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miércoles, 27 de diciembre de 2006
Jean Paul Sartre: Del otro lado del muro
¿Qué debemos ver, exactamente, en la demolición del muro de Berlín? ¿Con cuál de todas sus imágenes debemos quedarnos, como una fotografía familiar de toda la humanidad que podamos enseñar a todo curioso? ¿Un acto de perdón? ¿Es que los Estados Unidos han perdonado? ¿Alguien quiere su perdón? ¿Qué cosa exactamente ha merecido su indulgencia? Parece ser que Alemania ha sido perdonada, ahora los grandes bloques del muro que la atravesó han caído y es posible asomarse al otro lado, al sitio de donde provienen todas esas caras felices, las de los alemanes que buscan con anhelo el rostro de la Libertad, ¿será como en la televisión? ¿tendrá el rostro de una hermosa modelo? ¿cuánto ganará al mes sólo por ser la anhelada Libertad? Si hemos sido perdonados, lo más natural es que no tengamos vergüenza de ser presentados ante todos, si los artistas se reunieron a festejar el fin de una infamia, ahora que la Democracia ha salido a trabajar a los Parlamentos europeos, ahora que Lech Walesa ha ido a firmar los documentos de la nueva Polonia con una pluma que lleva grabada la imagen de Juan Pablo II; ahora, Margaret Tatcher y Ronald Reagan ven a la joven Democracia como una pequeña hija suya que va de viaje a Europa, que puede por fin vacacionar en las playas del Oriente y que puede traer souvenires de atrás del muro. No olvides traernos una postal, pero no una postal de esa infamia, ¡no!, tráenos un recuerdo bello, una piedrita de ese muro tan ignominioso, por ejemplo, para que sirva de lección, pero de una bella lección histórica… Aunque lo más seguro es que no la encuentre, que por más que la busque, esa joven Democracia no encuentre, porque es muy posible no quede ni un mínimo polvito de esa pared. Si todas esas piedras han sido derrumbadas, ¿a dónde han ido? –se preguntará, tal vez, pero sin mucho interés. Lo más importante es que ya no están, que se han dispersado. Para todo hay memoria, pero no para esa infamia; es mejor recordar la tragedia de los buenos amigos judíos, ahora que necesitan de nuestra compasión en su lucha contra los árabes; para esta infamia no hay memoria: es mejor que dejemos al stalinismo, que lo condenemos con todas nuestras fuerzas y que sólo tomemos una foto de la estatua de Lenin derrumbada sobre las ruinas de la URSS, pisoteada por la libertad y por la democracia. ¡Sí, de eso sí queremos una foto, de nuestra querida Democracia pisando la estatua de Lenin! No pensemos más en el muro, no había nada detrás, sólo rostros felices de que el yugo las ha soltado.
Pero resulta que nosotros sí debemos preguntarnos por el paradero de esas piedras, nosotros necesitamos saber si no han venido a depositar ese cascajo en nosotros, si no tenemos ese muro nuevamente construido en nuestras vidas, nosotros que somos sólo un patio trasero, es muy natural que vengan a depositarnos el cascajo; pegados atrás de los ladrillos sólo hay afiches, pintas, propaganda, nombres: Marx, Lenin, Trotzky, Sartre, pero es mejor no acordarse de ellos, nadie en su sano juicio debería desprender esos carteles de la basura histórica, ni los pepenadores, ni los arqueólogos en busca de ruinas, es mejor que se convenzan de que ese cascajo hace mucho que dejó de ser útil para cualquier causa. Nadie ve ese muro ya, porque la Democracia y la Libertad han llegado a la construcción de algo muy sublime, que nadie comprendería, es mejor que no lo digamos mucho ni en voz alta: han desarrollado una arquitectura invisible. Como se oye: una arquitectura muy sofisticada. Véanlo con sus propios ojos: ya no hay Muro, y sin embargo no podemos ver lo que existía del otro lado, ¿hay o no un muro invisible? Detrás de él reposan todas las ideas que nadie quiere ver en esta época tan libertaria, tan democrática. Ni siquiera podemos dialogar con esas ideas, ni seguirlas, así como no es posible hablar con muertos. ¿No les parece que no tiene ningún sentido? Una voz maternal está a punto de decirnos: “Miren, hijos míos, hijos de la Democracia, debajo de todos esos escombros no hay nada. Ahora puedo revelarles que no existe nada en medio de toda esa basura. Y lo más importante, lo que deben recordar es que el marxismo fue una serie de palabras y de ideas que quedaron interrumpidas, gracias a la apertura de este muro”. Y eso no podemos negarlo, entre las ideas de ese pasado y nosotros hay un muro, ese del que hablamos arriba, el muro maravilloso de ladrillos invisibles, el verdadero muro. Tampoco quisiéramos contradecir a la Democracia, una mujer que, a juzgar por todas las conciencias que mueve, por todas las estaciones de televisión que dirige y por todos los políticos que mantiene, sabe con toda seguridad lo que hace. Sólo le diríamos que la interrupción de ese discurso viene de antes, que no estaba al otro lado del muro: ya había sido exiliado por los propios Partidos Comunistas. Si alguien se opuso a este silencio cómplice de la guerra fría, fue Jean Paul Sartre. ¡Ya vamos comprendiendo por qué se le silencia hoy! ¡Por esa causa se le ha quitado su cubierto del banquete de la Democracia!
