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domingo, 4 de agosto de 2024

Loops 2. Una historia de la música electrónica en el siglo XXI, de Javier Blánquez



Este libro es una larga exaltación de la música electrónica. A estas alturas de la Historia, este tipo de música se ha filtrado sobre todos los sonidos de la actividad humana, de tal modo que prácticamente no hay sonido que no sea electrónico, es decir: sintetizado por una máquina. El ruido ambiente del siglo XXI es, en gran medida, electrónico. Es difícil separarlo de los sonidos naturales, y quizá inútil. Para qué. Sobre la base de los sonidos naturales, hemos construido una serie de sonidos, mecánicos, eléctricos, hasta llegar a la gruesa capa electrónica que subsume todos los anteriores. Hacer consciente esta serie de capas sirve para descubrir cómo es que los sonidos artificiales, creados por máquinas, intentan copiar la naturaleza, sustituir la naturaleza y crear algo nuevo jamás oído. Es una especie de esencia que corre por todas las venas. Quizá, como una primera categorización, esta música sea la opuesta al jazz, dado que funciona a través de loops, lo que permite que sirva como base de una creación en vivo o bien de una insistente repetición mecánica sin fin. Fue considerada, por muchos años, la música del futuro. Ese impensable futuro de que hablan las utopías o las obras de ciencia ficción. En algún momento, ese futuro quedó atrás, en el pasado, como una mala profecía. O como una profecía autocumplida: nuestra música futurista se creó en el pasado, se formó con la imaginación de los compositores de antes, que soñaron una realidad mecánica y mística. ¿Por qué la música electrónica puede ser al mismo tiempo la ensoñación de las máquinas y la supuesta visión musical del espíritu? Por más que pretenda conocer las diferentes variantes que se abordan en estas páginas, en la gran mayoría de los casos sólo me quedaré con la aproximación que impide conocer el verdadero fenómeno, puesto que la puesta en escena de un DJ o la noche de un club en Holanda requiere el contexto, el conocimiento de las subculturas, la disposición de los espacios y hasta la experiencia de la instalación sonora. Buscar la localización de un rave, mezclar la música con ácidos, vaciar la mente de conceptos para que sólo la habite el sonido… Todo eso pide una experiencia total. Pero el lector sólo puede recurrir a la exterioridad que significa el registro sonoro. Sin embargo, con eso me basta. Puede uno leer la música al igual que se leen sociedades, vidas, aunque sería deseable. Entre las muchas formas de narrar una historia como ésta, llama la atención una: cómo la música electrónica ha pretendido borrar esa concepción geográfica de la música. Ya no hay circuitos musicales, centros culturales. El centro en todas partes. Algo así, porque uno de los últimos fenómenos es el de la cacería de “beats”: en África, en Sudamérica, en los viejos casetes, en todas partes aparecen células sonoras que sirven para alimentar la creación musical. Se crea expresamente sobre lo ya creado. Se usa la nostalgia como material, pues todos reconocemos sonidos de otros tiempos, sólo que no nos habíamos dado cuenta de que habían ya pasado, y tampoco que tenían un potencial tan extraordinario. Los sonidos de las consolas de videojuegos, el viejo Atari, la música de películas de los años 70, los sonidos de las naves espaciales… Con todo y esas pretensiones ecuménicas, hay grandes formas. Por ejemplo, el hip hop y la música de los clubes de baile. Dice el autor, Javier Blánquez, que el primero apunta a la palabra, en tanto que la segunda, a la creación de texturas. El hip hop, una inmensa subcultura que incluso puede que contenga en un principio al reguetón, tiene implicaciones sociales, pues existe un hip hop político. Pero también incluye ciertas prácticas como la disputa entre rivales (feud beef) y los insultos de un rapero a otro (diss). El consumo recreativo de drogas, la fraternidad que espera el amanecer en comunión, la paz, etc., todo eso pertenece a los clubes europeos. El