno de los más elegantes, como en Atenas fue uno de los más beneficiados de los oficios. Cimón se hizo cargo del bosque virgen, lo podó y lo cultivó, y lo pensó con hermosos caminos y agradables fuentes. Ni mientras fue hospitalario con los autores de la civilización de la ciudad, fue ingrato con los instrumentos de su prosperidad. Sus árboles extendieron su frescura, umbrosas ramas sobre los mercaderes, quienes se reunieron en el ágora por muchas generaciones.

Estos mercaderes ciertamente habían merecido este acto de generosidad; por todo el tiempo que sus embarcaciones habían transportado fuera la fama intelectual de Atenas al mundo occidental. Entonces comenzó lo que puede ser llamado la existencia de su Universidad. Pericles, quien sucedió a Cimón tanto en el gobierno como en el mecenazgo del arte, es recordado por Plutarco como el animador de la idea de hacer de Atenas la capital de la Grecia federada: en esto, fracasó, pero el estímulo de hombres tales como Fidias y Anaxágoras marcó el camino a la obtención de una soberanía mucho más duradera sobre un extensísimo imperio. Con poca comprensión de las fuentes de su propia grandeza, Atenas iría a la guerra; la paz es el interés de un centro comercial y artístico, pero la guerra fue; aunque a ella, guerra o paz, no le importó. El poder político de Atenas menguó y desapareció; los reinos se levantaron y cayeron; los siglos transcurrieron sin cesar –pero al hacerlo trajeron frescos triunfos a la ciudad del poeta y del sabio. En tal periodo el aceitunado Moro y el Español fueron vistos acercándose hacia el Galo de ojos azules; y el de Capadocia, antiguo súbdito de Mitrídates, fijó la mirada sin sobresalto en la altanera conquista Romana. Ocurrió revolución tras revolución sobre el rostro de Europa, así como en el de Grecia, pero ella estuvo continuamente allí -Atenas, la ciudad de la mente-, tan radiante, tan espléndida, tan delicada, tan joven, como siempre había sido.

Más de una costa o isla fructífera es bañada por el azul Egeo; más de un punto es allí más bello o sublime para ver; más de un territorio, mucho más amplio; pero hubo un encanto en ática, el cual, con la misma perfección, no existió en ninguna otra parte. Las profundas pasturas de la Arcadia, la llanura de Argos, el valle de Tesalia, ellos no tuvieron ese don; Beocia, la cual yacía a su norte próximo, era notoria por su mucha necesidad de tal don. La pesada atmósfera de aquella Beocia es posible que sea buena para la vegetación, pero fue asociada por la creencia popular con la estupidez de sus habitantes: por el contrario, la especial pureza, elasticidad, claridad y salubridad del aire de ática, su justo concomitante y emblema de su genio, hizo por ella lo que la tierra no hizo -produjo cada brillante color y delicada sombra del paisaje sobre el cual fue diseminado, habría iluminado el rostro de un país más desnudo y tosco.