La democracia puede prohibirnos muchas cosas, puede impedirnos, por ejemplo, ser antidemócratas, ¡para eso es un totalitarismo! Quiere hacernos pensar que la libertad es la otra cara de su moneda y que jugando volados siempre ganaremos, caiga lo que caiga. Puede prohibir tantas cosas, ¡puede invadir y exterminar a los países que no son democráticos! Puede, incluso, amagar con armas nucleares. Mister Bush es el más fiel de mis soldados, puede gritar antes de extender sus dominios. Pero entre todas sus potencialidades no se encuentra la de prohibirnos voltear atrás, que veamos por dónde hemos llegado al presente; hemos tenido que decidir entre todas las encrucijadas posibles para desembocar aquí, en este sitio, en este tribunal que es el presente. No hay otro, aquí juzgamos y somos juzgados, aquí se da la verdadera sentencia. Todos somos culpables, hemos resuelto. Estamos condenados, tenemos que purgar la sentencia, no hay salida, el suicidio es un condena a muerte, pero no la permitimos porque exime de toda responsabilidad. Somos culpables de estar aquí, de llegar a este sitio con felicidad, pero si hemos llegado al presente con culpa, eso no nos impide recibir ningún castigo. Sí hay más delito que el haber nacido, porque la decisión de vivir tiene una consecuencia, la conciencia de vivir.
Sartre, en Las palabras, el recuento de su niñez, acepta con alegría su expulsión del poder. No hay padre, no existe y si no existe, no tengo relación con él. La ausencia de este vínculo lo ha arrojado del orbe del poder. Jamás podrá el autor decirle a nadie: has esto o has aquello. No, porque opina que al mandar estará obedeciendo al poder y Sarte reniega de eso, no quiere ser un peón en el tablero del poder. ¡Ojalá fuera así de sencillo! Pero no lo es, Sartre, involuntariamente, ha colocado en la figura de un padre muerto toda la esencia del poder, todo el dominio. Pienso que en ese ausente, Sartre ha depositado la noción de “esencia” –eso es más o menos lo que concluyo de Las palabras. “Esencia” es igual a “Poder”, porque “lo que algo es” determina su acción. Si el hombre no tiene una esencia previa, es libre, en la operación mental de Sartre. La libertad tampoco tiene una esencia, porque al actuar, en cada disyuntiva, el hombre tiene entre sus manos a la libertad. Incluso, un condenado a muerte tiene la libertad de darle un sentido a su muerte –y esto es irrenunciable. Sartre llevó tan lejos como pudo esta idea, pero no llegó al extremo de aplicar esta idea a los campos de matanza nazis. Borró de la arena esta idea: a una periodista, poco antes de morir, le expresó, “¿sabe? Creo que toda mi filosofía está mal, voy a volver a empezarla otra vez”. Pero el poder está, no el poder del estado, no el poder paterno: me refiero a las formas refinadas del poder. Si Sartre, seducido por Husserl, como lo afirma Cesáreo Morales, concibió al hombre de manera transparente y elaboró un pensamiento en el que la conciencia establece relaciones con los objetos y vence la mera subjetividad, también es cierto que en todo esto hay un punto ciego. Quisiera tomar el discurso de Sartre y volverlo contra el poder. Porque, miren ustedes, el poder no estaba en el padre que Sartre no conoció: era el padre el que estaba atrapado en el poder, como en una telaraña (en una relación de poder establecida socialmente antes de que existieran padre e hijo). Ah, porque el poder, el poder: ese sí que tiene esencia; tal vez no ustedes ni yo la tengamos. Para ver la esencia tendremos que voltear atrás, nos sigue en nuestros actos pasados: es una abstracción mental; si no es posible decir “así es alguien”, si es válido en cambio decir: “así fue”, así actuó. Porque tanto Sartre como Marx privilegiaron el trabajo (la praxis) por sobre las elaboraciones ideológicas. A diferencia de nosotros, el poder tiene esencia: el poder busca poder, se busca a sí mismo, quiere verse en los demás, quiere estar en todas partes. Es tan fácil saber qué va a hacer el poder, se puede explicar su mecanismo. Pero ante él, no resulta darle la espalda ni la evasión teórica: ante todo, el poder se debe sustantivar teóricamente, sólo así puede ser apresado y desarticulado. El poder está debajo de la historia, para sustantivar la historia, debe sustantivarse el poder.
