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sábado, 31 de agosto de 2024

Paisaje e ideología



Éste es el libro (Última Tule) en que Alfonso Reyes expresa su idea de “América”: el continente presentido en la antigüedad, ubicado más allá del mar. Del otro lado de la masa del océano, una tierra en donde sembrar las utopías del Viejo Mundo. América ha sido entonces, la tierra de la libertad, país sin monarcas. Continente que sueña el fin de las fronteras (aunque en eso no va tan a la vanguardia). Es el libro en el que aconseja latín para las izquierdas. Sobre ese tema, tampoco sé qué tan avanzados vamos, sordo como soy para todas las lenguas. El latín cultivó una nueva mata literaria en nuestro continente, pues desde siempre ha sido lengua literaria. Los poemas latinos de la Nueva España entre los que disfruto Rusticatio Mexicana (1782), del padre Landívar, en que México es un territorio inmenso que va desde Centroamérica hasta Canadá. Poema que lo mismo canta a la vegetación centroamericana que a los castores del norte, cuando fueron mexicanos. El latín, desafortunadamente, fue la lengua de la reacción, de la nostalgia católica, aunque el paisaje mexicano floreció en los poemas de los árcades, aquellos viejos poetas, generalmente abogados o sacerdotes, que tradujeron la lírica latina y colocaron en ella nopales y cenzontles. Todo ese deseo resume el poeta Rafael López cuando se imagina la laguna de Chapala como “la tina del baño de Venus, bautizada y tapatía”. Hoy, más bien, el latín no forma parte de la cultura de la izquierda ni la derecha, por lo que sería buen tema para reflexionar, puesto que las principales ideas de cultura mexicana estaban cimentadas sobre el mundo grecolatino. El Ateneo de la Juventud construyó la idea de México como una continuación de ese mundo. México sería la más lejana de las floraciones de una cultura que surgió con Homero, Hesiodo, Platón… Pero esto ya lo he repetido mucho, lo más interesante sería saber en qué momento este plan intelectual se fue desbaratando. Tenía una gran fortaleza cuando se releyó La tempestad de Shakespeare y Ariel era aún el espíritu que unió a la juventud. Alfonso Reyes se interesó por el paisaje en la poesía hispana; y antes, Altamirano, inspirado por Schiller, pensaba que era necesario integrar el paisaje para la formación del nacionalismo cultural. Pero la integración de todo ese mundo natural estaba puesto sobre el racionalismo cartesiano que organizaba el mundo. José Carlos Mariátegui dejó escrito que la cultura de América se había dado en la zona de las mesetas, nunca el trópico había dado muestras de productos culturales, hasta la llegada del menos americano de los poetas americanos, José Santos Chocano, poeta verborreico, que miraba su propio continente desde fuera, con el punto de vista de los conquistadores, no de los habitantes originarios. Cumple cien años La vorágine, novela colombiana pionera en considerar el trópico como escenario artístico. García Márquez sería fruto posterior de esta exuberante flora narrativa. Ese mundo tropical parece ya un brote que no proviene del mundo grecolatino, es una diferente narrativa del paisaje. No trasplanta a Afrodita ni a Zeus a América. Todo esto, en cambio, es producto de una buena rama de la teoría literaria de América que tuvo injertos a lo largo de todo siglo XIX. Ya han sido demasiadas expresiones relacionadas con la agricultura, yo que no sé cuidar una sola planta. Sólo quería decir que no hay que perder de vista la geografía del arte americano en los último cien años, quizá ahí encontremos nuevas sugerencias, puntos de vista, relaciones del paisaje con la ideología, etc. Reyes menciona de pasada una novela que siempre he tenido apartada para leer, Pablo y Virginia (1784), de Bernandin de Saint-Pierre. Precisamente, su comentario dice que es un clásico literario de Francia que todos posponen para leer en el futuro. Me temo que la cola de libros pendientes es tan larga que este libro ha sido descartado definitivamente. Pero fue una novela intensamente leída por muchas décadas. Quizá, dicen, la importancia de este libro radica en que inició la búsqueda del paisaje opuesto a las églogas pastoriles y a la geografía apacible de Virgilio. Pablo y Virginia es una historia de amor que ocurre en la Isla de Francia, hoy Mauricio, esa pequeña isla más allá de Madagascar. Sí, la misma en que vivió el pájaro dodo antiguamente. La isla que representa, entonces, tanto la colonización como el ejemplo más famoso de extinción de una especie a manos del hombre. Busco mi ejemplar de la novela de Bernardin de Saint-Pierre y veo que tiene prólogo de Arturo Souto Alabarce, profesor de literatura española en la Facultad de Filosofía y Letras. No fue mi maestro, pero lo recuerdo caminando por los pasillos, yendo a sus clases. Escribe en su prólogo que esta novela sería una de las primeras en redescubrir el trópico que admiró Colón, y una novela que necesitaba encontrar una sociedad para describir diferente de la corrompida Europa. Pero en el centro de esta novela, dice con certeza el maestro Souto, existe una angustia, aquella que conforme crecía la sociedad humana perseguía al ser humano: la pérdida de la soledad. Esa angustia que es hoy preciada mercancía, pues los paquetes turísticos venden la soledad de las palayas remotas como su parte más preciada. Casi no tenemos derecho a esa soledad ideal y buscada, estamos sometidos a la baudeleriana angustia de estar “solo entre la muchedumbre”. Espero que pronto tenga yo el impulso de volver por este libro para leer la historia de amor que contiene Pablo y Virginia, mientras tanto seguiré postergando como toda la humanidad, la lectura de este libro. Lo que me ha llevado aquí es un comentario de Alfonso Reyes que me llamó la atención mientras leía su libro. Cuando estudiante de Derecho, Reyes visitó la Penitenciaría junto con sus compañeros. El Director les permitió ver la lista de los libros que se encontraban leyendo los reclusos. El famoso Tigre de Santa Julia estaba leyendo precisamente Pablo y Virginia. Reyes opina sobre este libro que representa esa idea tan del siglo XVIII en que la civilización tiene contacto “con el hombre candoroso y desnudo”. Y la Naturaleza, que al mismo tiempo creaba edenes para los amantes, los destruía con los cataclismos que creaba, matando a los mismos amantes. Deberíamos reflexionar sobre ese mundo soñado por los rousseaunianos: la visión del ser humano natural. No está tan extirpado de los intelectuales de hoy, todavía algunos miran con esos ojos el papel civilizador de las potencias colonizadoras de hoy. De hecho, hay que remarcar la palabra “colonizar” en todos los actos de los países invasores e injerencistas. No para desacreditar esta novela ni otras que se crearon con este espíritu, sino para completar el paisaje. Lo único que no se escucha es la voz de ese mundo natural, sobre el cual se tendría que construir un discurso, la respuesta a la mirada de los intelectuales que recogían parábolas, muestras de herbolaria, dibujos de especies animales, seres humanos… para deleite de los reyes en sus lejanas cortes.

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