Un restringido triángulo, tal vez de 93 kilómetros su longitud máxima y 56 kilómetros su anchura máxima; dos elevadas barreras rocosas que se encuentran en un ángulo; tres montañas prominentes, dominando el llano -Parnis, Pendelikón e Imittós; un suelo insatisfactorio; algunos ríos, no siempre abundantes; -tal es más o menos el reporte que el agente de una compañía Londinense habría hecho del ática. Referiría que el clima es ligero; las colinas, calizas; que allí había abundancia de mármol bueno; más tierra de pastura de la que podría haberse esperado después de un primer examen, ciertamente suficiente para ovejas y cabras; zona pesquera productiva; minas de plata antiguamente, pero agotadas hace mucho; bellas higueras; aceite magnífico; olivos en profusión. Pero lo que él no pensaría apuntar es que el árbol de oliva, tan selecto en naturaleza y tan noble en aspecto, que provocó una veneración religiosa, se expande en los bosques sobre llano abierto y asciende y orla las colinas. No pensaría escribir ninguna palabra a sus patrones sobre cómo ese aire claro del cual he hablado, sacó a relucir, empero mezclado y suavizado, los colores del mármol, hasta que tuvieron suavidad y armonía por su riqueza, la cual en una descripción parece exagerada pero, después de todo, está dentro de la verdad. No diría cómo esa misma delicada y brillante atmósfera refrescaba el pálido olivo, hasta que olvidó su monotonía y su mejilla enrojeció semejante al madroño o a la haya de las colinas de Umbría. No diría nada del tomillo y las mil fragantes hierbas que alfombran el Imittós ; no oiría nada del zumbido de sus abejas, ni tomaría en cuenta el raro sabor de su miel, desde entonces Gozo y Menorca fueron suficientes para la demanda inglesa. Vería sobre el Egeo desde la altura a la que había ascendido ; seguiría con sus ojos la cadena de islas, las cuales comenzando por cabo Sunion, parecieron ofrecer a las divinidades míticas del ática, cuando visitaran a sus primos Jónicos, una suerte de viaducto a través del mar ; pero esa afición no le ocurriría, ni una admiración a las oscuras olas violetas con sus bordes blancos hacia abajo, ni de ese gracioso chorro de plata en forma de abanico sobre las rocas, el cual se levanta hacia arriba lentamente semejante a los espíritus acuáticos del mar, luego tiritar, y romper, y extenderse, y refugiarse, y desaparecer en una suave niebla de espuma ; ni del suave, incesante levantar y jadear del llano líquido ; ni de las largas olas, que acatan un tiempo constante, parecidas a una línea soldadesca, como ellos, resuenan ensordecedoras sobre la hueca costa. -No se permitiría aludir a ese inquieto elemento viviente de ningún modo excepto para alabar las estrellas que no percibió. Ni los claros detalles, ni la refinada coloración, ni el gracioso contorno y rosáceo color dorado de los despeñaderos sobresalientes, ni la escarpada sombra lanzada desde el Oto o Laurion por el sol declinante ; -nuestro agente de una firma mercantil no apreciaría estas cosas incluso en una figura baja. Antes de que debamos voltearnos por la compasión, buscamos a aquel estudiante peregrino que viene desde una tierra semibárbara hasta ese pequeño rincón de la tierra como a un santuario donde él podría cautivarse con la abundancia de miradas en estos emblemas y resplandores de divina e invisible perfección. Fue el extranjero de una remota provincia, de Bretaña o de Mauritania, quien en una escena tan diferente de aquella de sus frías, ciénagas arboladas, o de sus ardientes, arenales asfixiantes, aprendió al instante qué debe ser una Universidad real, comprender por advenimiento el tipo de país que era su hogar adecuado.

No fue esto todo lo que una Universidad requirió y encontró en Atenas. Nadie, aún allí, podría vivir de la poesía. Si los estudiantes en ese famoso lugar no tuvieran nada mejor que brillantes colores y sonidos calmantes, no habrían sido capaces o estado dispuestos a cambiar su residencia a ese lugar de tanta consideración. Por supuesto que deben tener los medios de vida, e incluso, en un cierto sentido de disfrute, si Atenas debiera ser un Alma Mater en esa época, o permanecer después como un pensamiento placentero en su memoria. Y así fue : sea recordada Atenas como un puerto, y un centro comercial, tal vez el primero en Grecia; y esto fue muy pertinente, cuando una cantidad de extranjeros fue siempre concurrente a ese lugar; cuya lucha debía ser con dificultades intelectuales, no físicas, y quienes proclamaron tener proporcionados sus deseos corporales, es posible que estén desocupados para comenzar a amueblar sus mentes. Ahora bien, estéril como fue el suelo del ática, y vacío el rostro de la región, todavía tuvo de veras muchos recursos para una elegante, y aún, lujuriosa residencia allí. Tan abundantes fueron las importaciones del lugar, que fue frase común, que las producciones, las cuales eran encontradas individualmente en otras partes, fueron traídas todas juntas a Atenas. Trigo y vino, la materia de subsistencia en tal clima, vinieron de las islas del Egeo; lana fina y alfombras, del Asia Menor ; esclavos, como ahora, del mar Negro, y madera también ; y hierro y cobre, de las costas del mediterráneo. El ateniense no se digna a manufacturar para sí mismo, pero animó a otros ; y una población de extranjeros asumió la ocupación lucrativa tanto para consumo casero como para exportación. Sus paños, y otras texturas para vestido y accesorios, y su quincalla -por ejemplo, armaduras- tuvieron gran demanda. La mano de obra fue barata ; piedra y mármol en abundancia ; y el gusto y el entendimiento, los cuales al principio fueron consagrados a los edificios públicos, como templos y pórticos, fueron con el transcurrir del tiempo aplicados a las mansiones de los hombres públicos. Si la naturaleza hizo mucho por Atenas, es innegable que el arte hizo mucho más.

