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lunes, 29 de enero de 2007

Acerca de la radio y la sociedad mexicana


Me gusta el silencio. Me gusta que el cuarto en el que trabajo esté en medio del silencio (me he dado cuenta de que los libros atenúan el ruido, en todos los sentidos). Pero al mismo tiempo, me gusta la radio, aunque la apague cada vez que puedo. Aunque su murmurar sea continuo y no se calle nunca. Desde 1923, o 1920, o 1919 –según me digan los historiadores– comenzó su voz y no ha parado nunca, ni siquiera para dormir: todo lo que ocurre ha sido dicho por la radio. Sé que mientras leo, mientras trabajo, mientras duermo, la voz de la radio no para. Todos podemos adivinar qué cosas dice, más o menos, aun sin escucharla: hay personas que parecen repetidoras, ecos exactos de los comentaristas de la radio. Hoy, lo más valorado de la radio son los líderes de opinión: eso quiere decir que mucho de lo que escucho viene en primera instancia de lo que dijo un líder de opinión. No se puede hacer mucho en este sentido: todos tenemos un líder de opinión atrás de nosotros, cuando hacemos las compras de la semana, cuando votamos y cuando opinamos en las comidas de familia. (Es un fenómeno compartido con la prensa y con la televisión. Hace poco leí las declaraciones de Ádal Ramones luego de que un grupo de seguidores de López Obrador interrumpiera su programa. El conductor externó su alarma: "Espero que las empresas de cable que cuentan con programas y público en vivo adopten nuevas medidas de seguridad. Ya no basta con tener detectores de armas, alcohol y otros artículos prohibidos.” ¿Qué se puede hacer contra las ideas? Podemos seguir pasando ideas de contrabando, ¡contra ellas los líderes de opinión no pueden nada! Ellos viven en el solipsismo: la sociedad, en el mejor de los casos, no es más que un reflejo de sus ideas. ¡Pobre de ella si no es así! El miedo de que la sociedad no sea así es muy grande: la propia empresa televisiva ha declarado que no volverá a hacer programas en vivo: los líderes de opinión no aceptan opiniones. Sin embargo, este programa entró primero a la política: este conductor invitó a los candidatos a la presidencia de la república en 2000. Es muy similar esta queja a la que presentó el cardenal Rivera ante la prensa: no desea que la política entre a la Iglesia. Pero en cambio, él aceptó que la Iglesia entrara a la política. Y eso se lo representa como un derecho legítimo.)

¿Hablar de la radio? ¿Qué no ha sido suficiente la reciente actuación de los medios en los últimos meses como para querer evitar ese tema? Tal vez lo más apropiado sea darle una patada a los medios y limpiar la mesa de trabajo. En los días recientes, las empresas de comunicación han tenido que reestructurar sus programas informativos: luego de las elecciones recientes, el ratting ha descendido alarmantemente. ¿Qué significa? ¿Que a pesar de todo los medios dependen de su público? Sí, porque se trata sólo de la justificación para sus costos de publicidad.

Pienso que me gusta la radio, más como una idea abstracta, escindida de su acontecer: me seduce su posibilidad, que sea posible reflejar a través de la voz en la distancia toda una serie de espejismos, confiar en la palabra que da vida, que refleja un pensamiento. ¿Hasta qué punto podemos jactarnos de tener acceso a eso? Pero no sólo nosotros: hasta dónde existe una verdadera posibilidad de que el espacio de otredad que supone el radio refleje al que lo escucha. Creo que ese ha sido el recorrido de la radio a lo largo de sus casi noventa años de vida en nuestro país: desde la imaginación de una sociedad hasta la toma del micrófono por parte de esa sociedad.

“El reflejo de la sociedad mexicana en la radio”. Cuando reflexioné sobre el tema de esta charla, pensé que el reflejo es el contrario: el radio se refleja en la sociedad. Y que leer el reflejo de la sociedad en la radio es como ver el negativo de una fotografía: la oscuridad que rodea a la luz es lo que necesitamos ver. ¿Cómo se logra apreciar con claridad la situación de la sociedad? Si tomamos una foto con una lente que no mire fantasmas, discursos, justificaciones, lo más seguro es que veamos a una gran parte de la sociedad tomada por el pescuezo, sujetada por el Estado. ¿Es más o menos esto o me equivoco? Tal vez sea una manera muy dura de decir que la vida cotidiana es una imposición que reviste todo un sistema de relaciones económicas y sociales que tienden a volverse invisibles. ¡Qué bien se ven los barrotes de la jaula diaria revestidos de terciopelo!

Emilio Azcárraga Vidaurreta, vendedor de automóviles en los años veinte, representante de la casa Victor (una extinta compañía fonográfica) explicó hace décadas en una entrevista que él fue el inventor del ama de casa: modelo femenino para la modernidad. Las amas de casa combinaban con el refrigerador, con las lámparas, con las novedosas consolas de sonido. Pude decirse que la mujer fue el primer objeto de estudio para la radio mexicana: más que su objeto, su víctima. La puso sobre la mesa de operaciones y le hizo una cirugía estética. Qué diferencia de las antiguas mujeres. Ama de casa: por más que su apelativo nos sugiera un tiempo medieval, el ama de casa tiene un dominio espacial preciso: su hogar y su familia. Ya bastante se ha dicho que la familia es la base de la sociedad como para que vengan algunos herejes a provocar que el obispo Sandoval Íñiguez les aclare que el hombre es el que tiene el poder dentro de la familia: la mujer puede dar ideas, proponer. ¡Pero la última palabra la tiene el hombre! Así es que ese papel que la mujer siguió durante años, casi sin alternativa y siempre sin remuneración, es un orden que proviene de siglos pero que adaptó a las circunstancias la radio mexicana.
Al principio, la radio prolongó los discursos preexistentes desde el siglo XIX. Y uno de los más notables es la creación del discurso femenino: las palabras que usaron las mujeres provienen del léxico modernista que se popularizó gracias a las canciones de la radio en los años treinta. Y un poco más adelante, con la venturosa invención de las radionovelas, se cimentó por fin un discurso: ¡ah, las radionovelas! Son el propedéutico de la vida, sólo ellas proveen de las palabras necesarias para hablar de amor, sólo ellas transmiten los valores nuevos (que son los viejos, que son eternos). Esa pequeñísima cárcel de la vida, tan chiquita como un aparato de radio, no deja de tener su encanto: si hasta Vargas Llosa y Manuel Puig la han aprovechado para establecer un sistema estético. Si la novela Las batallas en el desierto de José Emilio Pacheco sigue la trama de los boleros que se escuchaban en la radio.

Por virtud de los hertz, de la palabra distante e inaprensible, la publicidad que nos cosifica se ha convertido en un adorno de las habitaciones de nuestra nostalgia: “¡Triunfe en amores, con crema labial Tres Flores! Crema de almendras bouquet Colgate que suaviza y embellece, deja sus manos blancas y suaves para ser acariciadas”. Margarita Michelena, siguiendo el ejemplo de Xavier Villaurrutia en Nostalgia de la muerte (“cuando la vi, cuando la vid, cuando la vida”) escribió “Mejor mejora mejoral”. Si hasta las garras sucias de la publicidad tenían las manos acariciables en los años treinta y en los años cuarenta; si las canciones cubrían todo el día con sus ritmos y su metáforas; si las radionovelas otorgaban la dulzura de la predestinación, ¿qué podría entonces buscar una mujer fuera de su hogar?

Esta es otra de las creaciones de la radio: el hogar como un espacio indestructible. “Son las once de la noche –decía el locutor– ¿sabe dónde están sus hijos?” Como el hogar es indestructible y las divorciadas sufren en las películas, el control férreo sobre la familia es inevitable. La radio retomó los discursos anteriores (los temas del Romanticismo, el léxico del Modernismo) y los continuó: tomó algunos de los componentes sociales y nos los devolvió como nuevos. Sólo se opuso a un tema: el gran tema del arte burgués: la condición efímera de las relaciones humanas. El amor es para siempre: para cuando acabe este programa, esta canción, para cuando regresemos de unos comerciales, para vivirlo junto con los protagonistas de nuestra radionovela, de aquí al siguiente programa y todos los programas del mundo y todos los bailes en El Patio, el centro nocturno del señor Miranda. Y cuando regresemos nuevamente a nuestras transmisiones, el día de mañana, ahí estará nuestro amor, esperándonos, acechándonos a la vuelta de la esquina, a la vuelta de un paso de baile. La radio consiguió oponerse, con éxito, a las ideas de la caducidad burguesa.

El discurso femenino fue obra de hombres: Clemencia (1869) de Ignacio Manuel Altamirano edificó y estructuró en nuestro país, por primera vez, el pensamiento de una mujer liberal. Alejada de los confesionarios, de los pasquines eclesiásticos y entregada a la música como medio de expresión, Clemencia encarnaba no los deseos de las mujeres sino las buenas intenciones de los liberales. Amado Nervo recuerda que en sus tiempos las familias conservadoras no enseñaban a leer a sus hijas por miedo a que se escaparan con su novio: destino decidido desde siempre, las mujeres sólo tenían acceso a una educación que requiriera de la menor dosis ideológica posible: pintar, bordar, tocar el piano (y ya a fines del XIX, a tomar fotos familiares). Teresa de la Parra, la notable escritora venezolana, en 1924, con su novela Ifigenia. Diario que escribió una señorita porque se aburría es la primera respuesta todo un discurso estructurado por los hombres (Clemencia, Carmen, Amalia, María): Teresa de la Parra describe una sociedad que se opone a que las mujeres salgan solas a las calles: hace lo impensable, pide que la mujer conduzca su destino. ¡El país entero se escandaliza! (¡De cuántas cosas se escandalizaban antes! Hoy ya no harían sonrojarse ni al cardenal Rivera.) No hace mucho (cuando todos los partidos apoyaron la Ley contra los indígenas), la abogada Magdalena Gómez dio esperanzas para que se revocara esa Ley: tendrían que ponerse de acuerdo todos los congresos locales y devolverla al Senado. ¡Ya había ocurrido antes una vez: en el sexenio de Lázaro Cárdenas: todos los congresos rechazaron unánimemente el voto de la mujer! El primero en devolverle la palabra a la mujer fue Amado Nervo: en 1910 en una conferencia que dio en el Ateneo de Madrid declaró que si algún día existen clubes feministas en México deberían nombrar presidenta honoraria a sor Juana Inés de la Cruz.

