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domingo, 7 de enero de 2007
Todo lo que cante se llenará de sol. Toña la Negra y las diosas tropicales de la radio
Para arrancarle a la rumba un gajo
Con el vaivén de una barcarola y con la misteriosa contundencia de su voz de selva, Toña la Negra cantó por primera vez el 16 de diciembre de 1932 en El Retiro, un restaurante de la calle de Oaxaca, en la colonia Condesa. Como estaba frente a la plaza de toros, todos los domingos en la tarde, los aficionados, al terminar la corrida, cruzaban la calle para ir a comer mientras escuchaban el piano que tocaba el chileno Raúl C. Rodríguez, a quien llamaban “El cartero del aire”, o Ernesto Belloc, un músico que había logrado inventar un método taquigráfico para la música. Como Agustín Lara, un joven pianista de moda, nada sabía de partituras, iba a visitar con frecuencia al maestro Belloc a su estudio para que él tomara en su taquigrafía musical cada una de las notas de sus canciones. En ese restaurante se reunían también Guty Cárdenas y Maruca Pérez y Ricardo López Méndez y todos los toreros de moda para cantar y componer canciones y canciones. Una tarde de toros de 1931, sentado en la barrera de sol, Lara comenzó a tararear una canción con tal desesperación que después del último banderillazo salió corriendo al Retiro para poder instalarse frente al piano y poder cantar un bolero nuevecito, recién compuesto, Tardecita, que ponía en palabras las inquietudes del compositor por las mujeres inalcanzables (muy pocas, la verdad): “Tardecita de amores que nunca olvidaré. Tú serás en mi vida como un ramo de flores, como esas bocas lindas que nunca besaré”.
No queda nada de eso –¡qué va a quedar!–, El Retiro es hoy un banco gris y la inmensa plaza de toros que vio cantar a Caruso en 1919 es un desangelado Palacio de Hierro. De esas noches del Retiro y de su asombro ante la voz nueva de una joven veracruzana nada queda, como si los hubieran barrido una vez terminada la última función.
Cuando esto ocurrió, finalizaba el furor del tango y de los alegres foxtrots que se bailaban en las tarimas del teatro de revista. Las tiples que cantaban Mi querido capitán y que en alegría desbordante terminaban la noche bailando una rumba a la mitad del foro, se fueron con los años veinte. Como se fueron casando y adecentando y, también, envejeciendo, las tiples que reinaron sobre el teatro de revista dejaron sus sitios a los nuevos gustos y donde antes había revistas políticas aderezadas con cuplés malintencionados, ahora –iniciaban los lánguidos años treinta– se presentaban las coreografías policromas que en tonos pasteles escenificaban un sueño, un deseo o una angustia amorosa al ritmo del piano de Agustín Lara.
Ahí estaban las hermanas Arozamena, que bailaban los boleros y los foxes de moda y las hermanas Águila que –una morena y una güera– con sus voces hacían la lujuria y el ritmo de las horas… Lara tenía un conjunto con el que acompañaba sus actuaciones en el Teatro Politeama: El son de Marabú. “¿Qué cosa será el marabú y porqué Agustín se imagina su son?”, se preguntaban con azoro los espectadores que no fallaban a ninguna de las presentaciones del Politeama. Pero, ¿a quién le importa que el marabú sea una cigüeña africana o un árbol que forma bosques espesos e impenetrables? Si la sola mención de sus sílabas era el preámbulo para la rumba y el bolero en las noches del Politeama. Cada actuación terminaba con esa canción tan célebre, tan pegajosa y tan repetida que es La clave azul. Azul como una ojera de mujer, como verso modernista: una clave azul es una sinestesia que une el tono del Modernismo con las cadencias exóticas del trópico. Quién diría que esa canción era un plagio de Agustín Lara… Nadie, entre los habitués del teatro Politeama se imaginaba que La clave azul tenía la misma melodía que una mazurca compuesta por el padre del compositor, el doctor Joaquín M. Lara, un médico anciano que por esos días vivía en la sierra de Puebla.
Para muchos de los aficionados Toña la Negra surgió como un milagro en la noche de las revistas teatrales. Apenas tenía veintidós años y la voz intemporal de quien se ha instalado definitivamente en la leyenda: ¿Mil novecientos treinta y tres? ¿Tardes de la colonia Condesa, transcurridas en el estudio de Agustín Lara en la calle de Celaya? Sí, ya nadie se acuerda, pero fue ese el estudio secreto de Lara que se inundó una tarde y que al día siguiente salió en los periódicos de la capital; el estudio que frecuentaban Pedro Vargas, las Águila, Toña y los dramaturgos Pepe Elizondo y Pepe Elguero. Ahí se comía, se bebía y se escuchaban por primera vez las canciones que serían el éxito de todas las noches por venir.
