¿Cómo viven
la vida las personas que consideramos más inteligentes? Para responder esta
pregunta hay que leer la biografía de Wislawa Szymborska. (Se pronuncia: shimbórska, con una reverencia al
final). Ya lo decía ella, la vida de un poeta, si la pudiéramos ver,
consistiría en observarlo acostado, viendo al techo, para luego pararse y
anotar algunas palabras en un cuaderno, y luego volverse a echar por un rato. Czeslaw
Milosz decía que escribía sus poemas paso a paso, desde el principio hasta el
final. ¿Pero, Wislawa? Ella, por el contrario, comenzaba desde el final, decía,
y así seguía hasta que escalaba el principio. Ponía en su cuaderno alguna idea,
y ahí quedaba hasta que pensaba que valía la pena usar la idea y meterla en
algún poema. Algunas ideas quedaron en él hasta cincuenta años antes de ser
aprovechadas. Todo lo guardaba en cajoncitos: sus recortes (hacía collages para
las postales que enviaba a sus amigos), los objetos que coleccionaba (le
gustaban los objetos kitsch, que
mostraran tensión entre lo ingenuo y lo profundo) y sus fotos. Y decía que el
mundo le debía un monumento al inventor del cajón. Le gustaba viajar, pero sólo
en auto, y con sus amigos. Lo que más le gustaba de los viajes era llegar a la
entrada del pueblo y retratarse frente al letrero de entrada. Muchas veces,
sólo le bastaba con retratarse frente a él y daba por visitado el lugar. Uno de
los sitios que más le honraba haber conocido –en cuyo letrero se retrató– fue
Neandertal. No conoció otro continente que Europa. Algún día la invitaron a
conocer Nueva York, en donde Woody Allen quería conocerla, pero finalmente, no
aceptó. El director de cine, después dijo: “Ella ejerce una influencia enorme
en el nivel de mi alegría de vivir… Me siento honrado porque sepa de mi
existencia”. También le gustaba dar cenas para sus amigos, las cuales iban de
sus grandes creaciones en la cocina a las alitas de pollo congeladas de
Kentucky Fried Chicken. En una ocasión, los invitados recibieron un menú
escrito a mano con platos muy elegantes, todos tachados. Abajo, sólo quedó un
plato, el más común, y eso fue lo que cenaron. Pero lo bueno venía después, la
rifa de objetos. Ningún invitado se iba sin un objeto ganado en la rifa,
cachivaches que mezclaban el mal gusto con el bueno. Le encantaba su juego de
salero y pimentero en forma de bustos de Goethe y Schiller, pero ése no lo
incluyó en la rifa. Las autoras persiguieron mucho tiempo la vida de la poeta,
regada en sus obras, pero encontraron poco, porque ella pensaba que el arte no
es lugar para confesarse. Ella misma no quería colaborar mucho en su propia
biografía, hasta que se dio cuenta de que era inevitable. Fue entonces que
aceptó una entrevista, y les dijo: “Está bien, precisemos”. No quería que se
creyera que la vida la había tratado sólo con palmaditas en la cabeza. Ahora
bien, ella hizo las reseñas más maravillosas sobre los libros más comunes, los
que se podían conseguir en el Polonia comunista y que a nadie le interesaban.
Libros sobre cómo poner papel tapiz a la casa, la vida de los escarabajos, yoga
para todos, enfermedades de las mascotas, las aves domésticas. Con esos temas
hizo breves obras de arte comparables a los ensayos de Montaigne.
Anna Bikont
y Joanna Szczesna. Trastos, recuerdos.
Una biografía de Wislawa Szymborska, trad. de Elzbieta Bortkiewicz y Ester
Quirós. Valencia, Pre-Textos, 2015. (Narrativa Contemporánea, 123)
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