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lunes, 8 de enero de 2018

Sismos

¿Mi poética? Una ciudad en ruinas, grietas en las vidas ajenas. Bueno, también en la propia. Pero por alguna razón, me sostengo. Buscar la belleza no en lo que está por marchitarse, como los antiguos modernistas, sino en aquello que se puede reconstruir desde los vestigios. Una ciudad que me recibió devastada, pues antes de 1985 no tengo recuerdos de ella. La que vi entonces, recuerdo, tenía fisuras y era vieja, un caracol dejado en la playa por sus antiguos habitantes. La vez que mi abuela me llevó a la XEW y vi al locutor Pepe Ruiz Vélez y a la cantante Lupita Corazón, la ciudad era otra. Qué lástima, no era nueva como en las fotos, como en el cine. Un sismo estaba entre ella y yo. Escombros en el suelo, cuerpos enterrados, esperanzas puestas a secar. El libro que dejó ese mundo: Las batallas en el desierto, de José Emilio Pacheco. ¿Que fue escrito antes? No importa, no se puede leer sin pensar en la destrucción, en los sentimientos dejados por ahí, debajo de los escombros. A ver qué queda, se puede pensar, pepenar entre vidas ajenas, puede salir una carta de amor, un zombie, una mirada perdida. Perdida para siempre, luz sin destino. Bien, por alguna razón todo se desploma. Todo se reconstruye y se intenta volver a vivir. ¿Para qué continuar, con qué fin? ¿Esa pregunta pretendes responder, curiosamente con el material del último derrumbe? Modela un hombre, sopla para darle vida, y a ver a dónde llegas, a dónde que no te alcance un sismo de unos cuántos grados. Quizá a construir una voz que hable mientras el mundo no se cimbre lo suficiente. Voz que es una argamasa, voz construida con fragmentos. Si la escuchas bien, verás que tiene grietas en sí misma, y lucha continuamente para parecer que es una sola. En cierto momento, llegué a sentir que escribía siguiendo una voz, la cual me dictaba de manera constante. Un ritmo que seguía fascinado, el cual creaba sin saber. Y luego, algo cambió. Una tensión de voces que pelean por hablar, se muerden entre sí, se asfixian, todas quieren salir al mismo tiempo. Y yo, mientras tanto, he perdido esa voz. Y buscándola me he extraviado. Ya me ha ocurrido antes, así que no hay angustia, y aunque no hay angostura, es difícil seguir adelante. Todo esto se ha construido sobre un yo hasta dejarlo lejos, sepultado por influencias literarias, lecturas, retazos, restos de un derrumbe. Y ahora, algo se ha movido, lejos, allá abajo. He de ser yo. Pero entre yo y yo hay una distancia grande, una fisura nos recorre. En fin, inútil buscarme, no me alcanzaré. Y lo que se construye está listo para ser derrumbado. Si en mí hay un cambio, es lógico que acá, lejos, yo lo sienta, como una repercusión, finalmente no puedo moverme de mí y entonces cerca estaré del epicentro. Pero decía que un sismo abrió la ciudad y me la entregó como una fruta sin cáscara para que la probara. Así entré a la ciudad, pisando levemente, para que nada se moviera. Imaginando azoteas, perspectivas, posibilidades de catástrofes, alternativas para salir corriendo. Todavía aquí, a unas calles, hay un edificio derrumbado, legado del otro temblor, del viejo temblor. El reciente me asaltó en la calle. De pronto, los Los árboles comenzaron a bailar alegremente, los edificios parecían barcos en alta mar, en un balanceo armonioso, alumbrados por el sol, el ritmo telúrico era vivo e indiferente. Y abajo, las hormigas corrimos aterradas, indiferentes a la belleza del mundo. Sacamos rápidamente conclusiones sociológicas, derivamos aprendizajes útiles, probamos del fenómeno. Vagamos sin rumbo, es cierto, por una ciudad desconocida. Sentimos el vaivén de las olas terrestres. Se recordó a Esopo, al parto de los montes, y los medios acudieron a ver qué saldría ahora. Pequeñita, apareció la fraternidad humana. Bueno, no tan pequeñita, pero sí de vida breve. Si ese primer impulso fraterno logra sobrevivir, tiene la opción de despojarse de esa inclinación a los aspectos sentimentales, y darle sitio al compromiso. La mariposa que así resulte no revoloteará frente a la pantalla de televisión, deslumbrada por los detalles de la última tragedia. Pues el compromiso es abstracto, un punto de llegada a una idea hecha para un bien más colocado más allá de las individualidades. Y yo que creí que nada optimista iba a salir de un derrumbe. Recuerdo las palabras del escritor francés Michel Le Bris, escritas luego del terremoto de Haití, en enero de 2010: “Dany Laferrière (escritor haitiano galardonado el pasado 4 de noviembre en París con el prestigioso premio Medicis por su novela El enigma del regreso) vuelve con nosotros por la tarde. Se nota trastornado. La gente reconoció a Dany, se le acercaron, le apretaron la mano agradeciéndole por su libro premiado que, según decían, les honraba. Dany se sentía en una situación embarazosa: en estas circunstancias… un libro… Pero la gente insistía. Le repetía que por el contrario, más que nunca necesitaba libros, porque los libros dicen que en lo más hondo del ser humano existe algo más fuerte que la desgracia.” El periodista puertorriqueño Huáscar Robles Carrasquillo, que visitó Puerto Príncipe durante el terremoto de Haití de 2010, escribió en Puertos Príncipes. Temblemos todos (Cifra Editorial, 2017) la experiencia de la desorientación: la sociedad derrumbada y caminando en pasos hacia no se sabe qué parte. Puerto Príncipe destruido al inicio de una tragedia de un solo acto. Derrumbado en segundos. Al regresar a la isla, en 2014, descubre que la cultura es un cemento que reconstruye. Quizá sea más duradero este cemento inmaterial. De hecho, sobrevive al derrumbe de las sociedades.

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