Intermedio: Las sucursales del trópico
Primero surgió Ana María Fernández: Agustín Lara la vio desde su piano, sentada entre el público del Teatro Iris, durante una noche de 1929. La escuchó cantar y se dirigió a ella para pedirle que fuera su intérprete. Eran los últimos días del tango sobre la faz de las victrolas (ya luego, años después, vendría el tango aristocrático muy del gusto de las admiradoras de Emilio Tuero). Pero entonces apenas se empezaba a conocer el bolero y su medida vibración. Ana María descubrió sus caderas proclives al contoneo y su voz aguda lista para el pregón, la rumba y la conga pero temblorosa como un trémulo, eficaz para el engolamiento del bolero. De inmediato, Agustín hizo para su voz Pervertida, que cimbró todo 1931 con sus trompetas, sus percusiones y sus ideas morales que le revelaban al auditorio sus propias prácticas secretas: “Mujer ingrata, pervertida mujer a quien adoro, la flor de la maldad y la inocencia: es para ti, mujer, toda mi vida. Te quiero aunque te llamen pervertida”.
Yo vi una imagen de Ana María que todavía anda por ahí y que los años treinta estuvo en manos de todos, adornando las cajas de una marca cerillos: era una foto de todo su cuerpo con un vestido entallado que ponía de relieve sus anchas caderas y un rostro serio cuyos ojos tenían más fósforo y fuego que todos los cerillos de la ciudad juntos. No cabe duda que sus interpretaciones incendiaban el escenario, como cuando cantaba La jaibera, ese antiguo pregón de Ismael Ruiz Suárez, el padre de Mario Ruiz Armengol: “Si quieres comer jaibita, acabada de pescar, ven, sígueme a mi casita que te voy a cocinar”. O Cosquillas, esa rumba de Luis Arcaraz, o El coquero de Agustín Lara que usó Tito Vasconcelos en la película Danzón y que expresa la alegría y la nostalgia de Veracruz. Yo conocí a Ana María y me dijo: “Casi no grabé discos porque no me gustaba cómo sonaba mi voz, demasiado aguda para mi gusto”. Se retiró en 1936, se olvidó rápido su paso por la radio y el teatro, pero su estilo inauguró la forma de cantar el bolero en México, un estilo cuyas resonancias pueden seguirse hasta hoy.
También estuvo Margarita Romero, quien desde 1935 cantaba en los estudios de la XEB con Wello Rivas, el famoso intérprete yucateco. Ambos eran las estrellas del programa patrocinado por la Sal de Uvas Picot, la marca que publicaba el famoso cancionero con las letras de moda. Para estos programas se trajo especialmente de Nueva York al compositor portorriqueño Rafael Hernández; aquí formó una de las mejores orquestas de las que se tenga noticia: para la rumba, para el danzón y para el bolero, su acompañamiento alcanza los orbes más altos de las esferas. Para lo que era malo –dicen– era para las letras, así que se pensó en uno de los gerentes de la estación para que le pusiera letra a sus canciones: Bernardo de San Cristóbal. En esos días de radio transmitidos desde los estudios de la B se escuchó por primera vez, con las voces de Margarita Romero y Wello Rivas, una de las mejores rumbas del mundo, Cachita: “Muchacha bonita, mi linda Cachita: la rumba caliente es mejor que el fox”. Pero lo más bonito, me imagino, es que es la rumba que más regalías ha obtenido en la historia de las regalías.
Aquellos programas de Margarita Romero eran, originalmente, grabados. Sólo hasta que el auditorio se reunió afuera de la estación, en las calles del Buen Tono, los directivos decidieron abrir la puerta para los admiradores. Todavía quedan por ahí muchos de los que escucharon su voz hipnótica, potente y clara, esa voz de 1936 que grabó su nombre en la dura corteza del corazón: “Me dirás que de tanto quererte me voy a morir. Que no vale por ti el sacrificio, lo podrán decir. Pero yo que te quiero de veras, no sé qué diré…” (Qué te importa) No fueron tantos los años de Margarita Romero en la radio: a principios de los años cuarenta, sus actuaciones fueron espaciándose. A principios de los cincuenta grabó un disco de homenaje a Rafael Hernández con el que se retiró del medio. Los que la escucharon estarán de acuerdo conmigo: su voz era la indicada para representar el ambiguo sentimiento de las canciones de Rafael Hernández, un lirismo formado por alegría y tristeza. ¿Por qué el bolero Corazón, no llores era un éxtasis de trompetas y percusiones si la letra hablaba de lo que ya no puede ser? Esta canción era interpretada con toda la alegría de la vida por Margarita Romero: “Yo sé que ella me quiere, que todo lo que tiene me pertenece a mi. Yo sé que está sufriendo, que se está consumiendo de tanto padecer. Y yo me estoy muriendo porque el destino dice que ya no puede ser, ya no puede ser, ya no puede ser. Ya no puede ser, ya no puede ser, ya no puede ser.”
