A causa del desdén cotidiano que sufre el nombre del músico potosino Julián Carrillo (1875-1965), me imagino que su aniversario 150, que se celebra hoy, pasará en medio del olvido. Creo que él supo gran parte de su vida que iba a luchar contra el menosprecio de su país y lo atribuyó a varias razones: a la enemistad de Carlos Chávez, sus triunfos juveniles en Europa y la envidia de sus contemporáneos. Y sin embargo me parece el más arriesgado de los músicos mexicanos, el que llevó al límite sus ideas en torno al sonido, llegando incluso a cuestionar la tradición musical cimentada desde tiempos de Bach (con su ciclo de obras El clavecín bien temperado).
Es cierto que adornó aspectos de su vida (como casi todos) como por ejemplo cuando dijo que había tocado bajo la dirección de Arthur NIkisch, en la Orquesta de la Gewandhaus de Leipzig –la misma que había sido dirigida por Felix Méndelssohn a principios del siglo XIX– aunque se sabe que nunca tuvo una plaza en ella. Luego de una larga temporada de triunfos en Europa, regresó a México para sufrir las obstrucciones de la burocracia de las escuelas de Música y el resentimiento de los músicos (eso es lo que él cuenta en sus escritos). Puede ser discutible, pero en nuestro país ciertamente no hay apasionados por las ideas y las obras musicales de Carrillo como sí los hay en otros países. Fue el caso de Leopold Stokovski (el director de las obras musicales de la película Fantasía, de Disney); él decía que: “la nueva música de Julián Carrillo es el único medio para acercarse a la naturaleza”. Y también escribió: “Con los dieciseisavos de tono empieza Julián Carrillo una nueva era en la música y yo deseo estar al servicio de la noble causa”. Cuando visitó Nueva York (en 1926) para difundir sus ideas en torno al Sonido 13, los miembros de la Liga de Compositores que sesionaba entonces se entusiasmaron con ellas y acordaron patrocinar un concierto para escuchar en la práctica esta teoría musical. Entre los miembros de dicha Liga se encontraban: Béla Bartók, Arnold Bax, Arthur Bliss, Manuel de Falla, Paul Hindemith y Ottorino Respighi. Este último acudió a los ensayos de la Sonata casi fantasía que Carrillo presentó en el Town Hall de Nueva York el 13 de marzo de 1926. Una de las dificultades que Stokowski veía en las obras del Sonido 13 era la dificultad para ser ejecutadas. Sólo para la Sonata, se necesitaron 48 ensayo de tres horas cada uno, para tocar esta obra que dura entre quince y veinte minutos.
Cuando era apenas un principiante, el maestro de música vio a Julián Carrillo tratando de tocar los intervalos entre las notas. Quizá, pensaba, ahí comenzó su interés por descomponer el sonido en partes más pequeñas. Es difícil explicar qué es el Sonido 13, porque no se trata de un sonido nuevo o una nueva nota. En realidad, es una especie de imagen poética, porque la música desde el siglo XVII se basa en el sistema dodecafónico: las doce teclas del piano, blancas y negras, que forman una octava. Al hacer subdivisiones mayores, Carrillo dio con las microtonalidades que lo llevaron a explorar un nuevo mundo. Con ese espíritu de descubridor de un universo sonoro, escribió una de sus obras más célebres, Preludio a Colón (1922), obra para soprano, cuarteto de cuerdas, flauta, guitarra de cuarto de tono y arpa de dieciseisavos de tono. Soprano con dieciseisavos de tono, me imagino. Conozco una grabación más o menos reciente (2017), de la soprano Mitsuko Shirai. Sí, en esta obra que cumple más de un siglo sobrevive ese espíritu de búsqueda. Transmite el asombro por algo nuevo y emociona. Entiendo las críticas que cita el experto Alejandro L. Madrid, en su libro En busca de Julián Carrillo y el Sonido 13 (Santiago de Chile, Universidad Alberto Hurtado, 2020), cuando dice que, en una mesa organizada por El Colegio Nacional, los músicos criticaron que a pesar de sus descubrimientos, Carrillo no cambió su retórica musical y se quedó en la estética romántica. Aunque este autor dice que esas críticas son “presunciones malinformadas”, o prejuicios basados en conocimientos parciales (a lo que debe sumarse el hecho de las pocas grabaciones de su obra). Yo agregaría, en defensa del compositor, que si bien Carrillo descubrió un lenguaje musical, la exploración y la construcción de las obras posibles no debería de recaer en él: era apenas un descubridor. Un artista de avanzada al que siguieron todo tipo de discípulos: ejecutantes, teóricos y hasta excéntricos y fundamentalistas. Pero la falta de curiosidad de los músicos posteriores y el prejuicio que lo rodeó pienso que son los causantes de la falta de obras basadas en esta teoría…
La teoría del Sonido 13 es una proyección basada en la historia de la escala musical. Así que expongo rápidamente las ideas de Carrillo. Fue un filósofo chino, Ling Lun, quien descubrió que los sonidos producen de manera natural más sonidos. Esa sucesión de sonidos que se crean a partir de una nota musical siempre tiene la misma proporción: de los primeros cinco sonidos se creó la escala pentatónica. Siglos después, un músico de la antigua Grecia, Terpandro, se atrevió a agregar tres sonidos más a la escala aceptada entonces, con lo que creó la escala diatónica (es decir, la actual escala mayor). Sin embargo, por considerarse que la lira de cuatro cuerdas había sido creada por los dioses, Terpandro fue obligado a romper las cuerdas restantes de su lira.