Aquí, alguien me interrumpirá con la observación : "A propósito, ¿dónde estamos y a dónde estamos yendo ? ¿Qué tiene todo esto qué ver con una Universidad ? ¿Al menos, qué tiene que ver con la educación ? Es instructivo, indudablemente, pero, con todo, qué tiene que ver con su materia ?" Ahora suplico que el lector confíe en que soy el más concienzudamente ocupado en mi materia ; y que yo debiera haber pensado que todos habrían notado esto : sin embargo, ya que la objeción está hecha, puedo hacer una pausa por un rato, y mostrar claramente las cosas arrastradas por la corriente de la que he estado hablando, antes de que vaya más lejos. ¡Qué tiene esto que ver con mi materia ! ¿Por qué el asunto de la situación es, en verdad, la primera que viene a consideración cuando un Studium Generale es contemplado ? Para que esa situación fuera liberal y única. ¿Quién lo negará ? Todas las autoridades se ponen de acuerdo en esto : y verdaderamente, una pequeña reflexión será suficiente para aclararlo. Recuerdo una conversación que alguna vez tuve sobre este preciso asunto con un hombre en verdad eminente. Era yo un joven de dieciocho, dejaba mi Universidad para las Vacaciones Largas, cuando me encontré a mí mismo acompañado en un carruaje público de una persona de edad madura, cuyo rostro era extraño para mí. Sin embargo, era la gran luminaria académica del día a quien después conocí muy bien. Afortunadamente para mí no lo sospeché ; y, afortunadamente también, fue una inclinación de él, como sus amigos lo supieron, hacer relaciones fáciles, especialmente con compañeros de diligencias. Así es cómo, con mi petulancia y su condescendencia, logré escuchar muchas cosas, las cuales eran nuevas para mí en esa época ; y un punto en el cual él era fuertemente superior, y era evidentemente afectuoso como instancia, fue la pompa y circunstancia material con la cual se debería rodear un gran sitio de aprendizaje. Creía que esto era digno de la consideración del gobierno, en caso de que Oxford no se hubiera puesto de pie en posesión de lo suyo. Una amplia cordillera, digamos seis kilómetros y medio de diámetro, habría sido convertida en bosque y pradera, y la Universidad habría sido rodeada por todos lados por un magnífico parque, con árboles finos en grupos y arboledas y avenidas, y con vislumbres y vistas de la bella ciudad, tal como el viajero la describió de cerca. No hay nada, seguramente, absurdo en la idea, aunque realizarlo costaría una suma considerable. ¿Qué mejor derecho para las posesiones más puras y bellas de la naturaleza que el asiento de la sabiduría ? Así pensaba mi compañero de coche ; y sólo expresaba la tradición de siglos y el instinto de la humanidad.

Por ejemplo, tenemos la gran Universidad de París. Esta famosa escuela acaparó como territorio suyo toda la ribera sur del Sena, y ocupó una mitad, la más placentera mitad, de la ciudad. El Rey Luis tuvo la bella isla, con razón, como suya propia, -fue apenas más que una fortificación ; y el norte del río fue donado a los nobles y ciudadanos para hacer lo que pudieran con sus pantanos; pero el idóneo sur, ascendente desde el arroyo que bañaba alrededor de la base, de la bella cumbre del Santa Genoveva, con sus amplias praderas, sus viñas y sus jardines, y con la sagrada elevación del Montmartre enfrentándolos, todo esto fue la herencia de la Universidad. Allí estuvo ese placentero Pratum yacente a lo largo de la rivera del río, en el cual los estudiantes por siglos se recrearon, al cual Alcuino parece mencionar en sus versos de despedida a París, y la cual ha dado nombre a la gran Abadía de Saint Germain-des-Prés. Durante largos años estuvo dedicada a los propósitos del inocente y sano disfrute ; pero tiempos malos llegaron a la Universidad ; el desorden surgió en sus inmediaciones, y la hermosa pradera se tornó la escena de alborotos de partido ; la herejía acechaba por Europa ; y Alemania e Inglaterra ya no enviaban a sus contingentes de estudiantes; una pesada deuda fue la consecuencia para el cuerpo académico. Abandonar su tierra fue el único recurso que les quedó: edificios levantados sobre ella, y extendidos a lo largo del verde césped, y la campiña se volvió en toda su extensión, pueblo. Grande fue el pesar y la indignación de los doctores y maestros cuando ocurrió esta catástrofe. "Una vista miserable" dijo el Proctor de la nación alemana, "una vista miserable para atestiguar la venta de aquel antiguo señorío, donde las Musas estuvieron acostumbradas a vagar en busca de retiro y placer. ¿A dónde se trasladará ahora el joven estudiante, qué ayuda encontrará para sus ojos, cansados con la intensa lectura, ahora que la placentera corriente se le ha quitado?" Dos siglos y más han pasado desde que esta queja fue pronunciada; y el tiempo ha mostrado que la calamidad externa, que recordaba, era sino el emblema de la gran revolución moral que debía seguir, hasta que la institución por sí misma ha continuado sus verdes praderas en la región de cosas que alguna vez fueron y ahora no son.

(Revista "Arquitectura y Humanidades", 1999. www.architecthum.edu.mx)

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