Después vinieron muchas otras. Tuvieron sus pequeños días, sus noches esplendentes, sus programas radiofónicos… Pero ninguna tuvo trascendencia verdadera: como si el trópico radiofónico fuera una selva inconquistable. Estaban, por ejemplo, las hermanas Julián –Elena, Rosalía y Araceli– que siguieron el ejemplo de las Andrew Sisters, el gran trío de la época de la segunda guerra, e intentaron formar un repertorio de boleros y guarachas. Sus mejores interpretaciones las hicieron con el acompañamiento de Teddy Staufer y sus Beachcombers. Éste era el dueño de La Perla, el famoso cabaret de Acapulco, venía de Alemania pero supo darle ritmo tropical a canciones como Cucurrucucú, paloma, Negra consentida o Serenata huasteca. Otras fueron las hermanas Navarro; a veces interpretaron boleros pero también se distinguieron por sus versiones de canciones norteamericanas de moda. Ahora recuerdo que las hermanas Ruiz Armengol también cantaron música tropical y algunas congas pero de ellas, los cronistas dedicados a la radio decían que tenían una voz tan pequeñita que impedía saber cómo cantaban en realidad. Claro: todas las boleristas de la radio en algunos momentos llegaron a cantar mambo, guarachas, rumbas, congas, chachachás y guajiras, pero ninguna se decidió a dedicarse de lleno a esos géneros. La única, la que sobrevivió a las demás, la que hizo de la rumba y la conga un magisterio musical fue Toña la Negra.
Toña la Negra: veracruzana del barrio de La Huaca, al sur del puerto de Veracruz, en cuyos patios de vecindad se reunieron por generaciones los mejores músicos. Sitio en donde los sones y las décimas, donde la rumba y la conga llegaron en barco desde La Habana. Ahí nació Toña, casi nació cantando: todo es posible, con lo que gustaba quitarse la edad, haciendo imposible que cuadren las cuentas exactas que requiere la biografía. ¡Y qué: ahí, en La Huaca, mil novecientos doce, mil novecientos veinte, lo mismo da, la música era la vida de Veracruz, el puerto que con algunas imágenes afortunadísimas –las palmeras borrachas de sol, la noche que se desmaya sobre la arena, el lugar donde hacen su nido las olas del mar– formó su mitología y su utilería modernista.
Los momentos estelares y el repertorio clásico
En 1932, Agustín Lara visitó Cuba en compañía de Ana María Fernández y Pedro Vargas; sin embargo, la presencia del doctor Ortiz Tirado y de José Mojica en la isla hicieron que su gira fuera un verdadero fracaso. Tuvieron que regresar a México en un barco de carga. Por ahí andan las fotos: Pedro, Ana María, Agustín y su esposa Angelina Bruschetta, sentados en las cajas del barco y recorriendo las playas de Veracruz al llegar a México.
Luego de un viaje fracasado Agustín se sintió un poco mejor al visitar el puerto y comprobar que todos los veracruzanos lo apreciaban de verdad. Ya desde 1929 tenía en mente componer una canción dedicada a Veracruz, sin embargo aún le faltaban las palabras precisas y el estado de ánimo adecuado. A su regreso a la ciudad comenzaron las primeras muestras de prosperidad: el matrimonio se instala en una casa de la calle de Tokio, en la colonia Roma. A los pocos días comienza una temporada en el Teatro Politeama, ahora como empresario y su contrato con la marca Tres Flores se renueva: a partir de entonces, el programa de radio La Hora Íntima se transmite tres días a la semana. Además, las horas de ensayos se multiplican así como las entrevistas y las grabaciones de discos. Desde entonces, la cuota del compositor es una botella de coñac al día y una canción a la semana (Emilio Azcárraga le ofrece un centenario por canción, según la leyenda).