La radio fabrica una ideología para las mujeres: la confina en el ideal Modernista por un tiempo y luego las arroja al espacio de la modernidad (siempre entendiendo “modernidad” como sinónimo de “consumo”). Las canciones de la radio estuvieron a la caza del rubor fugitivo: como los hombres tuvieron que esperar a las puertas del alma femenina para poder concebirlas, se imaginaron su espíritu como una fórmula, como un enigma a descifrar. El primer travesti fue, en este sentido, Agustín Lara (me lo imagino como una horrible drag queen art déco): “Yo fui de tus quereres la sultana, la divina mujer sensual y altiva, la emperatriz radiante y soberana, que en tus redes de amor quedó cautiva”.

La primera mujer que se manifiesta en la radio con sus palabras es María Grever. Quiero dedicarle unas palabras, aunque citarla en este contexto trae algunos riesgos: como compositora se acopla demasiado bien a lo que se podría esperar de una mujer exitosa de su tiempo, usa su nombre de casada, elogia la fidelidad (el verdadero capital de una mujer en ese entonces), considera que hay que entregar la vida en un beso, en su obra el amor se condensa en el momento de la promesa. La Grever es confesional: pero siempre se apega a lo que la sociedad quiere escuchar de una mujer. Si hoy el paso parece pequeño, lo importante es que una mujer ha dado cuenta de su pensamiento aunque no se aleje mucho de lo que la sociedad espera.

Aunque Elena Poniatowska sitúe a Rosario Castellanos como la primera mujer en alzar su voz para dar cuenta de su propia situación (con lo cual coincido), creo que sería bueno hacer caso a la voz de las compositoras de la radio (la Grever, pero también a Consuelo Velázquez, María Alma y Ema Elena Valdelamar): comienzan a crear, en el marco de la radiodifusión, el discurso independiente de la mujer. Contrarias a la retórica modernista, ellas prefieren limpiar sus canciones de alegorías y de imágenes. María Alma en Compréndeme (1943) explora la sinceridad y le pide a su interlocutor que comprenda lo que ni ella misma puede comprender. Es un bolero que conmueve porque nadie hasta entonces –ni compositor ni compositora– se había atrevido a hablarle de tú a la persona amada y pedirle que vea el amor tal como es y no como lo pintan los boleros: “Te tuve una vez muy dentro de mi corazón y no sé por qué me fui alejando de ti. Perdona mi bien si digo toda la verdad, la vida es así y debes de comprenderla”.

Este orbe de discurso se articuló con el del Nacionalismo Revolucionario que a su vez, tenía vínculos con el discurso bélico (de la segunda Guerra). Si bien la clase media tenía un interés anecdótico en la Guerra, el discurso que prevalecía era el que fue creando la Oficina de Inteligencia de los EU a lo largo de la confrontación entre los países del Eje y los Aliados. Convencidos de que el discurso ideológico era más penetrante que la propaganda inmediatista, acudieron al cine (Los tres caballeros de Disney, por ejemplo) para asegurar medios que convencieran a los mexicanos.

Luego de la guerra, las condiciones que habían favorecido a la industria radiofónica (unidos a la creación de la TV) comenzaron a asfixiar a la producción radiofónica: desde finales de los años cuarenta, las radiodifusoras comenzaron a programar música grabada y a desaparecer a las grandes agrupaciones musicales. Comenzó un periodo que duró décadas: la radio que repetía canciones, los locutores que no tenían más que anuncios en la cabeza, publicidad, la única manifestación de la voluntad popular: ¿ y usted por quién vota? ¿los Beattles o los Monkeys? Va ganado Hey Jude! Melosos precursores de la democracia, esta que nos engaña con sus eslogans vistosos. Tú, ciudadano, puedes venir por tu regalo: si algo inició la radio y la continuó y la explotó es el mito de la movilidad social: algo que heredarán los manuales de autoayuda. Ese mito, ese motor inmóvil de la sociedad que representan los programas de concursos, la superación personal, los comentarios de los expertos económicos que aconsejan en el desierto qué frutos cultivar; ese mito es inagotable: fundamentó las radionovelas como hoy fundamenta las telenovelas y el pensamiento del presidente (el actual y el electo).

Sin embargo, a principios de los sesenta, comenzó la disputa entre la radio nacional (las grandes emisoras) y las cadenas de radiodifusoras pequeñas (hoy representadas por Grupo ACIR): este enfrentamiento se da, como lo ha mostrado en sus estudios, Fátima Fernández Christlieb, en el contexto de la desaparición del Estado nación. Ahora, la globalización ha detonado otro enfrentamiento de fuerzas: porque la globalización le queda muy grande al aparato legal del Estado pero a su vez, las comunidades aisladas ven al Estado como un aparato que los excede, que no tiene capacidad rápida de respuesta para sus necesidades. Frente a los grandes monopolios (y apoyados por las nuevas tecnologías) ha surgido la radio local: las estaciones campesinas, indígenas, políticas. Son necesidades que se enmarcan en la legalidad: Abascal incluso se comprometió a respetar la existencia de Radio Plantón en sus compromisos con la APPO. Claro: eso no garantiza nada, pero la construcción de discursos requiere de los medios y eso es inevitable. Medios de autoconsumo: los indígenas producen sus contenidos y sus programas. Ante la producción ideológica del Estado se manifiestan los discursos de la minorías. Pero esta atomización de los discursos no debe aislar. Tal vez es el riesgo al que se enfrentan los grupos sociales (organizaciones, guerrillas, grupos culturales, minorías sexuales, indígenas y políticas): si la atomización del discurso es inevitable –y así lo ve el Estado– entonces se requiere para usos del poder, una ideología desarticuladora: los estudios interdisciplinarios son una buena muestra de eso. Es necesario hoy, que las minorías dediquen la misma cantidad de esfuerzo que usan para erigir su discurso que para articularlo a las demás producciones ideológicas.

Aquí, en los cortos alcances de mi vida cotidiana encuentro el reflejo de la radio: ¿qué me otorga? ¿cuál es su sentido? En medio de la circularidad de la vida, que no acaba ni empieza; en la apariencia de la vida de todos los días, se han querido erigir monumentos a la trascendencia. Pero la radio y la televisión, los medios electrónicos (no incluyo al Internet), tienen otro paradigma: el de la evanescencia. Todo lo que tocan se convierte en humo. Todo es fatalmente moda: lo que está hoy no estará nunca. ¡Ese sentido de intrascendencia es tan revolucionario (por lo menos para mí)! Decir y olvidar, sugerir y callar. Vienen los comerciales: habla y calla. Eso es agradable: callar para que otro hable, ceder el micrófono. Dividir la individualidad entre millones. Ese deseo está secretamente en la radio: creo que en eso radica su belleza, la belleza particular de la radio. Quisiera decir: los momentos son irrepetibles en sí mismos; pero, ustedes amigos radioescuchas, no se vayan porque después de la siguiente melodía habremos dejado la palabra para que otros la ejerzan con mayor responsabilidad.

(Conferencia en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, 24 de octubre de 2006. En "Memoria. Revista Mensual de Política y Cultura" 215, enero de 2007)

viernes, 26 de enero de 2007

Mar e historia: el Canto general de Pablo Neruda




Cuando crearon el mar no supieron dónde ponerlo así que lo fueron a dejar frente a la ventana de Pablo Neruda, en su casa de Isla Negra. América es historia rodeada de agua; y los ríos de la historia y los caudales de los océanos desembocan en Pablo Neruda, van a dar en su materia poética a veces de manera desordenada y a veces en un vaivén armonioso. Dice el estudioso Alain Sicard, en su libro El pensamiento poético de Pablo Neruda, que, a partir de 1945, el poeta tuvo dos polos: la historia y el océano. Ambos son temas inmensos e inagotables: “La ola del mar, el héroe histórico no mueren”. Una ola viene y es inmediatamente sepultada bajo la que la sucede: así son los poemas que conforman el gran libro nerudiano Canto general (1950): 256 poemas –según la edición definitiva de Hernán Loyola– que en sus versos contienen las palpitaciones del mar y de la historia del continente; 256 poemas reunidos en quince cantos en los que su autor organizó sus ideas en torno de América.

Desde el descubrimiento de América, los escritores que han vivido aquí, han querido dejar testimonio de su visión: ¿qué es América?, ¿cuál es su sitio intelectual en el mundo?, ¿cuál es la visión propia de sus habitantes? Alfonso Reyes, por ejemplo, en su libro Última Tule (1942), habla de América como la tierra presentida por el hombre medieval, el continente en el que se intentaron poner en práctica las utopías renacentistas. Desde el siglo XVI, los intelectuales han hablado de su descubrimiento y de su invención: para delinear este pensamiento americanista debe tenerse en cuenta, en primer lugar, el papel de los cronistas –Ercilla, Díaz del Castillo, las Casas– y, posteriormente, el de los poetas que han formado “la gran canción de América” –según las palabras del estudioso Gordon Brotherston. Poetas como Andrés Bello, José Santos Chocano y Rubén Darío han contribuido a crear una serie de poemas dedicados a dar una identidad al continente. Hasta Carlos Pellicer llega este pensamiento americanista. En entrevista con Emmanuel Carballo, el tabasqueño le confesó: “Si usted se atreviera a releer Piedra de sacrificios, de 1924, vería que es una anticipación muy modesta del Canto general.”

