Desde 1911, Diego Rivera (1886-1957) tenía la intención de cubrir los muros de México con sus frescos. Para conocer la técnica de los maestros del Renacimiento, viajó por Italia, en 1920, y volvió a París con 325 dibujos, que le sirvieron como base experimental para luego pintar escenas mexicanas. Que quepa México entero en esta obra es algo ambicioso, pero posible. Algunos han medido en metros cuadrados los muros que Rivera pintó, otros han descrito los temas favoritos. Así se podrá saber qué le faltó, qué aspectos quedaron fuera. Y el cometido de la crítica Raquel Tibol (1923-2015) es hacer que quepa su personaje con su obra en estas páginas. Para eso hay que fajarlo, medida temerosa, fajar a Diego, que nada se salga, inmenso como es. Porque además, las ideas políticas no son consistentes, ni las artísticas si se observa bien. El método de la autora consiste en establecer periodos, confrontar con las ideas políticas del pintor y comentar obras selectas. Me quedan claros dos aspectos de Rivera, los cuales me llaman la atención. La mirada de conjunto en primera lugar, el asombroso punto de vista. Desde su juventud, ver el mundo desde un sitio quizá privilegiado, siempre novedoso. Esa especie de aleph, por llamarlo de algún modo, que le permite tener una visión amplia de la vida mexicana, aunque (si se hace el recorrido con la autora) se mira que representa a los hombres trabajando, de acuerdo a su función en el mundo. Salvo en sus inicios cubistas, la obra de Diego no tendría por qué alarmar al público por su técnica o sus procedimientos, aun cuando en tiempos de Vasconcelos en la SEP, eran llamados monigotes los personajes retratados en sus murales. El segundo de estos aspectos, la pasión documental, lo que nos recuerda que no todo debe de mirarse, ni todo se debe de plantear en todos lados. Como por ejemplo, la historia de México. Hay banquetes que se interrumpen, señoras que ponen el grito en el cielo, gente decente que prefiere salirse, antes que presenciar aquello que de manera abstracta incluso defiende. En el mural Sueños de un domingo en la Alameda (1947) todos los personajes representados sueñan, de ahí que la historia de este tradicional espacio de la ciudad aparezca en una apretada síntesis. Nos gusta a todos la muerte, en cálida y afectuosa cercanía con los paseantes. Lo que ofendió entonces fue la frase “Dios no existe”, aproximación a la que en realidad pronunciara Ignacio Ramírez “el Nigromante” al entrar a la Academia de Letrán, en 1836, pomposo nombre para una reunión de estudiantes pobres. Con gusto la borraría, pero se encuentra de por medio la Historia de México, dijo el pintor. Lo que nos recuerda que las instituciones (los homenajes, las retrospectivas) tienden a desactivar el pasado. Ahora mismo, en 2018, el Nigromante celebra sus 200 años. Nació en San Miguel de Allende, una ciudad que preferiría celebrar otras cosas menos comprometedoras. Y si bien no era mi tema, nada le gustaría más a Diego Rivera que el espíritu del Nigromante saliera a espantar a los modernos Caballeros de Colón, que en otros tiempos pretendieron quemar este mural.
Raquel Tibol. Diego Rivera, luces y sombras. Narración documental. México, Lumen, 2007.
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