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sábado, 27 de julio de 2024

Alejandro Quijano, por Isidro Fabela, et al.



Cuando murió don Alejandro Quijano (1883-1957), sus amigos reunieron los elogios póstumos en un breve cuadernillo. Desafortunadamente, nada más que elogios huecos, palabras en torno a la amistad y a sus méritos que no guardaron nada de individualidad. Si fui a buscar algo en las páginas de esa rareza bibliográfica se debe a que estuvo entre los más cercanos amigos de Ramón López Velarde. Amigos de 1915: Saturnino Herrán, Julio Torri, Enrique González Martínez y Rafael López. Y entre ellos, algunos más, como don Alejandro, maestro de derecho administrativo, de prosa castiza y giros forenses. Pero nadie recordó en sus discursos que este académico de la lengua frecuentó los teatros de la ciudad con Ramón, y que sabía sus aficiones por las bailarinas. Qué nombres exactos danzaban sobre sus mentes. Anna Pavlova, Tórtola Valencia, Antonia Mercé “La Argentina”… “Bajo tus castañuelas se rinden los destinos, / y se cuelgan de ti los sueños masculinos”. Pero la escoba de la respetabilidad entró a barrer la biografía del homenajeado. Es una lástima porque supo los secretos del poeta. Varias veces debió de escuchar secretos centrales de su existencia. Algo le debió decir cuando le dedicó “A Alejandro Quijano” el poema a un candil que vio en una iglesia de San Luis Potosí y en el que se sintió reflejado. Algo, algo… Algo de esa existencia suya que zozobraba entre lo celeste y lo terrenal, como un bajel. Porque cuando dijo: “Soy activamente casto porque lo vivo y lo inánime se me ofrece como gozoso pasto”, tuvo que haber dicho más. Algo más, pero no lo dejó escrito el amigo hispanófilo y miembro de numerosas sociedades filantrópicas. El candil del poema es un exvoto que testimonia que alguien se salvó del naufragio. El folleto se abre con la foto del homenajeado en su biblioteca. Salvadas las décadas, en que han de haber naufragado los pudores, ¿será posible revisarla?, ¿habrá alguna clave, una carta? Margarita Quijano, a quien tampoco se menciona en la oratoria testimonial, era hermana de don Alejandro, pero fue además un gran amor de Ramón López Velarde. Tomaban ambos el camión que llegaba hasta Tacubaya, pero él se bajaba unas calles antes. Si no se saludaban era porque en esos tiempos se necesitaba que alguien los presentara. Ese amor es quizá el más misterioso de la poesía mexicana, comenzó un día 13, el día en que la vio por primera vez, aunque ya la adivinaba, y terminó quién sabe cuándo, “por mandato divino”. También entonces, se quemaban las cartas, se llevaban los secretos a la tumba y naufragaban algunas suposiciones en versos enigmáticos. Conservaré el folleto, sólo porque algo tiene que ver con López Velarde. Molesta que, el día del entierro del poeta, Alejandro Quijano pronunciara el peor de los discursos, con sentencias solemnes, y que se refiriera a los versos de Ramón como: “ora simples, ora complicados”. Mucho me temo que la profundidad de las confesiones del poeta no halló comprensión en el espíritu de su contemporáneo.

 

Alejandro Quijano et al. Alejandro Quijano. México, La Justicia, 1957.


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