La obra del poeta chileno es un desbordamiento inmenso: primero cantó a los corazones de Marisol y Marisombra, sus amores juveniles, para luego esbozar un canto dedicado a Chile y, finalmente, abordar la historia del continente. Fue un poeta lírico que agradó los oídos de lectores tan a gusto con las paráfrasis de Rabidranath Tagore, pero los escandalizó cuando sus palabras excedieron los límites del corazón burgués. En el poema epistolar dirigido al escritor venezolano Miguel Otero Silva (1906-1985) recuerda esos años (capítulo XII del Canto):

Cuando yo escribía versos de amor, que me brotaban
por todas partes, y me moría de tristeza,
errante, abandonado, royendo el alfabeto,
me decían: “Qué grande eres, oh Teócrito!”
Yo no soy Teócrito: tomé a la vida,
me puse frente a ella, la besé hasta vencerla,
y luego me fui por los callejones de las minas
a ver cómo vivían otros hombres.
Y cuando salí con las manos teñidas de basura y dolores,
las levanté mostrándolas en las cuerdas de oro,
y dije: “Yo no comparto el crimen”.
Tosieron, se disgustaron mucho, me quitaron el saludo,
me dejaron de llamar Teócrito, y terminaron
por insultarme y mandar toda la policía a encarcelarme,
porque no seguía preocupado exclusivamente de asuntos metafísicos.

Neruda dejó de ser un seguidor de Teócrito (310-250 a. de C.), el poeta pastoril griego, cuando conoció la realidad de los mineros y de los obreros chilenos, pero sobre todo, cuando visitó la ciudad peruana de Machu Picchu, el 22 de octubre de 1943. (Neruda utilizó la grafía Macchu Picchu en su Canto y desde entonces, por tradición editorial, se publica así.) Luego de que el estudioso español Amado Alonso notara, en su libro Poesía y estilo de Pablo Neruda, que el chileno se sumergía en un “ensimismamiento progresivo” –presente sobre todo en Residencia en la tierra (1933 y 1935)–, su poesía se enfrentó a la ciudad perdida de los incas. Neruda, en efecto, se sentía sumergido, hundido y desamparado en la tierra negra de la vida cotidiana: para él, la vida de todos los día no era más que un veneno que el hombre bebe diariamente.

Cuando visitó Machu Picchu, el poeta se pudo liberar del ensimismamiento: el resultado de ese viaje es el capítulo segundo del Canto, “Alturas de Macchu Picchu”. Este poema tiene la forma de un ascenso: al tiempo que sube por las montañas de Perú, va dejando atrás los pequeños conflictos del hombre individualista. En Machu Picchu, la ciudad tantos siglos abandonada, Neruda descubrió que los hombres de hoy somos unas vasijas rotas y que las partes que nos faltan se encuentran sepultadas en nuestro pasado prehispánico. Una imagen que Neruda usa con frecuencia es la de su mano sumergiéndose en la tierra para llegar a las causas esenciales. Entre las calles donde vivieron los incas, rodeado de las montañas circundadas por el río Urubamba, el poeta hunde su mano en la tierra para desenterrar el viejo corazón del olvidado: a partir de entonces, Neruda les habla a los hombres que no conoció: a los incas muertos, maltratados y torturados; les pide que le cuenten su tormento para prestarles su voz. “Ven a nacer conmigo, hermano”, es el verso cumbre del poema: el momento en que el poeta cede su voz para que hablen por ella los oprimidos y los desheredados, los pobres, los desamparados y los asesinados.

En “Alturas de Macchu Picchu” –uno de los mejores poemas del autor– se recupera la parte desconocida del hombre: esa parte que el encierro de la vida cotidiana nos oculta. Pero la experiencia contraria, la del descenso, también se encuentra en el Canto.

En 1947, el político Gabriel González Videla llega a la presidencia de Chile gracias a una coalición entre liberales y comunistas. Neruda fue un colaborador entusiasta de su campaña: se desempeñó como Jefe Nacional de Propaganda. Sin embargo, ya en el poder, González Videla inició una persecución contra los comunistas luego de la proclamación de la Ley de Defensa de la Democracia. Neruda –senador desaforado y perseguido por el poder– dedica páginas extensas en el Canto a denunciar los crímenes del Presidente de su país: campos de concentración (sobre todo el de Pisagua), asesinatos de comunistas, genocidios y una corte de políticos y oligarcas sumisos y corruptos que ensangrentaron a Chile.

El capítulo X, titulado “El fugitivo”, es el complemento de “Alturas de Macchu Picchu” y representa simbólicamente el descenso del poeta. Cuando el gobierno de González Videla inicia la persecución contra el poeta (5 de febrero de 1948), el Partido Comunista utiliza todos los medios a su alcance para mantenerlo en la clandestinidad. Es entonces que, por razones de seguridad, se mantiene en fuga constante: a lo largo de un año se refugia en casas de desconocidos. Se trata de personas que de manera desinteresada le proporcionan refugio y alimentos. Ya con la idea del Canto general por completo clara en su mente, Neruda se dedica a establecer el orden de los capítulos y sus temas: el génesis mítico del continente y luego, su descubrimiento y su conquista. Los héroes que han contribuido a liberarla y los tiranos que la han mancillado. Las voces contemporáneas que escuchó el poeta y a las que da nombre y existencia. Los amigos lejanos a los que se dirige epistolarmente desde la clandestinidad. Y el mar: el mar que desemboca en su propia vida, el que contempla desde una casa de Valparaíso, el que le habla en las noches de su persecución; el mar que es la trémula iglesia levantada sobre el lodo. El mar es uno de los interlocutores de Neruda y, a la vez, una de las voces que atiende en la construcción de su poética.

Neruda dejó escrito que si pudiera destinar a sus manos uno solo de los dones del mar, elegiría su extenso reposo y su energía. Pareciera que es cada ola del mar la que tritura las costas pero no es así: es la fuerza central del océano que se manifiesta en el infinito número de las olas. Es una energía que se precipita sin gastarse: es una energía que siempre regresa a su reposo. Fuerza que vuelve a iniciar siempre y que expulsa en sus olas los despojos triturados de lo que fue fruta madura.

Pero Neruda observa el mar desde su persecución: en una ocasión es llevado a Valparaíso, puerto en donde es recibido por una familia humilde que intenta ayudarlo para que pueda subir a un barco como polizonte y abandonar Chile. Escondido, ve desde esa pequeña casa el mar: ante esta visión, la patria se le representa como una diosa despedazada en cuyo pecho orinan los perros.

Orfeo, el más célebre músico de la mitología griega, descendió al Hades en un intento por recuperar a Eurídice, su esposa muerta. Varias tradiciones consideran que Zeus lo fulminó por haber revelado lo que vio en el submundo. Esa experiencia dio nacimiento al orfismo: el orfismo provee de conocimiento a quien realiza un “descenso” simbólico dentro de cualquier orden de realidad. Para Hernán Loyola, este descenso legitimó al autor para cantar con un tono épico. Por eso, en Canto general convive el lirismo con la épica, la descripción con la narración y la historia con la crónica inmediata: es un libro que conjunta las distintas técnicas y los diversos puntos de vista del autor.

El Canto es una lección de historia y de dignidad; gracias a su perspectiva histórica, la lucha de los héroes muertos en otros siglos, cobra sentido. La libertad es, para Neruda, un árbol; un árbol que es la suma de la historia de América y de sus luchas sociales. Los libertadores del continente se nutren de la tierra y ascienden por la savia hasta transformarse en hojas; los hombres que luchan por la libertad del continente son la consumación de la historia. Cuando el viento agita las hojas de este árbol, las semillas caen y fecundan la tierra. Es necesario que los hombres conozcan la historia de este árbol porque sólo así podrán cuidarlo, porque conociéndolo lograrán apreciar sus flores rojas –nutridas con sangre– que son las victorias revolucionarias. Qué importante es tener una visión continental de la izquierda, de las luchas que, vistas en conjunto, adquieren un mismo sentido: todos los movimientos sociales se dirigen a un mismo punto de llegada, la liberación de los hombres de América y el respeto por su punto de vista.

Pero así como se presentan los grandes luchadores, en el Canto aparecen los traidores al continente, los dictadores y empresarios, que han manchado con su existencia la historia de América. Al escribir esta historia de sangre, el poeta intenta obligar al lector a revivir esos crímenes, pero no para llenarle el corazón de amargura, sino para ayudarlo a conocer. Porque para ser feliz e invencible, dice el autor, se debe tener presente este aspecto de la historia.

Mientras escribe, fugitivo en su país, el poeta se pregunta a sí mismo: “¿Por qué los mencionas, qué importan?” Pero Neruda decide contar la historia de los asesinos y dejar constancia de sus actos porque al nacer, recibió palabras no sólo para describir la belleza de su tierra sino también para aludir a los gusanos pálidos que viajan en el vientre de la patria, viviendo de su sangre.

Leer, desde la óptica del Canto, la historia de América, es también conocer una serie de luchas que se han repetido sin cesar a lo largo de siglos. Cuando el crítico argentino Emir Rodríguez Monegal se burla de que Neruda considere a Las Casas como un precursor del sindicalismo, no está entendiendo que el poema relata la historia de una lucha no resuelta: la Independencia de América no liberó al continente de la desigualdad ni de la explotación, no terminó con la pobreza ni con la injusticia. Al explorar el siglo XIX, Neruda deja ver el creciente poder del capitalismo estadounidense en todas las regiones de América. Cuando Jehová creó el mundo, repartió la tierra entre la Coca-Cola, la Anaconda Coopper Mining Co. y la United Fruit Co.: la voracidad de estas empresas ha comprado conciencias, ha pagado gobiernos que mantienen en la sumisión a sus países. Sí, es cierto: se acabó el esclavismo y las inhumanas condiciones del trabajo forzado; pero, ¿no es hoy el hambre –se pregunta el poeta– una nueva esclavizadora?

