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domingo, 7 de julio de 2024

Una deformación sin precedentes. Marcel Proust y las ideas sensibles, de Mauro Carbone



Recuerdan ustedes que Platón expulsó de la República a los poetas condenados por los delitos de deformar la realidad y de presentar no el ser de las cosas sino su apariencia. Sin embargo, el Tiempo es otro artista, deformante, que nos guarda en el desván y nos saca año tras año para retocarnos, a nosotros, sus extrañas obras de arte. Desafortunadamente, no podemos expulsar al Tiempo de ninguna de nuestras repúblicas ilusorias. Lo debemos de aceptar, y tenemos que asistir a sus retrospectivas. Nos convoca a mirar qué tipo de cosas se dedica a hacer, maravillas inconcebibles. También han de recordar que más recientemente, Marcel Proust se dedicó a buscar el tiempo perdido. Empresa inútil, pareciera, aunque no tanto. Se nos ha inculcado la idea de que el tiempo no regresa, mucho menos aquel que hemos perdido. Recordarán que la madre de Marcel, al inicio de su novela, le ofreció un poco de té y una magdalena, inútil no saberlo pues muchas veces es lo único que se dice de Marcel, quien tomó una taza de té, sumergió una cuchara en ella y lo probó. Por alguna razón, recordaba que los recuerdos se inflaron como esas miniaturas orientales que se inflan en el agua, dando como resultado flores, animales, juguetes… Pero no era eso lo que ocurrió al principio, sino la sensación de algo que venía de más allá, de la profundidad de las capas del recuerdo estaba por expresarse. Habría que explorar con el pensamiento, escarbar en la memoria vigorosamente. ¿Qué quiere venir del pasado remoto hasta este instante? Para lograr atrapar esa sensación que huye, el narrador de En busca del tiempo perdido intenta apartar cualquier idea extraña, como hiciera Descartes en otro siglo. Aquello de ser “un sujeto que piensa”… pero no funciona. Es inútil, no hay comunicación con esa realidad que quiere decir algo, como ocurre en varias ocasiones a lo largo de la novela. Momentos en que el protagonista se da cuenta de que la realidad está a punto de comunicarle algo, o más bien de revelarle algo que tiene él dentro de sí, pero que no se logra develar. La naturaleza se agita inútilmente, pero se lleva la clave de algo. La intención de Mauro Carbone, en el libro Una deformación sin precedentes, es penetrar detalladamente en la expresión de ese momento en que el espíritu extenuado recibe la aparición del recuerdo. Ese recuerdo específico es la revelación de una idea precisa. Es como sintonizar una frecuencia lejana, luego de caminar por mucho tiempo entre tinieblas. Por el país en que nuestra vida camina no hay bagaje que sirva. Ocurre que mi Ser me opaca. Si el fenómeno se ve desde sí mismo, se puede dar esa ilusión de coincidir con el centro visual del ojo que mira. En ese momento, Aquello y Yo se confunden en la Idea. Pero, nuevamente, esto ocurre luego de circundar inútilmente el objeto. Porque esa realidad es incompleta cuando está frente a mí, la miro sin entender, le falta completitud, como si dijera: plenitud. La realidad ahora, aquí, es un vaso que se está llenando y por lo tanto no está listo para ser bebida, puesto que la realidad se forma de memoria. Qué extraño descubrimiento. Para qué esta degradación del presente que tanto nos encomia la poesía latina y los anuncios de las aseguradoras. Resulta que el conocimiento se me dará cuando no lo busque, o luego de luchar inútilmente por lograrlo. Porque dice Marcel: “Las flores que alguien me enseña hoy por primera vez, no me parecen flores verdaderas.” Me quitas la plenitud de este instante, pero ¿qué me das a cambio? La verdad no está aquí, entre mis brazos, sino dentro de esa bodega que experiencias que somos. Por suerte adquiere sentido esta profesión de albergar sinsentidos. Porque, está bien, entiendo que es una falacia ese paréntesis que nos pide la Filosofía, que mi espíritu no puede suspender nada ni vaciarse de sí