El gozo de
terminar un libro y luego hojear las páginas para revisar todo lo que uno
subrayó, como un ladrón que va a revisar su botín, se multiplica cuando se
trata de un libro de Marcel Proust. La
fugitiva es la novela antes del fin, la penúltima parte de los siete libros,
en que la noticia de la muerte de Albertine llega abruptamente. Tanto que a
veces el narrador no se hace a la idea de que su amada está muerta. Eso se debe
a que estamos hechos de varios yoes y algunos de ellos saben las nuevas
noticias y algunos otros no. Así que nos vamos enterando de lo que nos va
ocurriendo en la vida con cierto retardo, en el mejor de los casos. Ahora, a
partir de las primeras páginas, la tarea de reconstruir con numerosos retazos la
personalidad de Albertine, la cual era en el fondo un misterio. Aquellos a
quienes amamos tienen una vida íntima muy interesante, pero desafortunadamente
vedada para nosotros, por lo menos mientras están con vida. Una vez muertos
comenzamos a conocer sus secretos. Mucho más rica la realidad de que nos vamos
enterando, ya que la imaginación es bastante rudimentaria y no nos permite ver
a las personas que están a nuestro lado. Y puesto que el amado es nuestro gran
enigma, deberá de existir alguien que nos lo revele. Debe de existir, pues
cuántas veces hemos sido nosotros quienes de una manera inocente hemos contado
la historia de cualquier persona a alguien ávido de conocerla. Esa búsqueda en
la obra de Proust choca con una circunstancia: que, por otra parte, pretendemos
crear una ficción en torno a nosotros, construir un yo para mostrar, un yo
interesado que busca el respeto, la estimación o la admiración. Desesperante
mercado de caretas que comercian con las expectativas de los demás. Porque resulta
que todo es obvio para los otros, menos para nosotros mismos. Entonces, para
más tranquilidad, sería mejor en esta larga comedia de enredos ponernos a
reflexionar acerca de la manera en que construimos las ideas que tenemos de los
demás, nuestros allegados. Un solo aforismo basta para ver cómo la mirada de
uno mismo mancha y distorsiona la percepción ajena: “No podemos quitarle la
juventud, cuando envejece, a una persona que conocemos desde que era joven”.
Igualmente, cuando los viejos nos cuentan su vida, los imaginamos viejos desde
niños. Qué incapacidad de penetrar en los demás, en sus vidas, en sus
pensamientos. Asimismo les ocurre a ellos, que no nos miran en nuestra
intimidad por lo que nos encontramos fatalmente condenados a vivir nuestros
recuerdos entre fantasmas, los habitantes de nuestro mundo interior, que sí lo comparten,
pero por desgracia no lo saben. ¿Es decir que no hay modo de obtener esa pulpa
de la intimidad amada? Sí, es posible, afirma el autor. No amando podríamos
obtener bastante más. Pero sin esa pasión, ¿qué nos importaría obtenerla?
Marcel
Proust. En busca del tiempo perdido: 6.
La fugitiva / À la recherche du temps perdu: 6. La fugitive, tr. de
Consuelo Berges, 6ª ed. Madrid, Alianza, 1981. (El Libro de Bolsillo, 132)
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