Pablo Neruda contempla América desde 1948: la segunda Guerra Mundial acaba de terminar y comienza la reconstrucción de Europa. El gobierno norteamericano ofrece dinero para ayudar a los países que vieron quebrantada su economía pero a cambio pide garantías: en Grecia, el presidente de los EEUU, Harry S. Truman, intensificó su intervención luego del levantamiento comunista de Markos Vafhiadis. Por otro lado, Truman apoyó el movimiento contrarrevolucionario chino de Chiang Kaishek. Es el inicio de la Guerra Fría, de los años en los que el capital estadounidense se destina a los actos contrarrevolucionarios en el mundo. En América, el general Marshall –héroe estadounidense de la Guerra Mundial– reunió en Bogotá a los presidentes sudamericanos –sátrapas impuestos por EEUU– para impulsar la creación de la OEA y así afianzar la presencia norteamericana en la región. Esta es la situación del continente que se plantea en las páginas del Canto: ante este panorama, Neruda ve con optimismo la presencia de la URSS y de la China comunista, los países que intentan liberar al hombre de la injusticia del capitalismo.

Todos los lectores del Canto y todos sus críticos se enfrentan con la lectura del capítulo IX, “Que despierte el leñador”, poema dedicado a los Estados Unidos. Aquí, Neruda demuestra su amor y conocimiento por la cultura norteamericana; no se trata de la visión maniquea que sus detractores le atribuyen. No contiene la “retórica de la guerra fría” que dice Enrico Mario Santí que lo vuelve “ilegible”. El poeta le pide al pueblo estadounidense que despierte, que deje de talar el mundo; Neruda llama la atención sobre los valores culturales de ese país y pide que se integren a las luchas de los demás hombres.

Hasta aquí he querido demostrar que el Canto no es ese libro “descosido, farragoso” que despacha Octavio Paz en unas líneas (en Los hijos del limo, 1974). Canto general, escrito de manera casi contemporánea a muchos de los acontecimientos narrados en él, es un libro orgánico, lleno de correspondencias, de sugerencias y de posibilidades de lectura. Sin embargo, la valoración total del libro debe contener las opiniones que se hagan del poema “Que despierte el leñador”. Al enfrentarse a este capítulo, el crítico se encuentra ante a una gran cantidad de preguntas: ¿Debe el artista satisfacer las posiciones ideológicas del lector? ¿Por qué se ha juzgado al todo (el Canto) por la parte (las menciones a Stalin)? ¿Por qué los mismos denostadores de Neruda excusan, por ejemplo, a Borges, a Céline o a Heiddeger? Si se ha tratado de conquistar un espacio neutral para la poesía, ¿por qué críticos como Santí consideran ilegible este capítulo por su “retórica de la guerra fría”? ¿No es esta una valoración del contenido? La crítica antimarxista considera como pruebas contra el comunismo la existencia de los regímenes de Stalin, Pol Pot o Mao. Denuncia, con justicia, las atrocidades de sus gobiernos. Pero, ¿por qué no realiza la operación contraria y descalifica al capitalismo que procreó regímenes como el de Hitler, Mussolini o los Bush? ¿Será acaso porque el régimen político no es equiparable de manera automática con el sistema económico? Los que combaten “los totalitarismos de izquierda y de derecha”, ¿en dónde colocarán exactamente al totalitarismo de Bush jr.? Llama la atención que los críticos de las atrocidades del “comunismo” no hagan extensiva su crítica a las actuales guerras neocoloniales.

En efecto: Neruda escribió el Canto durante su periodo stalinista, sin embargo, el texto no contiene complicidades con la injusticia ni con la dominación imperialista (sin contar con el posterior abandono del stalinismo por parte del poeta). Ante todo, el poema contiene una denuncia de la desigualdad y la injusticia en América y el sentido general de sus versos está contenido en esta visión del continente. Si se es consecuente, no debe soslayarse ese tema al comentarse la realidad histórica que rodea al Canto.

El conocimiento que otorga la poesía no es el mismo que se obtiene por medio del conocimiento histórico o el político. La poesía muestra los prejuicios y los puntos de vista de su autor. Para juzgar una obra desde este punto de vista, el lector debe tomar a la obra como un punto de partida: sistematizar las ideas contenidas en ella y confrontarlas con la realidad. Quienes ven al texto sólo como un fenómeno lingüístico y lo critican sin salir de sus límites, están manipulando el contenido de la obra de arte porque omiten mencionar que el fenómeno lingüístico es, a su vez, parte de un fenómeno social. Es pertinente recordar lo anterior luego de la lectura del Canto general, ya que se trata de una obra que pone en conflicto a esta especie de crítica: el Canto es una obra que intenta sobrepasar el marco que las categorías estéticas le oponen a la literatura: sí se debe considerar el marco ideológico de la Guerra Fría para entender el primer orbe de ideas en torno a la obra poética de Neruda. Hoy, descomponiendo las partes del texto, el Canto puede –y debe– incorporarse a la serie de discursos que intentan resolver el problema de América. Toda obra de arte sobrevive a su tiempo, pero sobrevive transformando sus ideas con ayuda de sus lectores: el Canto general no nos dice lo mismo que le dijo a sus primero lectores.

El artista crea a partir de su ideología: la valoración del arte debe hacerse de acuerdo a las categorías estéticas. Sin embargo, la crítica ideológica es necesaria porque contiene también a la crítica de arte. En el caso de Neruda, la crítica ideológica es necesaria; pero el stalinismo del autor no invalida su valor literario. Es necesario realizar ese corte –que parecería evidente– así como es necesario distinguir el stalinismo del marxismo: Stalin anula a Stalin, no a Marx.

Se debe volver al Canto general: obra cumbre de Pablo Neruda; toma de posición compartida en la década de los cincuenta; consumación de una técnica literaria totalizante; descubrimiento azorado de la historia de América. Pero sobre todo, debe volverse al Canto general porque su pertinencia no ha terminado: el stalinismo ha caducado pero no así las injusticias de América. Este libro es todavía –más allá de sus altas e innegables virtudes poéticas– necesario en la construcción de respuestas para los grandes problemas de nuestro continente.


–NERUDA, Pablo, Canto general. México, imprenta Talleres Gráficos de la Nación, 1950 (marzo 25). [Edición de autor, “especial y limitada”, al cuidado de Miguel Prieto. Guardas dibujadas por Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros.] 567 pp.

(Revista "Tierra prometida", 12. Invierno de 2006)

domingo, 7 de enero de 2007

Todo lo que cante se llenará de sol. Toña la Negra y las diosas tropicales de la radio


Para arrancarle a la rumba un gajo

Con el vaivén de una barcarola y con la misteriosa contundencia de su voz de selva, Toña la Negra cantó por primera vez el 16 de diciembre de 1932 en El Retiro, un restaurante de la calle de Oaxaca, en la colonia Condesa. Como estaba frente a la plaza de toros, todos los domingos en la tarde, los aficionados, al terminar la corrida, cruzaban la calle para ir a comer mientras escuchaban el piano que tocaba el chileno Raúl C. Rodríguez, a quien llamaban “El cartero del aire”, o Ernesto Belloc, un músico que había logrado inventar un método taquigráfico para la música. Como Agustín Lara, un joven pianista de moda, nada sabía de partituras, iba a visitar con frecuencia al maestro Belloc a su estudio para que él tomara en su taquigrafía musical cada una de las notas de sus canciones. En ese restaurante se reunían también Guty Cárdenas y Maruca Pérez y Ricardo López Méndez y todos los toreros de moda para cantar y componer canciones y canciones. Una tarde de toros de 1931, sentado en la barrera de sol, Lara comenzó a tararear una canción con tal desesperación que después del último banderillazo salió corriendo al Retiro para poder instalarse frente al piano y poder cantar un bolero nuevecito, recién compuesto, Tardecita, que ponía en palabras las inquietudes del compositor por las mujeres inalcanzables (muy pocas, la verdad): “Tardecita de amores que nunca olvidaré. Tú serás en mi vida como un ramo de flores, como esas bocas lindas que nunca besaré”.

No queda nada de eso –¡qué va a quedar!–, El Retiro es hoy un banco gris y la inmensa plaza de toros que vio cantar a Caruso en 1919 es un desangelado Palacio de Hierro. De esas noches del Retiro y de su asombro ante la voz nueva de una joven veracruzana nada queda, como si los hubieran barrido una vez terminada la última función.

Cuando esto ocurrió, finalizaba el furor del tango y de los alegres foxtrots que se bailaban en las tarimas del teatro de revista. Las tiples que cantaban Mi querido capitán y que en alegría desbordante terminaban la noche bailando una rumba a la mitad del foro, se fueron con los años veinte. Como se fueron casando y adecentando y, también, envejeciendo, las tiples que reinaron sobre el teatro de revista dejaron sus sitios a los nuevos gustos y donde antes había revistas políticas aderezadas con cuplés malintencionados, ahora –iniciaban los lánguidos años treinta– se presentaban las coreografías policromas que en tonos pasteles escenificaban un sueño, un deseo o una angustia amorosa al ritmo del piano de Agustín Lara.

Ahí estaban las hermanas Arozamena, que bailaban los boleros y los foxes de moda y las hermanas Águila que –una morena y una güera– con sus voces hacían la lujuria y el ritmo de las horas… Lara tenía un conjunto con el que acompañaba sus actuaciones en el Teatro Politeama: El son de Marabú. “¿Qué cosa será el marabú y porqué Agustín se imagina su son?”, se preguntaban con azoro los espectadores que no fallaban a ninguna de las presentaciones del Politeama. Pero, ¿a quién le importa que el marabú sea una cigüeña africana o un árbol que forma bosques espesos e impenetrables? Si la sola mención de sus sílabas era el preámbulo para la rumba y el bolero en las noches del Politeama. Cada actuación terminaba con esa canción tan célebre, tan pegajosa y tan repetida que es La clave azul. Azul como una ojera de mujer, como verso modernista: una clave azul es una sinestesia que une el tono del Modernismo con las cadencias exóticas del trópico. Quién diría que esa canción era un plagio de Agustín Lara… Nadie, entre los habitués del teatro Politeama se imaginaba que La clave azul tenía la misma melodía que una mazurca compuesta por el padre del compositor, el doctor Joaquín M. Lara, un médico anciano que por esos días vivía en la sierra de Puebla.