para volver a plantear de nuevo el Universo. Ese espíritu que pretende conocer está lleno de cosas. Me asomo a él y miro un día de campo con mi familia, un perro corriendo feliz, pero yo aterrado de que se pudiera perder. Un pastel y familia que me tardo en reconocer. Una casa abandonada en la lejanía, que causaba terrores exquisitos al recorrerla. Y cuando incluso siento el viento y los olores de entonces, me recuerda el ruido de un avión que no estoy allá, sino aquí. Más conocedor del ayer que del hoy. Que por alguna extraña razón, no se me arrebata ese momento perdido. Soplo las velas del pastel y curiosamente me miro feliz. Podría empezar a tejer la realidad a partir de ahí. Podría… En realidad tendría que decirle al río o al perro que amé: Quítate, no te busco a ti, busco una palabra, algunos símbolos, un sentido que perdí y que necesito anudar con este presente. Aquello invisible y que por esa razón no vi, pero que puedo buscar desde el Ahora. Más que objeto de conocimiento, el Ahora se me figura como una ventana desde la cual se pueden pescar algunas ideas trascendentales. Aparentemente, picarán en nuestra caña de pescar ya que hayamos fracasado en la lucha contra la falta de peces. Pobre Platón, será vapuleado nuevamente, porque en esa pesca literaria del día encontraremos un conocimiento real, abriremos un conducto que da directamente a nuestro ser y que nos proveerá de verdad, precisamente gracias a la deformación que el arte hace de la realidad. Hay un “Yo pienso” que nos habla al oído. Pero mucho tiempo después, escuchamos una segunda voz que vuelve a decirnos: “Yo pienso”. Es diferente, porque esa segunda voz sabe más que la primera. Esa segunda voz a la que muchas veces llegamos a través del psicoanálisis, descubierta por Freud, nos dice de nosotros algo que no sabemos. La primera voz, que se erige como conciencia y que pretende saber de nosotros, no sabe tanto. Y sabe muchas veces en sentido contrario a nosotros. Pero hay un descubrimiento mayor de Freud (según Merleau-Ponty): la idea de que existe un simbolismo primordial que está encerrado sólo para ser conocido por nosotros y que es el responsable de los sueños y, de manera más general “de la elaboración de nuestra vida” (p. 138). La infancia es una anticipación de la vida en tanto que la vida adulta vuelve a ella para atar un cabo suelto. Retomar para reestructurar, dice el autor del libro. Es famoso el buitre que Da Vinci vio en su cuna, entrar y poner sus plumas en la boca del niño. Ese no-recuerdo, porque pasó antes de la existencia de la memoria, fue una visión construida en el mundo adulto. Igualmente, la cantidad de detalles y reflexiones que construyen el mundo de la infancia en En busca del tiempo perdido son necesariamente añadidos posteriores, porque la niñez no tuvo tiempo de fijarse en nada ni de mirar con los ojos posteriores. En el recuerdo, toma su forma definitiva. Pero no soy yo quien piensa, en última instancia: “No soy yo quien me [hace] pensar como tampoco soy yo quien hace latir mi corazón” (Merleau-Ponty). No iré más allá, no preguntaré qué hay detrás del Yo, de cualquier manera, es una pregunta que me persigue, pero puesto que aquí en esta dirección no vive el Yo, no recogeré la carta que lo busca y quedará en el buzón, o pediré que se reenvíe la petición a su correcto destinatario. Acuso, sí, otra frase de Merleau-Ponty que me dejará pensando mucho más: que el psicoanálisis es la filosofía, no del cuerpo, sino de la carne. Eso, al menos, palpita en estas notas y paráfrasis que tomé al vuelo durante la lectura.

 

Mauro Carbone. Una deformación sin precedentes. Marcel Proust y las ideas sensibles Una deformazione senza precedenti. Marcel Proust e le idee sensibili (2004), tr. Eduardo González Di Pierro, revisión de la ed. Antonino Firenze y Josep Maria Bech. Madrid, Anthropos-Universidad Michoacana de San Nicolás Hidalgo, 2015. (Col Autores, Textos y Temas. Filosofía, 89)

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