Hay que hablar de la vida, aunque sea una vez en la vida.
Aunque sea para poder decir: “Quién sabe”. Parece un tema para especialistas,
pero todos estamos directamente involucrados. Un día preciso en un sitio
preciso, ocurrió que una cosa que no estaba viva comenzó de pronto a estarlo.
No concibo que se haya hecho vivo “poco a poco”. Peldaño último de las
especulaciones. Corro a consultarlo en un libro, para saber si está ahí la
respuesta. Pero el libro está hecho con la misma materia orgánica. Y está
colocado entre los niveles de un librero hecho de células de madera. Como si
estuviéramos todos dentro de esa célula sólo que inconcebiblemente
multiplicada, células felices que no se preguntan de dónde vienen. Qué otra
cosa será la vida que un montón de seres que se comen entre sí para que la vida
se expanda hasta donde pueda. Suficientemente variada, tanto que muchos de sus
representantes se aterran cuando se encuentran. Cómo se agita la mosca cuando
se da cuenta de que está en medio de una telaraña. Viéndolo bien, no es lucha
por la vida ni muerte lo que tenemos aquí. A la vida en forma de mosca se le
seca la boca de pánico al ver cómo se acerca la araña, y a la vida en forma de
araña le brillan los ojos al ver que la presa no puede huir. Las emociones y
los conceptos de vida y muerte son visiones incompletas de la vida, lo
tendríamos que concluir todos, en hermandad con las arañas, las moscas y todos
los hacendosos trabajadores en la cadena de la vida. Lo que sigue no lo tendré
que discutir necesariamente con el molusco ni con el coleóptero ni con la
conífera. No a todos ellos les interesa saber si son únicos en el universo,
pues se conforman con bastante menos. Somos la frondosa germinación de una
célula única. Pero un solo arbusto de miles de ramas. Si hubo un árbol similar
en otra parte del universo o si la habrá, es mi pregunta. Si la existencia de
la vida es algo necesario en el cosmos, es demasiado poca la que hay como para
que esa premisa sea cierta. Si no es un proceso necesario, qué la hizo entonces
existir. Desafortunadamente, la ciencia ficción tiene muy poco que decirnos en
este tema, pues gran parte de las reflexiones de este tipo de literatura tienen
que ver con la esencia del ser humano, cómo es que en distintas épocas, en
distintas circunstancias, rodeados de otra tecnología, en distintos confines
del universo, el hombre sigue siendo el hombre, ese brote de la vida que planta
sus envidias y sus miedos en la tierra que pisa. Seamos serios, el hombre iría
de aquí para allá, colonizando el universo, en el mejor o en el peor de los
casos. Pero suponer que la vida más allá, en caso de que esté, sea como aquí,
que tenga una similitud, es pecar de ingenuidad. Quién sabe si podríamos darnos
la mano (qué tontería, cuál mano) con un ser criado en una atmósfera de
amoniaco. Y si nos disolveríamos en el elemento (para él) tan apacible. O si
ellos no se licuarían en nuestro inhóspito aire. Y qué dirían de nuestra
gravedad, tan poco apta para la vida. En ese viejo sistema solar no hay nada,
es casi impensable, han de decir en sus palabras impensables. Por mi parte, es
decir, desde mi árbol biológico, me pregunto si el camino que va de la primera
célula a la conciencia era un camino necesario, es decir, que no podía pasar de
otro modo. ¿Y todos los caminos de las vidas posibles concluyen en la
conciencia? Por supuesto que no creo en que la conciencia tenga como
descendiente a la inteligencia artificial, a la cual concibo sólo como una
metáfora que encierra operaciones complejas, un espejo de la conciencia mas sin
conciencia. En cambio, si hay seres que en otros sitios han logrado resolver
problemas para sobrevivir, la experiencia se tendría que condensar en un
pensamiento. ¿Sería universal?, ¿se podría construir un puente entre ellos y
nosotros? Una vez, frente al mar, en Acapulco, me asomé por un puente y vi unos
cangrejos. Recordé claramente cuando fui uno de ellos, caminando de lado sobre
las piedras; recordé la sensación de las olas sobre mi caparazón. Y no sé si fue
una memoria recuperada o inventada por el lenguaje, capaz de contener lo que
sea, incluso los pensamientos de un cangrejo. Caminaré, con patas de cangrejo o
con pies de humano, hacia mi asunto. Aunque para caminar hacia el asunto da
igual despojarse de caparazón y piel, pues es la palabra la que se arrastra
como un pez salido del agua buscando subir a un árbol. Subir para saber qué se
puede ver desde allá. Palabra, conciencia del universo. Palabra, que se posa
sobre otros planetas y los recorre a pie, descalza. Hay que buscar planetas,
pues la vida no se da probablemente en estrellas. Buscar condiciones
improbables pues, incluso en la tierra, los organismos se aferran a las
temperaturas más extremas, incluso se podrían encontrar seres vivos con una
base distinta a la del carbono. Si eso ocurriera, la definición de vida tendría
que ampliarse, para que nos incluya en una categoría al lado de seres de
existencia sólo posible. Qué extraña es la vida en estos términos, nada tiene
que ver con las cosas familiares, con el ave afuera de la ventana o la
bugambilia de aquí cerca. En el fondo, con uno mismo. Son reflexiones que me
han surgido de leer Vida extraña (Biblioteca
Buridán, 2015), de David Toomey, divulgador estadounidense de ciencia. “Vida
extraña” sería toda aquella vida hipotética que no pertenece al árbol surgido
de nuestro primer antepasado común. Hasta hoy no se ha encontrado un solo
organismo que no tenga que ver con nosotros. Pero eso no detiene la
especulación científica. La física cuántica enrarece lo que toca y hace de la
ciencia ficción un género casi sin imaginación. Y al tocar el terreno de la
biología, lo multiplica de una manera más que delirante. Si todas las
partículas se pueden acomodar en cierto espacio, y si existe un número
ilimitado de espacio, entonces todas las disposiciones son posibles. Lo que
quiere decir que todos los seres vivos deben de existir –incluso los posibles–
no una, sino un número infinito de veces. Los seres que no contradigan una ley
física están a una distancia inimaginable de nosotros. El más cercano de mis
dobles se encuentra a una distancia de 10(10)29 metros, cuando el
universo observable sólo tiene una extensión de 4 x 1026 metros.
Parece una especulación más. Sin embargo, escribe Toomey, “desde hace más de
medio siglo, ni un solo experimento ha contradicho las predicciones de la
mecánica cuántica”. Hay muchas consecuencias, yo ni siquiera las imagino. Sólo
consigno una, la de Barrow y Tipler, quienes, en 1986, pensaron que “las leyes
de la física y del universo están destinadas a producir observadores de estas
leyes y de este universo”. No se encontraba desencaminado Amado Nervo cuando
pensó que, si el tiempo es infinito y el número de partículas finito, las
combinaciones de la materia se tendrían que repetir en algún momento. Eso
quiere decir que lo que hoy vemos ocurrió en un pasado remoto. Por eso nuestros
continuos déjà vu son en realidad un
recuerdo repentino que nos llega desde fondo del tiempo. Vaya, qué gusto saber
que ahora mismo, en algún lugar, Amado Nervo está cayendo en cuenta de este
recuerdo.
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