Para muchos de los aficionados Toña la Negra surgió como un milagro en la noche de las revistas teatrales. Apenas tenía veintidós años y la voz intemporal de quien se ha instalado definitivamente en la leyenda: ¿Mil novecientos treinta y tres? ¿Tardes de la colonia Condesa, transcurridas en el estudio de Agustín Lara en la calle de Celaya? Sí, ya nadie se acuerda, pero fue ese el estudio secreto de Lara que se inundó una tarde y que al día siguiente salió en los periódicos de la capital; el estudio que frecuentaban Pedro Vargas, las Águila, Toña y los dramaturgos Pepe Elizondo y Pepe Elguero. Ahí se comía, se bebía y se escuchaban por primera vez las canciones que serían el éxito de todas las noches por venir.


Intermedio: Las sucursales del trópico
Primero surgió Ana María Fernández: Agustín Lara la vio desde su piano, sentada entre el público del Teatro Iris, durante una noche de 1929. La escuchó cantar y se dirigió a ella para pedirle que fuera su intérprete. Eran los últimos días del tango sobre la faz de las victrolas (ya luego, años después, vendría el tango aristocrático muy del gusto de las admiradoras de Emilio Tuero). Pero entonces apenas se empezaba a conocer el bolero y su medida vibración. Ana María descubrió sus caderas proclives al contoneo y su voz aguda lista para el pregón, la rumba y la conga pero temblorosa como un trémulo, eficaz para el engolamiento del bolero. De inmediato, Agustín hizo para su voz Pervertida, que cimbró todo 1931 con sus trompetas, sus percusiones y sus ideas morales que le revelaban al auditorio sus propias prácticas secretas: “Mujer ingrata, pervertida mujer a quien adoro, la flor de la maldad y la inocencia: es para ti, mujer, toda mi vida. Te quiero aunque te llamen pervertida”.

Yo vi una imagen de Ana María que todavía anda por ahí y que los años treinta estuvo en manos de todos, adornando las cajas de una marca cerillos: era una foto de todo su cuerpo con un vestido entallado que ponía de relieve sus anchas caderas y un rostro serio cuyos ojos tenían más fósforo y fuego que todos los cerillos de la ciudad juntos. No cabe duda que sus interpretaciones incendiaban el escenario, como cuando cantaba La jaibera, ese antiguo pregón de Ismael Ruiz Suárez, el padre de Mario Ruiz Armengol: “Si quieres comer jaibita, acabada de pescar, ven, sígueme a mi casita que te voy a cocinar”. O Cosquillas, esa rumba de Luis Arcaraz, o El coquero de Agustín Lara que usó Tito Vasconcelos en la película Danzón y que expresa la alegría y la nostalgia de Veracruz. Yo conocí a Ana María y me dijo: “Casi no grabé discos porque no me gustaba cómo sonaba mi voz, demasiado aguda para mi gusto”. Se retiró en 1936, se olvidó rápido su paso por la radio y el teatro, pero su estilo inauguró la forma de cantar el bolero en México, un estilo cuyas resonancias pueden seguirse hasta hoy.

También estuvo Margarita Romero, quien desde 1935 cantaba en los estudios de la XEB con Wello Rivas, el famoso intérprete yucateco. Ambos eran las estrellas del programa patrocinado por la Sal de Uvas Picot, la marca que publicaba el famoso cancionero con las letras de moda. Para estos programas se trajo especialmente de Nueva York al compositor portorriqueño Rafael Hernández; aquí formó una de las mejores orquestas de las que se tenga noticia: para la rumba, para el danzón y para el bolero, su acompañamiento alcanza los orbes más altos de las esferas. Para lo que era malo –dicen– era para las letras, así que se pensó en uno de los gerentes de la estación para que le pusiera letra a sus canciones: Bernardo de San Cristóbal. En esos días de radio transmitidos desde los estudios de la B se escuchó por primera vez, con las voces de Margarita Romero y Wello Rivas, una de las mejores rumbas del mundo, Cachita: “Muchacha bonita, mi linda Cachita: la rumba caliente es mejor que el fox”. Pero lo más bonito, me imagino, es que es la rumba que más regalías ha obtenido en la historia de las regalías.

Aquellos programas de Margarita Romero eran, originalmente, grabados. Sólo hasta que el auditorio se reunió afuera de la estación, en las calles del Buen Tono, los directivos decidieron abrir la puerta para los admiradores. Todavía quedan por ahí muchos de los que escucharon su voz hipnótica, potente y clara, esa voz de 1936 que grabó su nombre en la dura corteza del corazón: “Me dirás que de tanto quererte me voy a morir. Que no vale por ti el sacrificio, lo podrán decir. Pero yo que te quiero de veras, no sé qué diré…” (Qué te importa) No fueron tantos los años de Margarita Romero en la radio: a principios de los años cuarenta, sus actuaciones fueron espaciándose. A principios de los cincuenta grabó un disco de homenaje a Rafael Hernández con el que se retiró del medio. Los que la escucharon estarán de acuerdo conmigo: su voz era la indicada para representar el ambiguo sentimiento de las canciones de Rafael Hernández, un lirismo formado por alegría y tristeza. ¿Por qué el bolero Corazón, no llores era un éxtasis de trompetas y percusiones si la letra hablaba de lo que ya no puede ser? Esta canción era interpretada con toda la alegría de la vida por Margarita Romero: “Yo sé que ella me quiere, que todo lo que tiene me pertenece a mi. Yo sé que está sufriendo, que se está consumiendo de tanto padecer. Y yo me estoy muriendo porque el destino dice que ya no puede ser, ya no puede ser, ya no puede ser. Ya no puede ser, ya no puede ser, ya no puede ser.”

Después vinieron muchas otras. Tuvieron sus pequeños días, sus noches esplendentes, sus programas radiofónicos… Pero ninguna tuvo trascendencia verdadera: como si el trópico radiofónico fuera una selva inconquistable. Estaban, por ejemplo, las hermanas Julián –Elena, Rosalía y Araceli– que siguieron el ejemplo de las Andrew Sisters, el gran trío de la época de la segunda guerra, e intentaron formar un repertorio de boleros y guarachas. Sus mejores interpretaciones las hicieron con el acompañamiento de Teddy Staufer y sus Beachcombers. Éste era el dueño de La Perla, el famoso cabaret de Acapulco, venía de Alemania pero supo darle ritmo tropical a canciones como Cucurrucucú, paloma, Negra consentida o Serenata huasteca. Otras fueron las hermanas Navarro; a veces interpretaron boleros pero también se distinguieron por sus versiones de canciones norteamericanas de moda. Ahora recuerdo que las hermanas Ruiz Armengol también cantaron música tropical y algunas congas pero de ellas, los cronistas dedicados a la radio decían que tenían una voz tan pequeñita que impedía saber cómo cantaban en realidad. Claro: todas las boleristas de la radio en algunos momentos llegaron a cantar mambo, guarachas, rumbas, congas, chachachás y guajiras, pero ninguna se decidió a dedicarse de lleno a esos géneros. La única, la que sobrevivió a las demás, la que hizo de la rumba y la conga un magisterio musical fue Toña la Negra.

Toña la Negra: veracruzana del barrio de La Huaca, al sur del puerto de Veracruz, en cuyos patios de vecindad se reunieron por generaciones los mejores músicos. Sitio en donde los sones y las décimas, donde la rumba y la conga llegaron en barco desde La Habana. Ahí nació Toña, casi nació cantando: todo es posible, con lo que gustaba quitarse la edad, haciendo imposible que cuadren las cuentas exactas que requiere la biografía. ¡Y qué: ahí, en La Huaca, mil novecientos doce, mil novecientos veinte, lo mismo da, la música era la vida de Veracruz, el puerto que con algunas imágenes afortunadísimas –las palmeras borrachas de sol, la noche que se desmaya sobre la arena, el lugar donde hacen su nido las olas del mar– formó su mitología y su utilería modernista.

Los momentos estelares y el repertorio clásico
En 1932, Agustín Lara visitó Cuba en compañía de Ana María Fernández y Pedro Vargas; sin embargo, la presencia del doctor Ortiz Tirado y de José Mojica en la isla hicieron que su gira fuera un verdadero fracaso. Tuvieron que regresar a México en un barco de carga. Por ahí andan las fotos: Pedro, Ana María, Agustín y su esposa Angelina Bruschetta, sentados en las cajas del barco y recorriendo las playas de Veracruz al llegar a México.

Luego de un viaje fracasado Agustín se sintió un poco mejor al visitar el puerto y comprobar que todos los veracruzanos lo apreciaban de verdad. Ya desde 1929 tenía en mente componer una canción dedicada a Veracruz, sin embargo aún le faltaban las palabras precisas y el estado de ánimo adecuado. A su regreso a la ciudad comenzaron las primeras muestras de prosperidad: el matrimonio se instala en una casa de la calle de Tokio, en la colonia Roma. A los pocos días comienza una temporada en el Teatro Politeama, ahora como empresario y su contrato con la marca Tres Flores se renueva: a partir de entonces, el programa de radio La Hora Íntima se transmite tres días a la semana. Además, las horas de ensayos se multiplican así como las entrevistas y las grabaciones de discos. Desde entonces, la cuota del compositor es una botella de coñac al día y una canción a la semana (Emilio Azcárraga le ofrece un centenario por canción, según la leyenda).

A Angelina Bruschetta le corresponde el honor de contar en sus memorias cómo una joven mulata de Veracruz se presenta todas las tardes a preguntar a la sirvienta de la casa por “su paisano Agustín Lara”. Sin embargo, llega invariablemente a la hora de la siesta del compositor, de la que se despierta invariablemente de un humor insoportable. Finalmente, una tarde, Angelina sale a la calle a hablar con ella: “la angustia en sus negrísimos ojos y su patética figura con el pequeño en brazos, conmueven mi corazón”, dejó escrito. Es entonces cuando la joven le cuenta su odisea y la de sus acompañantes: “Habían venido desde Veracruz y se hospedaban en casa de unos paisanos que residían en la colonia San Rafael. Deseaban que Agustín escuchara cantar a la muchacha. Afirmaron que interpretaba maravillosamente la música de Lara”.