discurso del hip hop es: la ostentación de la riqueza, la objetualización de las mujeres, el machismo y la homofobia. Por lo menos, en gran medida, pues me refería a un hip hop político, dado que se reconoce como uno de sus principales pilares al colectivo artístico The Las Poets. Sus miembros –Jalaluddin Mansur Nuriddin, Umar Bin Hassan y Abiodun Oyewole– fueron inspirados por el poeta sudafricano Bra Willie exiliado en los Estados Unidos, quien dijo que su época sería la última era de poetas antes de toma total de las armas. Tocaban en las calles de Harlem, hasta que Alan Douglas (el productor de Jimi Hendrix) los llevó a grabar su primer disco. Los caracterizan los coros, los tambores y una voz principal que conduce la interpretación. En Niggers Are Scared of Revolution, decían: “Los negros tienen miedo de la revolución. Los negros aman todo menos a sí mismos”. Es poco lo que puedo saber de ellos, pero la activista negra Assata Shakur, escribió en su autobiografía: “The Last Poets, un grupo de jóvenes poetas negros, me impactó. Siempre había pensado en la poesía desde un punto de vista europeo, pero The Last Poets hablaban en ritmos africanos, cantaban al son de los tambores de África y hablaban de revolución”. Esa voz líder de las grabaciones se convertiría con el tiempo en el MC o Maestro de Ceremonias del hip hop. Sin embargo, este grupo no es una manifestación de la música electrónica; más bien, sus enseñanzas fueron absorbidas en los 70 por los artistas de hip hop. Si las ramificaciones de la música electrónica llegan a todas partes, las del reguetón son inmensas, y causan mayor oposición. No sé si el hip hop contiene el fenómeno del reguetón. Pero ambos causan una reacción tan extrema entre sus odiadores, que da mucho de qué pensar. Muchos comentarios sobre el reguetón dependen del clasismo y de opiniones racializantes, lo que causa la respuesta más provocadora de los reguetoneros. Esta música acostumbrada a la confrontación no tiene ningún remordimiento de expresar una serie de ideas políticamente incorrectas. Aunque, por otra parte, las propuestas más convencionales del pop lo van incorporando. Quizá el reguetón termine por ser asimilado por completo, pues la violencia verbal y el perreo serán neutralizados por la práctica. Me gustaría saber la relación entre hip hop y reguetón, los componentes ideológicos que comparten y que los distinguen. El autor de este libro no ve con buenos ojos a los representantes del “pop depredador” que devora al reguetón y lo incorpora a sus producciones. Mientras tanto, el perreo y las letras del reguetón se van convirtiendo en el discurso amoroso de grandes sectores. Para relatar la historia musical de los últimos veinte años se debe de comprender el reguetón (muy recientemente, aunque no es parte del mismo fenómeno: los corridos tumbados). Me parece fascinante su historia. Tenía la gran duda de saber cómo es que el reguetón proviene de la asimilación que los panameños hicieron de la música jamaiquina. La canción por la cual uno comprende esta relación es “Dem Bow” (1991), del cantante jamaiquino Shabba Ranks. Ahí está claramente el beat del reguetón, que después El General, cantante panameño haría en español como “Son Bow”. Los une a ambos intérpretes la homofobia y la insistencia erótica del ritmo. En el caso del General, las referencias despectivas a la comunidad gay de Nueva York que se reunía en la calle 42: “Todos los mariflores, ellos son bow / En la cuarenta y dos, buscando el blow”. Dem Bow: es expresión del inglés de Jamaica: “Don’t Bow to opression”. No te doblegues. No te empines. No te inclines. No hagas sexo oral. No tengas sexo gay. La homosexualidad como consecuencia de la decadencia de Occidente. Hay tantas y tantas ramas sugerentes en este libro, pero imposibles de continuar. Pero es necesario tenerlo como guía en este hipnótico mar musical.

 

Javier Blánquez. Loops 2. Una historia de la música electrónica en el siglo XXI (2018), epílogo de Ewan Pearson. Barcelona, Reservoir, 2022.

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