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viernes, 13 de septiembre de 2024

Emperador de Roma, de Mary Beard



Dice un lugar común: “No juzgues un libro por su portada”. Hice bien en seguir esta frase, dado que lo compré a pesar de que parecía la portada de un insufrible best-seller. Sin embargo, se trata de un texto refinadísimo en torno a la figura de los Emperadores romanos. Su autora, Mary Beard, es experta en Filología y conoce las recientes excavaciones arqueológicas, además de una serie de textos no literarios que dan luz en torno a siglos de dominio romano por Europa. Desafortunadamente, conocer el poder es un tema complejo, y su enunciación, un rodeo que puede causar desesperación. Para usar una metáfora adecuada a este tema, podemos decir que la autora parte de un bloque de mármol sin esculpir, de donde poco a poco se extraerá la figura de un hombre. Pero no es tan sencillo, aunque hay imágenes de estos gobernantes por todos los territorios en donde dominó Roma, ciertamente los poderosos dependen de las palabras de sus allegados o de sus enemigos. No sabemos con seguridad si Calígula nombró cónsul a su caballo a causa de su locura o porque era una manera de decir que incluso su caballo haría mejor el trabajo que los cónsules humanos. Las excentricidades, bien vistas, tendrán un lugar más modesto en la vida real, la cual está formada de una monotonía más vulgar. Así que nos tendremos que imaginar la vida de los Emperadores firmando papeles todo el día, oyendo asuntos de las diferentes provincias y resolviendo los problemas con el equivalente latino de nuestros modernos oficios. Sabemos de memoria muchos pasajes en que se pueden reconocer los nombres de Julio César, Octavio y Marco Antonio, pero eso se debe a que tienen mucho menos atractivo los legajos burocráticos asentados por siglos. Pero ignorábamos que el emperador Caracalla firmó un edicto que le dio la ciudadanía romana a los ciudadanos de todo el Imperio Romano que no fueran esclavos (alrededor de 30 millones de personas). Dice la autora que se trata de uno de los mayores agujeros en lo que sabemos de la historia romana, pues se ignora cómo ocurrió este hecho, para qué y sobre todo, cómo se enteraron de esta noticia los ciudadanos de todo el Imperio. A mí me entusiasma saber que los Emperadores vivían entre papeleos, pues yo tengo que firmar oficios y firmar de recibido, rubricar tres tantos y enviar antes de cinco días hábiles. Nunca he pretendido formar parte de una epopeya ni darle atribuciones extraordinarias al mítico aburrimiento de Sísifo. Pero como una compensación histórica, los Emperadores romanos podían dar fiestas únicas, como aquella vez en que el banquete se sirvió sobre lujosas embarcaciones y a lo lejos se miraban, entre las grutas cercanas, inmensas esculturas lejanas de los dioses favoritos. ¿Cuánto le costó al Emperador esta fiesta? Habría que buscar las monedas contemporáneas y preguntarle a la autora qué proporción de metal precioso tenían en esa época, para saber si había mayor o menor crisis en el Imperio. Es cierto, Nerón y la locura grandilocuente, las legendarias guerras y la emoción desconocida de descubrir nuevos países… pero desde que descubrimos el fluido burocrático del mundo, el número de oficio y el presupuesto anual autorizado, todas las cosas de la vida han adquirido un melancólico color opaco que envuelve hasta las glorias de los antiguos Emperadores.

Lisboa, 13 de septiembre

 

Mary Beard. Emperador de Roma. Gobernar el Imperio Romano / Emperor of Rome. Ruling the Ancient Roman World (2023), tr. Silvia Furió. México, Crítica, 2024.

sábado, 7 de septiembre de 2024

Obra. Poesía y prosa, de Oliverio Girondo



Cuando Oliverio Girondo (1891-1967) publicó sus poemas, debió de haber causado cierto escándalo. Luego, por mucho tiempo, dejamos de espantarnos de casi todo. Hoy, que nuevamente el puritanismo nos ha poseído, este poeta argentino debería de tener una nueva oportunidad. Primero no lo leía porque no me gustaba (por esa frase cursi dedicada a las mujeres: “no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar”). Ahora nuevamente, dejé de leerlo por la fascinación morbosa que me causa su poesía. Su angustia se contagia, es como un bicho que brinca de pronto y ya lo siente uno trepado en el pecho. Sospecho que, dada esa poesía abismal, Girondo compartía conmigo esos ataques de pánico que brotan cuando uno se topa en la calle, en los sueños, con un pedazo de muerte olvidado por ahí. Como colindamos con la muerte, esa parte del lenguaje que tiene frontera con el no-ser se deforma. Pierde esa concreción que, por otra parte, agradecemos diariamente. Mientras vivamos entre agua, plantas, vértices, uñas, dedales, ángulos, aromas, escaleras, enredaderas, polvo y faroles, destilamos seguridad. Damos un paso y encontramos un suelo firme que coincide con la percepción visual. Qué bien que el tiempo y el espacio nos confirmen lo que nuestro cerebro predice. Aprovecho para dar gracias a la causalidad. Cuánto hace por mí. Veo brotar cosas y es que ella tiene esa atribución en este universo. Vivo prendido en la telaraña de las cosas. Y me alegro de las leyes de Newton, que no me desamparan, y doy gracias a la relación entre forma y sustancia que impiden que no me deshaga y me vaya por la coladera. El lenguaje parece libertad, pero no es más que una red a la que llamamos sintaxis, parte de esa gran telaraña que conocemos como costumbre. Hemos pensado mucho con el pensamiento, pero quién sabe si con el subpensamiento, y más aún: con el traspensar. Allá dentro debe de haber algo, entre las antiguas marañas del meditar, muerto, otro yo antiguo, viejo, que no recordaba haber tenido. Así estás tú con tus tús, que te llevan a cuestas muerto. Pero si no se mete el dedo en esas cavidades inobvias no será posible encontrar el poema. De hecho, había olvidado al poeta que mencioné al principio de estas líneas. Joven poeta al que su padre mandó de viaje en su juventud, a conocer ciudades gracias a un pacto que ya hubiéramos querido: si estudiaba Derecho, entonces sería enviado cada año a Europa. Probó cada ciudad como si fuera fruto prohibido y probó el erotismo como si fuera fruto permitido. Entró a las ciudades a buscar mecanismos poéticos esenciales. Fue a ver el cante jondo con el mismo fin, y vio al cantaor lamentando el retardo de las mujeres con ayes que lo retorcían en calambres de indigestión. ¡El deseo hace gruñir hasta a los espectadores pintados en la pared! Pasea alegremente por las calles, sube con las calles que suben, baja con las calles que bajan, hurga fuertemente entre los colores y los aromas, hasta que esa mano impertinente deja de sentir la materia y siente el espeluznante pinchazo de la nada y de la muerte.


Oliverio Girondo. Obra. Poesía y prosa, 1ª reimp. Buenos Aires, Losada, 2015.