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miércoles, 27 de junio de 2018

Dos mil doscientos millones de rostros


Facebook fue lanzado al público en 2006 con un objetivo principal: que sus usuarios compartieran su información mutuamente. En principio, sonaría como algo abstracto. Pero al vivir dentro de su lógica, lo difícil es concebir un mundo sin la estructura mental que permite esta red social. Declarar la existencia de la experiencia individual si es que ésta se comparte. Lo demás sería efímero, vano. Extender fe notarial de la experiencia ajena, la cual se transfiere a un grado imposible de medir. Facebook estrelló la noción de fama de una vez y para siempre. Por primera vez, se abrió el telón y en el escenario estaba colocado un gran espejo. Nada en el escenario, sólo el público mirando. ¿Es que eso era la celebridad? ¿Nosotros mismos viéndonos eternamente? Está bien; puede ser entretenido el solipsismo, la soledad ocupada por nuestra propia vanidad. La celebridad al desnudo. Y bien, ¿qué es la celebridad? Es esta puerta por la que cualquiera puede pasar, pero mira bien: sólo es la puerta. Una vez que entras, también sales. Tú eres célebre porque hiciste una mueca, tú porque tomaste video a tu perro que habla, tú porque te caíste en un río, tú porque hiciste el ridículo en una fiesta. Si todo cabe en la fama, desde el héroe que salva vidas intrépidamente hasta la una señora gritando a sus hijos, quiere decir que el secreto de la fama es que no tiene secreto. Y ese gran monstruo que se mira obsesivamente el ombligo, hipnotizado, cambia de ánimo a cada instante. De ahí que sus observadores (él viéndose a sí mismo, en realidad) digan con recurrente metáfora: “Las redes están nerviosas”. Mira este chisme banal. ¿Qué tema tan tonto, no es así? ¡Y tan pequeño! Quién iba a decir que sirviera para alimentar a millones de pirañas que ahora duermen satisfechas. No, espera: no somos pirañas, en realidad somos como millones de moscas atrapadas en esta red social. Estamos los vivos y los muertos. Y cada uno de nosotros en este momento, nos debatimos por decidir si continuamos aquí o decidimos suprimir nuestra existencia virtual. Los muertos y los vivos. Da igual. ¿Podrías tú decir quién de nosotros sigue vivo?, ¿cuál ha muerto? En nuestras fotos seguimos tan sonrientes como en la semana pasada. Como nada de lo que decimos o hacemos es inocente, como cada ¡click! es un testimonio de nuestra conciencia, sobre nosotros se encuentra una araña salivando, mirando al acecho. Darle “like” a un meme que nos da los buenos días, compartir una cita (falsa, seguramente), guardar una foto con una sonrisa promisoria: todo dice algo de nosotros. Cerramos la máquina con la conciencia tranquila de quien ha ejercido su libertad, y dormimos mientras nuestras acciones son escrupulosamente contadas y clasificadas. Para saber quiénes somos, apenas despertamos volvemos a Facebook. Para ello tenemos varias herramientas: las apps, las cuales nos preguntan seductoramente: ¿Quién fuiste en tu vida pasada?, ¿Cómo serías si fueras del sexo opuesto?, ¿Qué ciudad eres? Un oráculo… ¡qué bien! Démosle “aceptar”, aunque eso signifique que, en términos prácticos, el moderno autómata penetre en nuestra existencia virtual (nuestros datos valen oro, literalmente), mire cada escondite y dicte un juicio. “¡Eres París! Eres elegante y lleno de calles hermosas.” A veces nos miramos en unos ojos, otras veces tomamos un café en una conversación íntima. Y en otras ocasiones vamos al psicoanalista a decir algo cuyo significado ignoramos. De pronto nos preguntamos: ¿Qué miran en nosotros que nosotros mismos no podemos ver? En nuestras palabras, el “Yo” ocupa un lugar modesto, ¡no te creas tan importante! Y hace poco nos enteramos que nuestra vida virtual, la cual es monitoreada intensamente, dice de nosotros mucho más de lo que podríamos imaginar. Quiénes nos espían saben de nosotros más que nuestra pareja, que nuestro psicoanalista, que nuestra conciencia, que nuestro Ángel de la guarda, incluso. Bueno, ése hace muchos siglos que no sabe nada, ya que además ni siquiera ascenderemos al Cielo, sino que nos quedaremos vagando en el mundo virtual. No habrá Juicio Final, y si acaso seremos convocados cuando se teclee nuestro nombre en Google. No hace mucho, Umberto Eco dijo de nosotros: “Las redes sociales le dan derecho de hablar a legiones de idiotas”. Qué triste manera de hacer mutis de este mundo. Antes de irse nos confesó que no aprendió, o que no estaba dispuesto, a leer en las páginas de esta eterna biblioteca. Estas millones de voces que se escuchan, las “legiones de idiotas”, aturden en efecto. Pero existe un secreto. ¿No lo sabía? Qué raro. A esa silueta que habla, no hay más que interpelarla para saber que no existe, que es un espejismo más en el escenario (véase arriba), que al pedirle a ese fantasma que se detendrá, se desvanece. Nos quedamos entonces solos, relativamente solos: detrás de esas voces están los mismos oráculos de siempre, las Esfinges de la Ideología, diciendo eternamente lo mismo. ¿No lo sabía el semiólogo italiano? Qué raro. Hubiera tenido un fructífero diálogo con estos sordos en medio de ninguna parte. Nos habría dicho, quizá, que detrás de nuestras amistades, de nuestros contactos, habla la misma voz: la de Las Mismas Pocas Ideas. Y lo digo yo, que no estoy seguro de estarlo diciendo, pues no me atrevo por el momento a levantar mi máscara y saber si dentro de mí no hay nadie enunciando algo cuyos efectos no alcanzo a ver. Y sería entonces, como en esos cuentos de Samuel Beckett, en que una voz es lo único corpóreo en un universo vacío.

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