¿Mi poética? Una ciudad en ruinas, grietas en
las vidas ajenas. Bueno, también en la
propia. Pero por alguna razón, me sostengo. Buscar la belleza no en lo que está por marchitarse, como los
antiguos modernistas, sino en aquello que
se puede reconstruir desde los vestigios.
Una ciudad que me recibió devastada, pues antes de 1985 no tengo recuerdos de ella. La que vi entonces, recuerdo,
tenía fisuras y era vieja, un caracol dejado en la playa por sus antiguos
habitantes. La vez que mi abuela me llevó a la
XEW y vi al locutor Pepe Ruiz Vélez y a
la cantante Lupita Corazón, la ciudad era otra. Qué lástima, no era nueva como en las fotos, como en el cine. Un sismo
estaba entre ella y yo. Escombros en el suelo,
cuerpos enterrados, esperanzas puestas a
secar. El libro que dejó ese mundo: Las
batallas en el desierto,
de José Emilio Pacheco. ¿Que fue escrito antes? No importa, no se puede leer sin pensar en la
destrucción, en los sentimientos dejados
por ahí, debajo de los escombros. A ver qué queda, se puede pensar, pepenar entre vidas ajenas, puede salir una
carta de amor, un zombie, una mirada perdida.
Perdida para siempre, luz sin destino.
Bien, por alguna razón todo se desploma. Todo se reconstruye y se intenta volver a vivir. ¿Para qué continuar, con qué
fin? ¿Esa pregunta pretendes responder,
curiosamente con el material del último
derrumbe? Modela un hombre, sopla para darle vida, y a ver a dónde llegas, a
dónde que no te alcance un sismo de unos
cuántos grados. Quizá a construir una voz que hable mientras el mundo no se
cimbre lo suficiente. Voz que es una argamasa, voz construida con fragmentos.
Si la escuchas bien, verás que tiene grietas en sí misma, y lucha continuamente
para parecer que es una sola. En cierto momento, llegué a sentir que escribía
siguiendo una voz, la cual me dictaba de manera constante. Un ritmo que seguía
fascinado, el cual creaba sin saber. Y luego, algo cambió. Una tensión de voces
que pelean por hablar, se muerden entre sí, se asfixian, todas quieren salir al
mismo tiempo. Y yo, mientras tanto, he perdido esa voz. Y buscándola me he
extraviado. Ya me ha ocurrido antes, así que no hay angustia, y aunque no hay
angostura, es difícil seguir adelante. Todo esto se ha construido sobre un yo hasta
dejarlo lejos, sepultado por influencias literarias, lecturas, retazos, restos
de un derrumbe. Y ahora, algo se ha movido, lejos, allá abajo. He de ser yo.
Pero entre yo y yo hay una distancia grande, una fisura nos recorre. En fin,
inútil buscarme, no me alcanzaré. Y lo que se construye está listo para ser
derrumbado. Si en mí hay un cambio, es lógico que acá, lejos, yo lo sienta,
como una repercusión, finalmente no puedo moverme de mí y entonces cerca estaré
del epicentro. Pero decía que un sismo abrió la ciudad y me la entregó como una
fruta sin cáscara para que la probara. Así entré a la ciudad, pisando
levemente, para que nada se moviera. Imaginando azoteas, perspectivas,
posibilidades de catástrofes, alternativas para salir corriendo. Todavía aquí,
a unas calles, hay un edificio derrumbado, legado del otro temblor, del viejo
temblor. El reciente me asaltó en la calle. De pronto, los Los árboles
comenzaron a bailar alegremente, los edificios parecían barcos en alta mar, en
un balanceo armonioso, alumbrados por el sol, el ritmo telúrico era vivo e
indiferente. Y abajo, las hormigas corrimos aterradas, indiferentes a la
belleza del mundo. Sacamos rápidamente conclusiones sociológicas, derivamos
aprendizajes útiles, probamos del fenómeno. Vagamos sin rumbo, es cierto, por
una ciudad desconocida. Sentimos el vaivén de las olas terrestres. Se recordó a
Esopo, al parto de los montes, y los medios acudieron a ver qué saldría ahora.
Pequeñita, apareció la fraternidad humana. Bueno, no tan pequeñita, pero sí de
vida breve. Si ese primer impulso fraterno logra sobrevivir, tiene la opción de
despojarse de esa inclinación a los aspectos sentimentales, y darle sitio al
compromiso. La mariposa que así resulte no revoloteará frente a la pantalla de
televisión, deslumbrada por los detalles de la última tragedia. Pues el
compromiso es abstracto, un punto de llegada a una idea hecha para un bien más
colocado más allá de las individualidades. Y yo que creí que nada optimista iba
a salir de un derrumbe.
Recuerdo las palabras del escritor francés Michel Le Bris, escritas luego del
terremoto de Haití, en enero de 2010: “Dany
Laferrière (escritor haitiano galardonado el pasado 4 de noviembre en París con
el prestigioso premio Medicis por su novela El
enigma del regreso) vuelve con nosotros por la tarde. Se nota trastornado. La
gente reconoció a Dany, se le acercaron, le apretaron la mano agradeciéndole
por su libro premiado que, según decían, les honraba. Dany se sentía en una
situación embarazosa: en estas circunstancias… un libro… Pero la gente
insistía. Le repetía que por el contrario, más que nunca necesitaba libros,
porque los libros dicen que en lo más hondo del ser humano existe algo más
fuerte que la desgracia.” El periodista puertorriqueño Huáscar Robles
Carrasquillo, que visitó Puerto Príncipe durante el terremoto de Haití de 2010,
escribió en Puertos
Príncipes. Temblemos todos (Cifra
Editorial, 2017) la experiencia de la desorientación: la sociedad derrumbada y
caminando en pasos hacia no se sabe qué parte. Puerto Príncipe destruido al
inicio de una tragedia de un solo acto. Derrumbado en segundos. Al regresar a
la isla, en 2014, descubre que la cultura es un cemento que reconstruye. Quizá
sea más duradero este cemento inmaterial. De hecho, sobrevive al derrumbe de
las sociedades.
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