Luego de que Angelina le rogara al compositor y de que éste accediera un poco hastiado, finalmente la veracruzana recién llegada se enfrentó al mal genio larista y a la peor de sus manifestaciones: la vanidad. Sin saludar, con altanería, sólo dijo con impaciencia:

–Vamos a ver, ¿qué sabes cantar?

–Todas las canciones de usted, maestro. Todas.

–Con que todas, ¿no? A ver: vas a cantar Enamorada.

Dice Angelina, quien presenció toda esa escena, que en cuanto Agustín escuchó la tesitura de la joven, cerró de un golpe la tapa del piano y se levantó emocionado:

–¡Pero de dónde sacaste esta voz! Mañana mismo tienes que venir a buscarme en la XEW, ahí te voy a presentar a don Emilio Azcárraga para que te oiga, ¿entendiste? Y a todo esto, ¿cómo te llamas?

–Me llamo María Antonia del Carmen Peregrino de Cházaro y este es mi esposo, Guillermo Cházaro, ella es mi cuñada Anita Cházaro y él, mi hermano Manuel…

–No, no, no. Olvídate de ese nombre tan horrible: desde ahora serás Toña, únicamente. No: mejor La Negra Toña… O, más bien, Toña la Negra. ¡Sí, así suena mejor! Toña la Negra.

Según la misma Angelina, Agustín le encomendó que peinara y vistiera a Toña, que la ayudara para presentarse al día siguiente ante los directivos de la XEW. También en sus memorias afirma que el gusto de conocerla y el asombro que le produjo su voz de alguna manera le recordaron que tenía un compromiso con Veracruz contraído desde su primera gira a ese Estado en 1929. Agustín se sintió con la obligación de cantar a sus playas y de describir su belleza a través de sus canciones para entregárselas a la que consideraba desde ese momento la mejor de sus intérpretes. No era hiperbólico el compositor, de ninguna manera: para esta intérprete que se mostraba tan original compuso las canciones que mejor reflejan a Veracruz: Oración caribe, Noche criolla, Veracruz y La cumbancha (en realidad dedicada a Yucatán), entre muchas otras.
Sin embargo, para presentar a Toña ante su público, compuso una canción que ha quedado un poco soslayada dentro del repertorio larista: Lamento jarocho. Así, las primeras palabras que se escucharon de Toña fueron las que formaban las frases quejumbrosas de esta canción: “Canto a la raza, raza de bronce, raza jarocha que el sol quemó…”

Sin duda, el público amaba la impasibilidad, porque Toña la Negra, Pedro Vargas y Ana María Fernández eran presencias inmutables del escenario. Toña salía vestida con sobriedad y prácticamente sin moverse. ¿No era esta también la principal característica de las actuaciones de Pedro Vargas? Esta era la razón por la que era conocido como “El Samurai de la canción”. Pronto, el público del Politeama exigió que se presentaran juntos Toña y Pedro. Con toda razón, Carlos Monsiváis ha llamado a estos intérpretes “El hemiciclo al bolero”. Así eran sus interpretaciones, de una sobriedad republicana, casi juarista. Ambos artistas formaron con Lara ese monumento único que protagonizó esas noches a las que el público recordó durante años como “La época de oro del Politeama”.

Alrededor de la impasible Toña la Negra se movía el complejo entramado de las percusiones. Su ascenso fue tan vertiginoso que a los pocos meses ya era considerada la más pertinente rival para hacerle frente a la cantante cubana Rita Montaner, quien visitó la ciudad de México en abril de 1933. Aunque la cubana venía acompañada por el pianista y compositor Ernesto Lecuona para actuaciones independientes, de inmediato, los empresarios vieron la oportunidad de enfrentar las dos voces: aguda y cristalina la de la Montaner y profunda y grave de la Toña la Negra. Dicen que no hubo ganadora, que ambas recibieron los aplausos de un auditorio entusiasta. Sin embargo, hoy, las grabaciones de la Montaner aparecen ante nuestros oídos algo envejecidas: no tienen la frescura de las interpretaciones de Toña la Negra. Rita, la cantante más importante de Cuba a principios del siglo XX, tuvo sus grandes momentos en Nueva York a finales de los 20 y por esta causa conservó siempre algunos tics operáticos en su voz hasta cuando cantaba rumbas como Ay, mamá Inés. No así Toña, quien nunca estudió canto. Cuando conoció a la gran contralto Fanny Anitúa, Toña le confesó que quería tomar clases de canto. Pero doña Fanny, a quien se consideró la mejor contralto del mundo durante sus actuaciones en Milán, respondió alarmada: “Pero niña, si yo tuviera tu voz no tomaría nunca clases de canto”. ¿Alguien recuerda esa película de 1958, Música de siempre, en la que aparece Edith Piaf cantando La vida en rosa e inmediatamente después, en español, Toña la Negra la vuelve a interpretar? Y es que no se dedicó a otro tipo de música, porque con las pocas muestras fonográficas que nos quedan se vislumbra una versatilidad poco común. Hasta música española cantó con una naturalidad comparable a la de Agustín Lara cuando compuso Granada. Toña en canciones como Triana o El día que nací yo es comparable únicamente a Imperio Argentina. Y ese bolero inimitable, nuestro catecismo sentimental (o más bien: nuestro libro de texto gratuito con educación sexual): Cenizas de Wello Rivas, en el que la venganza se vuelve la teleología del amor. ¡Qué bonito ser cenizas, polvo desencantado: polvo seremos pero polvo despechado! Y el antídoto contra el racismo, el poema del colombiano Andrés Eloy Blanco musicalizado por Manuel Álvarez Maciste. O esa conga de Manuel Esperón y Ernesto Cortázar, El apagón, que se escuchaba en las calles de la ciudad por los días de la Guerra, cuando se esperaba una invasión alemana luego de que el presidente Ávila Camacho declarara la guerra a los países del eje.

Con qué naturalidad se mezclaban en sus interpretaciones el agua del mar y la cadencia del viento que mece las palmeras. Cómo lograba con su voz crear escenografías, estados de ánimo, arquitecturas emocionales que aún perduran en sus grabaciones. ¿Cómo lograba esa sublimación de las vivencias? Tal vez, el secreto de su capacidad de evocación esté en estas palabras que le dijo a Cristina Pacheco en 1980, dos años antes de su muerte:

–A veces, cuando estoy en escena, cierro los ojos porque no quiero ver, sino sentir; no quiero ver, sino imaginarme que aún estoy rodeada de aquellos prodigios, de aquellas maravillas, de aquellas escenografías en donde casi pude respirar el olor a huele de noche que es tan característico de Veracruz. Casi siempre me gusta salir vestida de blanco y aunque en general odio el maquillaje, pues en esas ocasiones sí lo uso. Cuando estoy en escena ni veo nada. Sólo pienso en la canción que interpreto y me hundo, me entrego, me olvido, vuelvo a vivir mis cosas.

El escritor peruano Víctor Hurtado Oviedo, llevado por la admiración, ha escrito un retrato vivo de Toña, de su figura generosa y cadenciosa:

“Muñeca redondísima de nieve negra e imposible, aún más imposible bajo el apasionado sol de Veracruz; muñeca rebosante, de esferas sucesivas. Primero, el cuerpo lleno como un mundo; luego, sobre la curvatura de ese orbe carnal, un círculo menor: la luna de una faz sonriente; y, en el centro de esa luna, la esfericidad antigua y yucateca de una nariz redonda trazada con el compás de la música, con el vaivén enroscado del aire que empieza a cantar Toña la Negra, madre primordial de los boleros.”

Escuchamos a Toña la Negra, con su voz evocamos los días del Politeama; cerramos los ojos para escuchar la cadencia del mar encerrada en su voz. ¿Por qué no podremos ser felices –pensamos– como Benny Moré, como Amalia Aguilar, como Celia Cruz? ¿Por qué hemos dado materia a tantos estudios sobre la melancolía y el tono crepuscular de nuestro carácter? Daniel Castañeda, un antiguo profesor del Conservatorio, descubrió que los boleros de Lara están formados por una curva melódica descendente que refleja la melancolía de nuestra raza y la supervivencia de la cultura indígena. Qué bueno que Agustín Lara se la encontró por su vida: con su voz mezcló luz a los claroscuros larianos. Su voz tan parecida a las manos de Carlos Pellicer, a la que el trópico le dio vida: todo lo que toca con su voz se llena de sol.

(Revista "Tierra Adentro" 143-144. Diciembre de 2006)

sábado, 6 de enero de 2007

Los muertos vivientes contra Rene Descartes


Todos hablan y yo también quiero hacerlo. Afortunadamente, en este caso, el deseo va aparejado al acto y es imposible desear sin formular verbalmente el acto de desear. No todo es tan fácil, ni siquiera desear sin hacer, pues de algún modo el deseo es una concretización de una serie de potencialidades latentes en el ente que formula las direcciones de su actuar aun antes de hacerlo. Yo, por ejemplo, para desear hablar he recorrido un camino que no se agota al hacer uso de la palabra (por no hablar del buen o mal uso de la palabra, esto es ya demasiado para mí: la palabra que hace uso de sí misma para juzgar su propia pertinencia) sino que saqueo las palabras ajenas para ejercerlas con pleno derecho, ¡no me importa! Uso un concepto ajeno según mi conveniencia, según me acomode, no importa que me quede grande, no creo que sea un problema de apariencia, pues a pesar de que trato de medir las palabras sobre mi pensamiento a veces me decido a usar ciertas nociones aunque tenga que lucirlas arrastrando las mangas por el suelo. Entre más extravagante la moda, mejor me sienta. Pero debo decir que para pronunciar cada palabra necesito de una boca, de una lengua y de unos dientes, ¡y debo obtenerlos de cualquier modo, sin que me importe saquear algunos cuantos sepulcros! Lo importante es ser un “cadáver a la moda” –para saquear una expresión de Pablo Neruda–, un cadáver presentable. Aunque no creo que me acepte con amabilidad el señor René Descartes, a quien he venido a tocar la puerta, porque he venido así ataviado para decirle que no creo que sea Yo quien habla, sino que algo (“Yo”, a partir de ahora y sólo por comodidad) se topó con un deseo que alguien había dejado por ahí, lo encarnó y lo vistió con algunas cuantas palabras regadas a su alrededor. Y aun más: ¡declaro mi inexistencia! No ha sido Yo quien ha venido a tocarle el timbre a la casa del deseo. De hecho, ahora me amparo más a la producción de mr. George A. Romero que al sistema cartesiano: este muerto viviente tan peculiar no tiene Yo, es necesario que así se acepte puesto que de otro modo la película no tendría sentido. El Yo está ausente y yo, por otra parte (el yo que existía antes de iniciar este texto), me alegro de haberme topado con los muertos vivientes, refutaciones vivientes de Descartes.

