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jueves, 28 de diciembre de 2006

Carlos Monsivais y Juan Rulfo: El premio de la discordia

Juan Rulfo es el gran narrador mexicano del siglo XX. Es algo que se dice, casi de manera unánime. Muchos ven en su breve obra la culminación de varios procesos narrativos de la literatura mexicana, al grado de que Pedro Páramo y El llano en llamas han llegado a tomarse como dotadores de sentido a obras anteriores (la narrativa de la Revolución, la novela cristera). Luego de la construcción de un discurso canónico a su alrededor, la obra rulfiana ha excedido los límites de la creación literaria propiamente mexicana hasta mostrar su influencia en los mejores escritores de nuestra lengua. La novelística hispanoamericana de hoy tiene una huella rulfiana indeleble: la confusión de los planos de realidad, el complejo entramado de voces, la restauración del tiempo mítico a partir de la desestructuración del tiempo, los murmullos que cimbran lejanamente el terreno telúrico de la lengua. Dos de las novelas más importantes de la narrativa contemporánea, Cien años de soledad y La virgen de los sicarios, no podrían ser sin el antecedente de Rulfo.

Carlos Monsiváis ha logrado formular un discurso que prácticamente incluye todos los aspectos de nuestra cultura (experiencias, conquistas y gozos intelectuales del México contemporáneo). Ha creado un sistema literario y formado una red de referentes culturales que contribuyen como pocos discursos a definir el panorama social (político, cultural) de nuestro país. Polifónica (en el sentido de que confluyen las voces de los distintos actores sociales), la obra de Monsiváis devuelve los discursos como un espejo: la clase política, por ejemplo, ve con terror la obra de un cronista que no hace más que mostrarles su reflejo.

Relacionar las obras de estos dos escritores es un gran acierto del jurado que integró el Premio Juan Rulfo otorgado en la FIL de Guadalajara. La categoría de Rulfo y la calidad de los escritores premiados dieron prestigio al premio desde su instauración; un premio que tuvo como intención primera cimentar la obra de escritores de gran calidad aunque no consagrados.

Los recientes hechos (la polémica protagonizada por los herederos del autor y los patrocinadores del Premio luego de las declaraciones hechas por Tomás Segovia) obligan a tomar una postura con respecto a este galardón, una postura a la que los actores intelectuales no deberían rehuir, ya que se trata de hechos que atañen a la conformación del poder intelectual. Por un lado, la posición de Rulfo en el medio cultural es la que define la dirección del Premio: su oposición al poder hegemónico de la cultura durante sexenios (por ejemplo, su enfrentamiento contra Octavio Paz, como documentan los escritores entrevistados en esta publicación) y la marginación contra la que luchó la calidad de su obra narrativa. La familia del escritor, por otra parte, ha esgrimido un argumento insoslayable (al asegurar que el premio se ha vuelto “botín de un grupúsculo”) que formulo aquí como una serie de preguntas para las que no tengo respuestas seguras: ¿Se debe premiar a escritores que integraron un grupo opuesto a Rulfo, como es el caso de Segovia? ¿Se debe premiar a los escritores que simpatizaron con este autor? ¿Un jurado, en última instancia, premia sólo “lo literario”? Quienes piensan que se deben omitir las posiciones políticas para considerar este problema –la manipulación por omisión– no juzgan dentro de este orbe: están bien fuera de esta discusión. Pero esta polémica a la que entraron por propia voluntad los familiares del autor, tal vez se vuelva contra ellos porque conduce al tema de la posesión. ¿Quiénes son los dueños de un autor? (No de sus derechos patrimoniales, sino de él, del creador de la obra) ¿Se puede tomar a Juan Rulfo como patrimonio de mafias culturales? ¿No debería ser éste el tema por discutir?

El prestigio de Rulfo se ha convertido en un elemento de concentración de poder a su alrededor. Muy distinto a poseer los derechos autorales de Rulfo es cosificarlo –mercantilizarlo– y esgrimir el poder de la Verdad frente a los críticos que intentan comer del fruto del conocimiento literario: “¡Fuera del Paraíso Terrenal de nuestro Infierno particular, de Comala!”. Porque la construcción de un discurso verdadero a modo es el fin último de esta manipulación llevada a cabo por sus herederos-usufructuadores.

Juan Rulfo es de sus lectores; las influencias y el placer de su obra se ganan por su lectura: no debe ser propiedad única ni adquirir el dudoso puesto de ser ostentado como una marca registrada.

El Premio Juan Rulfo no está fuera de las consideraciones políticas (porque la “marginalidad” no es una definición literaria): el acto de otorgarlo debe considerar honestamente los lineamientos del reconocimiento literario a escritores de bajo perfil.
En este sentido, Carlos Monsiváis encarna un discurso marginado por el poder intelectual: el del periodismo literario. Representa una tradición que no ha tenido el reconocimiento necesario, la del periodismo y la crónica: Lizardi, Prieto, Altamirano, Gutiérrez Nájera. ¡Imposible no ver hoy, por ejemplo, la obra periodística de Salvador Novo como uno de los grandes monumentos de nuestra tradición literaria!

Los únicos dueños legítimos de Rulfo son sus lectores, para los que se publicó esta novela en 1955. Somos los lectores, los que no queremos ser expulsados de Comala una vez que Disneylandia establezca su sucursal sobre los restos de Pedro Páramo.

(Revista "Viento en vela", diciembre de 2006)

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