A Angelina Bruschetta le corresponde el honor de contar en sus memorias cómo una joven mulata de Veracruz se presenta todas las tardes a preguntar a la sirvienta de la casa por “su paisano Agustín Lara”. Sin embargo, llega invariablemente a la hora de la siesta del compositor, de la que se despierta invariablemente de un humor insoportable. Finalmente, una tarde, Angelina sale a la calle a hablar con ella: “la angustia en sus negrísimos ojos y su patética figura con el pequeño en brazos, conmueven mi corazón”, dejó escrito. Es entonces cuando la joven le cuenta su odisea y la de sus acompañantes: “Habían venido desde Veracruz y se hospedaban en casa de unos paisanos que residían en la colonia San Rafael. Deseaban que Agustín escuchara cantar a la muchacha. Afirmaron que interpretaba maravillosamente la música de Lara”.
Luego de que Angelina le rogara al compositor y de que éste accediera un poco hastiado, finalmente la veracruzana recién llegada se enfrentó al mal genio larista y a la peor de sus manifestaciones: la vanidad. Sin saludar, con altanería, sólo dijo con impaciencia:
–Vamos a ver, ¿qué sabes cantar?
–Todas las canciones de usted, maestro. Todas.
–Con que todas, ¿no? A ver: vas a cantar Enamorada.
Dice Angelina, quien presenció toda esa escena, que en cuanto Agustín escuchó la tesitura de la joven, cerró de un golpe la tapa del piano y se levantó emocionado:
–¡Pero de dónde sacaste esta voz! Mañana mismo tienes que venir a buscarme en la XEW, ahí te voy a presentar a don Emilio Azcárraga para que te oiga, ¿entendiste? Y a todo esto, ¿cómo te llamas?
–Me llamo María Antonia del Carmen Peregrino de Cházaro y este es mi esposo, Guillermo Cházaro, ella es mi cuñada Anita Cházaro y él, mi hermano Manuel…
–No, no, no. Olvídate de ese nombre tan horrible: desde ahora serás Toña, únicamente. No: mejor La Negra Toña… O, más bien, Toña la Negra. ¡Sí, así suena mejor! Toña la Negra.
Según la misma Angelina, Agustín le encomendó que peinara y vistiera a Toña, que la ayudara para presentarse al día siguiente ante los directivos de la XEW. También en sus memorias afirma que el gusto de conocerla y el asombro que le produjo su voz de alguna manera le recordaron que tenía un compromiso con Veracruz contraído desde su primera gira a ese Estado en 1929. Agustín se sintió con la obligación de cantar a sus playas y de describir su belleza a través de sus canciones para entregárselas a la que consideraba desde ese momento la mejor de sus intérpretes. No era hiperbólico el compositor, de ninguna manera: para esta intérprete que se mostraba tan original compuso las canciones que mejor reflejan a Veracruz: Oración caribe, Noche criolla, Veracruz y La cumbancha (en realidad dedicada a Yucatán), entre muchas otras.
Sin embargo, para presentar a Toña ante su público, compuso una canción que ha quedado un poco soslayada dentro del repertorio larista: Lamento jarocho. Así, las primeras palabras que se escucharon de Toña fueron las que formaban las frases quejumbrosas de esta canción: “Canto a la raza, raza de bronce, raza jarocha que el sol quemó…”
Sin duda, el público amaba la impasibilidad, porque Toña la Negra, Pedro Vargas y Ana María Fernández eran presencias inmutables del escenario. Toña salía vestida con sobriedad y prácticamente sin moverse. ¿No era esta también la principal característica de las actuaciones de Pedro Vargas? Esta era la razón por la que era conocido como “El Samurai de la canción”. Pronto, el público del Politeama exigió que se presentaran juntos Toña y Pedro. Con toda razón, Carlos Monsiváis ha llamado a estos intérpretes “El hemiciclo al bolero”. Así eran sus interpretaciones, de una sobriedad republicana, casi juarista. Ambos artistas formaron con Lara ese monumento único que protagonizó esas noches a las que el público recordó durante años como “La época de oro del Politeama”.