Por otra parte, es muy importante saber si el filósofo francés hubiera abandonado o no la sala de proyección. Porque ante nuestros ojos hay una voluntad sin Yo que gusta de comer sesos humanos, ¡no hay más que ver la pantalla: descabezados por todos los rincones! Ahora bien, necesito asirme a algo, porque no puedo continuar sin una columna vertebral en este ensayo. Y lo primero a lo que me aferro es a una soga, paradójicamente, un instrumento que sirve para romper una parte muy importante de la columna vertebral. Pero no importa; igual ya estoy aferrado con la soga entre las manos. La tomé porque, como ya indiqué antes, me da igual qué tomo y de dónde. Lo que no me da igual es por dónde la tomo, creo que Saddam Hussein y George Bush estarán de acuerdo conmigo y supongo que nadie va a externar ninguna duda a este respecto. Pero hay algo más: ha sido todo un discurso el que se aferró a una soga: el de la Justicia. Pero también la democracia, la legalidad y el perdón. Todo eso significa una soga para el que la tiene tomada entre sus manos. Quiero decir que esa palabra significa lo que quiere que signifique aquel que la usa como su arma: el jurado que sentenció al ex Presidente de Irak, el gobierno estadounidense y sus aliados. Hussein fue ahorcado el día en que los musulmanes celebran el perdón; para Bush, el significado de una soga es el perdón, precisamente: Hussein ha sido perdonado. Todos los que tomen a este hombre como un mártir recibirán su dosis de perdón, según lo entiende el invasor. La imagen ha hablado: la soga es puesta alrededor del cuello del ex Presidente, un oficial lo filma con su celular y la envía a todo el mundo y… a causa de eso, puede ser castigado. ¿Alguien se explica por qué el difusor de un acto de justicia puede recibir un castigo? Es que algo se nos escapa: no fueron verdugos irakíes los que ejercieron la justicia, sino milicianos. George Bush no ha visto el video que presenta el ahorcamiento de Hussein… Eso afirma él. Tal vez su sentido humanitario (que lo hace perdonar pavos en Navidad) se lo impida. Pero el asunto es otro: el que tiene la soga en sus manos es el que decide qué significan las cosas y las imágenes y busca todos los medios para lograrlo. De manera casi generalizada, se piensa que la soga es inevitable, que en algún momento alguien va a tener esa soga entre sus manos. Lo más que se le pide al poderoso es que haga buen uso de su poder. Yo por mi parte, reniego de cualquier uso de poder. Desde este momento, tiro la soga; ya no me sirve para ejemplificar nada.

Parece que las palabras, las interpretaciones y los discursos, son como pequeños pétalos que surgen para cubrir a los hechos. Algunos que pretenden llegar a la verdad, de la misma forma en que se toma una flor de diente de león y se le sopla para que las semillas se dispersen, toman a la realidad y soplan para que las interpretaciones se vayan volando y queden los hechos descarnados. Pero no ocurre así, si uno sopla es el tallo el que se dispersa rápidamente y quedan las semillas aferradas al aire. Los hechos se difuminan de inmediato y quedan flotando las palabras en la nada. No es recomendable atrapar palabras, sobre todo si se trata del arte, son espinas disfrazadas de pétalos. Pétalos que hacen sangrar. Es la vieja imagen que demuestra que lo frágil no lo es tanto. Rilke podría ser un ejemplo algo extremo, pero un buen ejemplo, finalmente. Creo, entonces, que el hecho se protege con las interpretaciones, se diluye entre las ramas de las palabras. El mago hace su truco señalando ahí en donde nadie debería ver; y las palabras, el engaño de la retórica, permiten que las manos del mago hagan posible el truco . Pero sería muy simple ver esto así, sólo como una realidad que se escapa, huidiza atrás de las palabras. Porque ese mismo hecho es, visto al revés, la única protección frente a la realidad. Son los discursos la única protección ante una realidad impuesta desde fuera; ya que sólo fuimos depositados en medio de una realidad que no elegimos, nos queda rodearnos de discursos, para evitar ver la vida de frente. Gracias al reflejo del arte, nos protegemos: nos comenzamos a rodear de una gruesa capa de hule espuma, para que la realidad no nos aplaste, entre más gruesa mejor. La realidad –da igual cuál–, es básicamente: olvido. O memoria. Cualquiera de los dos: siempre hay un péndulo que señala el tiempo del olvido y del recuerdo. Cuando se nos era impuesto el olvido, teníamos palabras para resistirlo. Ahora que la memoria es la que se impone (aplastantemente, a causa del Internet), sólo tenemos palabras que nos dosifican la vida. Por suerte, afuera hay un enjambre de personas que trabaja en seleccionar lo que debemos saber, los monopolios del conocimiento trabajan arduamente para decirnos qué debemos saber y qué no. Todo tiene errores, pero no tantos que no los pueda solucionar el noticiero de la televisión.

Ahora me interesa tomar la palabra. Tal vez no me decida, es muy comprometedor, la palabra hiere la mano del que la toma. Parece que para el escritor no queda de otra: es un kamikaze a la fuerza. Toma la palabra y la ata a su alrededor, camina con ella y al llegar al lugar apropiado, explota. Muchos han tenido que esperar siglos para que su palabra explote; otros esperan aún el momento. Yo sólo quisiera saber el tiempo exacto para cada palabra, saber si es pertinente arrojarla. Sostengo la palabra y la acerco a mis oídos, sólo se escucha su tic-tac. ¡Dinamitar un tren, una ciudad, el Congreso de la Unión! Les aseguro que la CIA aún no puede desactivar palabras. ¡A Vicente Fox le explotaron en la lengua durante seis años, no tuvieron la cortesía de alejarse ni siquiera unos metros de él! Imposible acicalar las palabras para que sean presentables en todo momento. Cuando forman un coro y se presentan en público, por mucho que se vistan con elegancia, varias desentonarán. No hacen quedar bien al que las usa, nunca. Yo, a las palabras, no les confío nada. A veces, las muerdo y las destripo antes de que salgan de mi boca; bastante sé que me traicionan con frecuencia, que quieren dar su propia versión de los hechos. Cuando estuve con el psicoanalista pasé varios momentos vergonzosos. Todo a causa de su impertinencia. Yo pretendía crear belleza con palabras, pero ellas aprovechan cualquier oportunidad para destruirme. Pero al mismo tiempo me crean, instauran un orden nuevo y yo resulto ser una de sus creaciones, una de sus imperfectas creaciones. ¿Por qué ocurre eso? Tal vez, porque, escribe Marx, en el gran marco de la historia, las fuerzas destructivas son, precisamente, fuerzas productivas (Miseria de la filosofía). Y las palabras desean ante todo instaurar su propio orden.

