Este mar espolvoreado de islas es tan complejo como parece.
Se puede naufragar en su historia tanto como en su literatura y su música. Así
que la autora intenta, hasta donde es posible, poner un orden para más o menos comprender
la variedad de una región en donde han querido implantar su cultura los países
de Europa y de Asia. Pero inconstante como las olas fue también el paso de
algunos países, pues hubo islas que un tiempo fueron habitadas por españoles y
luego arrebatadas por los franceses o bien por los daneses o incluso los
suecos. Y el rudo trabajo del cultivo ni siquiera se lo reservaron los
colonizadores, sino que trajeron para ello a los negros de África. Así que cada
isla tiene una cultura propia, la que resulta de combinar la cultura nativa con
los distintos pueblos africanos, sometidos a su vez por los europeos. A veces,
los nativos fueron exterminados, y en mayor o menor grado, tuvieron presencia
en la mezcla de las culturas africanas con las europeas. Aunque la autora
subraya lo inexacto de utilizar la palabra “identidad” para esta zona de alta
migración, se puede decir que hay cuatro grandes regiones: la hispana (en donde
se incluye la costa atlántica de América Central, excepto El Salvador en donde
los negros fueron excluidos por la constitución), la francófona (con la
Guayana), la anglófona (con Belice y la Guyana), y la neerlandesa (con
Surinam). Los negros no volvieron a sus países de origen, pero iban conservando
los ritmos de los antepasados, que simbolizaban la vida y la muerte. Según la
función de la música, se usaba cierto tipo de tambor, y los nombres de los
tambores se traspasaban a los bailes. Ese significado secreto sólo conocido por
los labriegos o campesinos era observado desde lejos, pero con gran curiosidad
por los europeos. Y con mayor suspicacia, por la Iglesia. Los primeros grandes
musicólogos fueron los sacerdotes pues debían de conocer para discernir qué
bailes era mejor prohibirlos y cuáles no. En varias regiones se permitieron
ciertos bailes los domingos luego de misa, siempre y cuando no fueran
licenciosos. La iglesia católica permitía mejor la danza que el canto. A
diferencia de la protestante, que privilegió el canto en sus servicios
religiosos. Todo se hizo laico con el tiempo, los ritmos europeos y los
africanos se fueron tocando poco a poco, primero con la punta de los dedos, y
luego en libre contoneo. Decía que la brevedad es la enemiga de este pequeño
breviario. Algo nos dice, cuando la escuchamos, que es música del Caribe,
aunque no sepamos definir su esencia con exactitud. Cada pequeña subtrama de
esta historia tiene una moraleja propia. ¿Cuál será la que exprese lo que
ocurre en esa región? Tal vez, que conocemos la mínima parte, y que sólo un puñado
de géneros han inundado el mundo, secando las oportunidades de un enorme mar
musical.
Isabelle Leymarie. Músicas
del Caribe / Musiques caraïbes,
tr. de Pablo García Miranda. Madrid, Akal, 1998.
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