Alrededor de la impasible Toña la Negra se movía el complejo entramado de las percusiones. Su ascenso fue tan vertiginoso que a los pocos meses ya era considerada la más pertinente rival para hacerle frente a la cantante cubana Rita Montaner, quien visitó la ciudad de México en abril de 1933. Aunque la cubana venía acompañada por el pianista y compositor Ernesto Lecuona para actuaciones independientes, de inmediato, los empresarios vieron la oportunidad de enfrentar las dos voces: aguda y cristalina la de la Montaner y profunda y grave de la Toña la Negra. Dicen que no hubo ganadora, que ambas recibieron los aplausos de un auditorio entusiasta. Sin embargo, hoy, las grabaciones de la Montaner aparecen ante nuestros oídos algo envejecidas: no tienen la frescura de las interpretaciones de Toña la Negra. Rita, la cantante más importante de Cuba a principios del siglo XX, tuvo sus grandes momentos en Nueva York a finales de los 20 y por esta causa conservó siempre algunos tics operáticos en su voz hasta cuando cantaba rumbas como Ay, mamá Inés. No así Toña, quien nunca estudió canto. Cuando conoció a la gran contralto Fanny Anitúa, Toña le confesó que quería tomar clases de canto. Pero doña Fanny, a quien se consideró la mejor contralto del mundo durante sus actuaciones en Milán, respondió alarmada: “Pero niña, si yo tuviera tu voz no tomaría nunca clases de canto”. ¿Alguien recuerda esa película de 1958, Música de siempre, en la que aparece Edith Piaf cantando La vida en rosa e inmediatamente después, en español, Toña la Negra la vuelve a interpretar? Y es que no se dedicó a otro tipo de música, porque con las pocas muestras fonográficas que nos quedan se vislumbra una versatilidad poco común. Hasta música española cantó con una naturalidad comparable a la de Agustín Lara cuando compuso Granada. Toña en canciones como Triana o El día que nací yo es comparable únicamente a Imperio Argentina. Y ese bolero inimitable, nuestro catecismo sentimental (o más bien: nuestro libro de texto gratuito con educación sexual): Cenizas de Wello Rivas, en el que la venganza se vuelve la teleología del amor. ¡Qué bonito ser cenizas, polvo desencantado: polvo seremos pero polvo despechado! Y el antídoto contra el racismo, el poema del colombiano Andrés Eloy Blanco musicalizado por Manuel Álvarez Maciste. O esa conga de Manuel Esperón y Ernesto Cortázar, El apagón, que se escuchaba en las calles de la ciudad por los días de la Guerra, cuando se esperaba una invasión alemana luego de que el presidente Ávila Camacho declarara la guerra a los países del eje.
Con qué naturalidad se mezclaban en sus interpretaciones el agua del mar y la cadencia del viento que mece las palmeras. Cómo lograba con su voz crear escenografías, estados de ánimo, arquitecturas emocionales que aún perduran en sus grabaciones. ¿Cómo lograba esa sublimación de las vivencias? Tal vez, el secreto de su capacidad de evocación esté en estas palabras que le dijo a Cristina Pacheco en 1980, dos años antes de su muerte:
–A veces, cuando estoy en escena, cierro los ojos porque no quiero ver, sino sentir; no quiero ver, sino imaginarme que aún estoy rodeada de aquellos prodigios, de aquellas maravillas, de aquellas escenografías en donde casi pude respirar el olor a huele de noche que es tan característico de Veracruz. Casi siempre me gusta salir vestida de blanco y aunque en general odio el maquillaje, pues en esas ocasiones sí lo uso. Cuando estoy en escena ni veo nada. Sólo pienso en la canción que interpreto y me hundo, me entrego, me olvido, vuelvo a vivir mis cosas.
El escritor peruano Víctor Hurtado Oviedo, llevado por la admiración, ha escrito un retrato vivo de Toña, de su figura generosa y cadenciosa:
“Muñeca redondísima de nieve negra e imposible, aún más imposible bajo el apasionado sol de Veracruz; muñeca rebosante, de esferas sucesivas. Primero, el cuerpo lleno como un mundo; luego, sobre la curvatura de ese orbe carnal, un círculo menor: la luna de una faz sonriente; y, en el centro de esa luna, la esfericidad antigua y yucateca de una nariz redonda trazada con el compás de la música, con el vaivén enroscado del aire que empieza a cantar Toña la Negra, madre primordial de los boleros.”
Escuchamos a Toña la Negra, con su voz evocamos los días del Politeama; cerramos los ojos para escuchar la cadencia del mar encerrada en su voz. ¿Por qué no podremos ser felices –pensamos– como Benny Moré, como Amalia Aguilar, como Celia Cruz? ¿Por qué hemos dado materia a tantos estudios sobre la melancolía y el tono crepuscular de nuestro carácter? Daniel Castañeda, un antiguo profesor del Conservatorio, descubrió que los boleros de Lara están formados por una curva melódica descendente que refleja la melancolía de nuestra raza y la supervivencia de la cultura indígena. Qué bueno que Agustín Lara se la encontró por su vida: con su voz mezcló luz a los claroscuros larianos. Su voz tan parecida a las manos de Carlos Pellicer, a la que el trópico le dio vida: todo lo que toca con su voz se llena de sol.
(Revista "Tierra Adentro" 143-144. Diciembre de 2006)
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