Mil años más tarde, en la Edad Media se experimentó creando escalas sobre las diferentes notas aceptadas entonces (sólo había notas sin alteraciones, es decir las teclas blancas del piano). Pero sólo se usaban seis notas, faltaba agregar una nota más para completar la octava: la nota si. Pero al agregarse apareció un problema: la combinación del 4 y 7 grado de la escala (fa-si) creaba una disonancia llamada “trítono” (a la que llamaban “la nota del diablo”), que lo monjes medievales resolvieron alterando la nota si para evitar el choque con la nota fa, y crearon el si bemol. Por esta razón, Guido D’Arezzo, que bautizó las notas musicales, sólo nombró seis: do-re-mi-fa-sol-la.
Más adelante, los teóricos del siglo XVI dividieron la escala musical en 12 partes iguales, creando la escala tal como la conocemos hoy. Al ser iguales las distancias entre las notas, es posible transportar las obras y tocarlas en diferentes tonalidades, lo cual no era posible anteriormente. Éste es el punto de partida de Julián Carrillo: la división en dieciséis partes cada intervalo creaba un mundo de microtonos, de sonidos nunca escuchados o sistematizados.
Uno de los aspectos que más desesperaban a Carrillo era que, con este sistema (el dodecafónico), cada una de las notas puede representar cinco sonidos distintos: do doble bemol, do bemol, do, do sostenido y do doble sostenido. No existe pentagrama posible para escribir la música de Julián Carrillo, así que decidió poner a cada microtono de sus instrumentos un número. De tal modo que sus “partituras” son una serie de números con plecas escritos sobre una sola línea.
Aunque construyó violines, arpas y guitarras para cuartos, octavos y dieciseisavos de tono, la gran empresa de Carrillo era construir una serie de quince pianos, a los que llamó “metamorfoseadores”, para ejemplificar los diferentes sistemas microtonales. Más adelante, decidió llevar a París su primer experimento en este sentido: el piano en tercios de tono. Su presencia en el Conservatorio Nacional de Francia impresionó especialmente a un joven discípulo de Olivier Messiaen, Jean-Étienne Marie (1917-1989), quien a partir de entonces se dedicó a profundizar en las ideas de Carrillo. Especialmente, se dedicó a combinar simultáneamente diferentes escalas microtonales (llamó a esta técnica “música politemplada”). Es decir, que uno de los más importantes músicos experimentales franceses fue discípulo directo de Carrillo.
Después de años de búsqueda, logró que la casa Sauter, de la pequeña ciudad alemana de Spaichingen, en la Selva Negra, se encargara de la construcción de la serie de quince pianos. Su deseo era que todos estuvieran listos para la Exposición Universal de Bruselas de 1958. Efectivamente, estuvieron a tiempo, sólo que al llegar a Bélgica, Carrillo se encontró con el museógrafo Fernando Gamboa, quien le dijo que no se molestara en desempacarlos y que los llevara directamente a su país pues no cabían en el pabellón mexicano. Fue el gobierno belga el que le ofreció el espacio necesario para sus pianos en la sala de exhibiciones del Palacio Real. El gran desánimo de Carrillo fue que por esa razón, en la medalla de oro que le otorgó Bélgica, no aparece el nombre de México, que no le brindó su pabellón, sino su solo nombre y las palabras “Sonido 13”. Al llegar a México, los pianos transitaron de bodega en bodega aunque el presidente Ruiz Cortines, al enterarse de que habían sido pagados con los recursos del compositor, ordenó que se le restituyera el dinero que había gastado. Después de varios sitios en que estuvieron guardados (principalmente en la casa del compositor, en San Ángel), hoy se encuentran en el Centro Julián Carrillo de San Luis Potosí. (Y eso que los hijos del compositor eran entonces el Rector de la UNAM y el Secretario de Hacienda).
Todo lo que dicen las biografías acerca de Julián Carrillo suena a una vida apacible… Por ejemplo: “Fue discípulo del compositor potosino Flavio F. Carlos”. Pero por las memorias del compositor nos enteramos de que en realidad fue “protegido” por el maestro Carlos para enseñarle música. Sólo que al llegar a la capital del Estado, proveniente de su natal Ahualulco (que se llama o se llamó un tiempo Ahualulco del Sonido 13), se dio cuenta que había sido adoptado por el maestro para que él, con su sueldo de $1.76 como timbalero en una orquesta, mantuviera a los 21 integrantes de la familia de su maestro…
A finales de la década de 1880, el maestro escribió una “polca imitativa” llamada Los tranvías, en que Julián Carrillo tocaba los timbales, los cascabeles de los caballos, los chicotazos del que lo guiaba, la bocina del tranvía y la máquina que marcaba los boletos. Pero la educación musical del maestro Carlos consistía en patadas y coscorrones cada vez que su alumno se equivocaba. (Por suerte, hay grabación moderna de esta “polca imitativa”).
Hay músicos que más o menos recientemente han grabado las composiciones de Julián Carrillo, y que han recibido la pasión de su legado, como Jimena Giménez Cacho y el guitarrista Ángel Blanco. Es poco, frente a las más de 300 obras que dejó escritas. Pero sirven para ir destruyendo el prejuicio construido hace décadas y que nos ha impedido conocer al músico con más originalidad y vocación de inventiva que conozco entre los mexicanos. Aunque yace en la Rotonda de las Personas Ilustres, considero que se trata desafortunadamente, de un desconocido…
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