No puedo decir cómo es que yo mismo llegué a este punto. No sé cuál es el orden que intentan instaurar las palabras, en todo caso yo soy un instrumento de ellas obligado a escribir para que las palabras hilen y deshilen su realidad. Penélopes de si mismas, las palabras dicen, desdicen y se desdicen a ellas mismas, se afirman y se niegan; ¡ya se ha usado tanto al lenguaje para insinuar su inutilidad! Tal vez sea cierto y el propio lenguaje se dirija hacia la nada; de hecho, hay discursos que se dirigen hacia ese sitio, hacia el autoaniquilamiento. Pero, ¿no será mejor sacrificar la realidad antes que la realidad que implanta el lenguaje? Yo, por mi parte, creo que las palabras no se muestran como deberían: totalmente. No muestran jamás su espalda, y muy difícilmente se deciden a mostrarse sin maquillaje; parece que saben que van a perdurar, quieren tomarse la foto para la posteridad. Cuánto se burló el protagonista de Á la recherche porque su abuela se arregló tanto para tomarse una foto. Incluso, tuvo que aparentar alegría ante la cámara luego de que su nieto la hizo llorar con sus burlas. Luego –ha pasado el tiempo y la abuela ha muerto– está Marcel, llorando frente al único retrato, que la muestra alegre, ocultando el sufrimiento. Se necesitaría mucho para que una palabra se muestre en un texto, quiere estar a la altura del arte, por encima de las circunstancias, y por eso se presenta lista para la fotografía que la va a perpetuar. Como quieren engañar, deben disfrazarse. Pero yo no voy a ayudarlas, mi deber es desenmascarlas; sin embargo, debo asistir a su representación, al baile que se ofrece en su comedia de enredos. Es ahí en donde les gusta estar, finalmente hemos llegado a su sitio: la celebración de las significaciones. Aquí se establece el sentido de cada palabra; entre ellas acuerdan sus significados, declaran qué hay atrás de la máscara que portan. En el baile de disfraces de las palabras, todas se muestran en su falsedad, todos sabemos que nadie es quien es, aun cuando algunos invitados no lleven disfraces. Aquí simulan el orden que quisieran tener, han dejado afuera sus carruajes y sus guaruras y entran indefensas. Pero, ¿qué es lo que las palabras quieren demostrar acudiendo a este sitio y bailando de esta manera? Quieren demostrar que existe un sitio de libertad para ellas y para el pensamiento; quieren representar que no hay simulación alguna. Eso es muy importante para ellas porque quieren presentarse sin todo aquello que las acompaña; en la fiesta de la palabra, todo lo demás sale sobrando. Éste es, creo yo, el orden que instauran las palabras y para el cual nos usan. Ahora hay que preguntarse, ¿qué es lo que celebran las palabras, para qué se reúnen a bailar? En realidad, acuden a festejar lo que sea, les gusta ir a cualquier fiesta: al cumpleaños de la Libertad, al bautizo de la Democracia, a la presentación de la Revolución. Todos estos festejados tienen a sus palabras invitadas. Lo que se quiere demostrar es que la violencia ha quedado fuera, que por más caótico que pueda ser el baile, la violencia ha quedado fuera. Sin embargo, la violencia se encuentra afuera, cuidando el orden de la celebración. Y así sucede en todos los casos. La violencia resguarda a las palabras. Ante esto debemos dejar toda la hipocresía: en la Democracia, esta violencia se llama “legalidad”. Sería bueno organizar un tour a Oaxaca o a Michoacán para darse cuenta de cómo se las gasta la “legalidad”. Yo no he ido a la Mascarada de la Democracia, pero según se lee en las revistas de sociales, es uno de los espectáculos más bellos, en el que todos visten los mismos derechos, pero también las mismas obligaciones. ¡Creo que ahí conoció el Príncipe a Cenicienta y ahora los dos son iguales! ¿Recuerdan cómo Cenicienta corría de la fiesta y el Príncipe la persiguió hasta que dio con ella? En un principio, Cenicienta no quería ser encontrada, de hecho su padre y su madrastra no pensaron que ella también fuera igual a todos, pero el Príncipe los convenció de lo contrario. ¿Recuerdan también que la zapatilla no entraba en el pie de la hermanastra? Su dedo gordo no entraba en ella. Su madre, entonces, le extendió un cuchillo para que se lo cortara y así pudiera calzarla. “Cuando seas Reina ya no necesitarás caminar”, le dijo. Es tan fácil confundir a la gente en la democracia, ¡ya el Príncipe se llevaba a la hermanastra de Cenicienta cuando los pájaros que cuidaban la tumba de la madre muerta le advirtieron que se trataba de una impostora! No está bien que se piense que es imposible que convivan Monarquía y Democracia, ¡todo es posible en la Democracia! Por eso el Príncipe y Cenicienta son felices hasta el día de hoy. Esta es la verdadera causa de la felicidad de Cenicienta: la Democracia. Esta es, también, la causa de que se conozca hasta hoy esta historia: Cenicienta les contó a sus hijos las bondades de este régimen. Cuando la Democracia organiza una recepción quiere que todos vayan, no admite faltas. Claro que algunos no van, pero esto, en el fondo no la ofende. Todo seguirá igual pero los que no van al baile no podrán contribuir a que todo siga igual.

¡Pero basta de bailes! Las cosas no ocurren ahí, ¡hasta las palabras, en medio de la fiesta, hablan por su celular para ver cómo van sus negocios! Todos sabemos que las cosas ocurren siempre en otra parte. Otra Parte se llama el sitio en el que deberíamos vivir pero en el que por desgracia nunca estaremos, ahí no hay personas, sólo sucesos, mecanismos que mueven la realidad. El cuarto de máquinas de la realidad es silencioso, no se permite música, ni palabras, ni imágenes; a lo mucho, se escucha el sonido de las transacciones y del ir y el venir del dinero. Lo que yo quiero preguntarme es si las palabras pueden abandonar el baile y bajar al sótano, en donde se encuentra esta maquinaria. ¿Es que las palabras pueden llegar al sitio en el que se les prohíbe estar? La Democracia nos ha invitado, es la anfitriona y parece que lo educado es no meterse por toda la casa. Podemos llegar hasta cuartos muy remotos; no hace mucho, hasta se convirtió en un éxito de ventas el tema de las conspiraciones. A todo el mundo, literalmente, le entusiasmo el juego: lo evidente depende de una serie de conspiraciones y hasta Da Vinci participó en ellas. Pero hasta aquí: ¡más adelante no hay paso! Estas son las catacumbas del sistema. Más adelante, por desgracia, usaremos la Ley, un perro mortífero y ciego que defiende este hogar. Bueno, no es tan ciego, ustedes han visto ya detalles chuscos de su actuación, ya lo hemos visto lamiendo los pies a muchos políticos, ya lo hemos visto recibiendo raciones de carne, ¡muy buenas raciones! Pero es que nadie se ha querido meter hasta los sitios prohibidos de la Democracia. Eso no, ¡un momento! Eso no se lo permite esta Ley a nadie. Y eso que este animal ha hecho cosas muy humillantes para cualquiera. Por eso no quiero substantivizar nada. Voy a buscar palabras que no son mías, las tomo prestadas para expresar ideas que no me pertenecen, de las cuales busco alejarme lo más rápido posible. Pero las instituciones me buscan, la Ley me da ina investidura: “Tú eres el autor de esto. No puedes renunciar”. Esta jaula es inevitable. Yo quisiera que se disolviera y me dejara solo. Pero, en efecto, no puedo despojarme de mí mismo (o de lo que hemos acordado que Soy). Soy autor (concedo), pero eso no me hace dueño de las palabras. En todo caso soy dueño de la disposición y del orden de esas palabras. Aquí está mi verdadero sitio: soy una configuración de palabras e ideas, una voluntad que ha dado como resultado un texto. Y en ese texto (que es éste), no pueden entrar ciertas cosas. Por ejemplo, no se reciben invitaciones para la Democracia. Pero tampoco salen órdenes. Es un orden sin órdenes. Es decir: no estoy institucionalizando nada. Las palabras que entraron aquí no pueden levantar su orden, su institución. ¿Por qué? Porque sólo hay un orden visible y sustantivo: el del poder. Ése sí es necesario tenerlo a la mano, enfrente y muy visible. Es importante no recibir ningún engaño de él. No quiero que me diga: “Esa es tu voluntad” cuando lo cierto es que es su voluntad manifestada en mi persona. Por eso me niego a ordenar (en todas sus acepciones): porque es la manera de desarticular la realidad (mi muy modesta manera de contribuir a la destrucción de su forma actual).

Si me preguntan: “¿Y tú a dónde quieres llegar con todo esto?”, tendría que responder que no sé. No he seguido ningún camino para llegar aquí y no pretendo desandarlo para saber nada de mi recorrido. Ya dije, desde hace muchas líneas que no tengo un cometido. No asumo mi Yo. ¿No lo dije? Es cierto, no lo dije de mí. Lo dije de este texto. Pero tengo que vestirlo, ¿no es así? ¿A dónde creen ustedes que se dirigen los muertos vivientes? ¿Qué destino tendrán si se acaban los sesos en el mundo? ¿Serán conscientes de su sinsentido? A mí, todos mis caminos me han conducido ante esta falta de respuestas positivas. La creación verdadera sólo la veo en el nihilismo. Esto puede parecer contradictorio, y lo es. Su sentido verdadero no puede ser observado aquí, en este lugar. Lovecraft creó un mundo –lo explica José Emilio Pacheco en un ensayo– que tiene como fuente de terror a Lo Otro. Los negros y los latinos a los que temía se convirtieron en la sustancia de su literatura. Así ocurrió con el cine, Los Otros no tienen Yo, sólo voluntad destructiva. Los extraterrestres, los zombies, los fantasmas, etc. Eso creen que somos, eso deberíamos ser. Seguir el camino de la irracionalidad, nutriéndonos de sesos (digiriendo la racionalidad ajena a nuestro modo). Porque yo no quiero continuar un rumbo ni marcar un camino (por lo menos, no aquí, en este territorio), ni tampoco quiero, como ya dije, institucionalizar nada: ni siquiera un proceso para que transformarme en ninguna cosa. Pero no creo que las palabras no sirvan para nada: vienen a mí y me obligan a usarlas, las uso y dicen algo distinto a lo que yo quiero y por eso tengo que redundar para convencerme a mí mismo si lo que digo es claro. Sí, Joseph de Maistre logró ver el contenido destructivo de la irracionalidad, vio muy bien que nada tenía remedio, pero no por cuestiones metafísicas sino porque esta sociedad se hizo sobre bases irracionales y él sólo pudo oponer el dogma y la fe para contrarrestar la anarquía. Qué mayor anarquía que las víboras de Medusa, ¡ella puede crear e instaurar su orden! Pero no he dicho que nada deba sobrevivir: todo lo contrario, deben sobrevivir las fuerzas destructivas de esta sociedad. Como ya dije, tampoco quiero construir nada sobre mí mismo: estas palabras, inútiles hasta ahora, me sirven para demoler lo que digo: he usado hasta aquí metáforas para poder explicar lo que deseo, pero no quiero que nadie vea verdad en la metáfora, una figura retórica de estirpe hermética. No quiero que nada sea verdadero puesto que ha sido enunciado de esta manera. No he hecho otra cosa que justificarme. Pero eso es todo lo que uno puede hacer con palabras. Aprovechamos que las palabras no pueden llegar hasta los hechos a husmear lo que hacemos. Hacemos y hablamos. Hablar es hacer, pero hacer de un modo distinto, ¡yo hasta crearía una categoría distinta para los que hacen con la palabra! Pero sólo para tenerlos a raya, para cuidarme de ellos con más desconfianza. Todo lo anterior sólo me justifica, no quiero erigirme como sujeto, uso el lenguaje sólo para describir tan profundamente como me lo permita mi situación. Construyo un texto y las palabras me tapan, construyo una jaula para aprisionarme pero sólo la puedo construir desde fuera. Una vez que está terminada, grito: “¡Yo también quiero estar adentro de este texto!” Pero no es posible. Quisiera tener un consuelo: que se vea en este texto que no me quiero llevar nada de este mundo, nada que contribuya a legitimarlo. Y, por supuesto, me reservo el derecho de considerar el arte (el arte legítimo) como parte de la sublevación en las estructuras de la totalidad.