Sartre debe ser invitado de nuevo a la reunión, su pensamiento tiene la semilla de la destrucción ante la idea de la libertad de hoy, la libertad que emana de la supremacía del Imperio y que beneficia sólo a sus amos. Como ya lo ha explicado Ernest Mandel, entre otros, el marxismo da un rodeo para abordar el tema de la libertad individual (y Mandel es una voz que no sucumbió con el Muro): el individualismo de hoy, basado en la competencia de las necesidades de los sujetos, sólo puede ser superado en la reelaboración de las relaciones económicas y sociales, para luego garantizar al individuo. Sólo en este sentido, Marx es individualista y en este punto puede relacionarse con la búsqueda de Sartre. Y a éste se le debe restituir el problema del poder, el punto ciego de estas palabras que olvidan al poder en la tumba del padre.
Si el “yo” es, una construcción de la conciencia –mejor, de manera consciente, el hombre crea su personalidad–, se debe ampliar esta concepción para poder verla desde fuera: el hombre no decide de manera independiente ante los objetos –ni la razón, siquiera. El hombre tiene inoculado el poder, el poder puso ante sí el objeto y la decisión y formó la conciencia que decidirá su actuación. Habrá que ampliar la noción de “intersubjetividad” (o desmistificarla) para que sean vistas las relaciones de producción que están atrás de ella.
No hay duda de que esta discusión hace mucho que estaba interrumpida, los grandes foros intelectuales, transmitidos en todo el mundo por la televisión, han dicho: señores filósofos, esta discusión es muy interesante, pero desgraciadamente tenemos que ir a unos anuncios comerciales… Pero esos anuncios se han prolongado demasiado, los filósofos han sido abandonados en el estudio de televisión y los anuncios comerciales han sustituido el discurso filosófico; ¡no!: son el mensaje filosófico. La libertad ha hecho su hogar en los anuncios de televisión, en la propaganda. No hay oportunidad perdida, en todos lados se nos dice que debemos ser libres, que debemos actuar de acuerdo a nuestra conciencia. ¿No sabe usted cuál es su conciencia? Prenda entonces la televisión, ahí está su conciencia. Vienen tiempos malos, tiempos de oscuridad, pero no es nada que no se pueda solucionar viendo la televisión. Ahí está la realidad del discurso, ahí palabra e imagen se corresponden como debe de ser: a cada imagen le corresponde la palabra que la explica, nunca se ha dado un mejor matrimonio entre significado y significante, todo está explicado en ella, todas las palabras que valen salen de su pantalla, lo que está afuera no existe, allí los locutores dicen que debemos ser libres y no admiten réplica, antes de que uno pueda cuestionar, ya están frente a nosotros unos agradables comerciales, ahora ya puede uno decidir, la libertad de votar por quien uno quiera siempre y cuando el que nos gobierne sea el señor presidente Felipe Calderón, quien a su vez es gobernado por el poder, pero el poder no sale en la televisión, ¡el poder es la televisión! No lo olviden. No, creo que no lo olvidarán, cuando regresen a su casa y vean que en el sitio más privilegiado está el aparato que habla y dice qué son la libertad y la democracia. Sus palabras son un tónico, una droga, ¿qué haríamos sin sus argumentos que nos resuelven la vida? Sí, la televisión está hecha de ondas invisibles, esas ondas nos atraviesan en la calle, en la casa, sin que nos demos cuenta, el poder, como ella, está construido de bloques invisibles, está hecha de li-ber-tad y la libertad está hecha de poder. Y no hay nada que nosotros podamos oponer. La libertad y la democracia se han erigido en los jueces del presente, ofician en el tribunal del que hablé arriba. Han decidido que somos inocentes, no deberíamos volver los ojos, nos dicen, a la filosofía que está arrumbada, entre los despojos del muro de Berlín. Somos inocentes, si no lo fuéramos, el ejército inglés o el noerteamericano nos estaría torturando sin clemencia, y lo que es peor, no podríamos ver las torturas por televisión. Estados Unidos nos ha perdonado, no deberíamos desear nada más.
(Presentación de la revista "Tierra prometida" dedicada a Jean Paul Sartre, Museo Mural Diego Rivera, 7 de diciembre de 2006)
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1 comentario:
Pinchi Pável, hasta ganas me dieron de hacer mi página Blof. Buenos textos. Saludos a todo buen lector de páginas Blof.
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