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sábado, 9 de febrero de 2019

Obras completas III, de José María Eça de Queiroz



José María Eça de Queiroz (1845-1900) murió casi ignorado, escribió Jorge Luis Borges. Por suerte, agrega, “la tardía crítica internacional lo consagra ahora como uno de los primeros prosistas y novelistas de su época”. Tal vez, pero no quiere decir que esa consagración le otorgue un pase automático para nuestros tiempos, por más que Borges diga que la evocación que Eça de Queiroz hizo de sus viajes por el Medio Oriente “perdura en páginas que muchas generaciones leen y releen”. Habría que preguntarle a la editorial española, Acantilado, la cual tiene buena parte de sus obras a la venta, si efectivamente las generaciones leen y releen las crónicas de este autor. Mientras leía sus ensayos, sus cartas y sus crónicas, pensaba cuánto me gustaría reeditar sus textos, compartir sus envidiables párrafos, dar a saborear el humor de sus frases. Aquello que la Historia nos da salido de los anaqueles, Eça de Queiroz lo entrega nuevo, lleno de sorpresa. Los militares egipcios del siglo XIX, los reyes de Oriente, el presidente de Francia… todos ellos parecen personajes de novela. Maravillosa es la visita –relatada en estas páginas– de Charles Darwin a la jaula de Pongo, el primer gorila capturado vivo, el cual llegó a Londres en 1877. Qué extraordinario debió de haber sido el seguir los sucesos contemporáneos a través de la prosa de Eça de Queiroz. Hoy todo eso es antiguo, exótico, pero bastante vivo en cada artículo. Dado que el libro tiene 1100 páginas a doble columna y en letra muy pequeñita, se pueden desenrollar en bastantes y apasionantes volúmenes. La cosa debió de ser originalmente así: el autor leía todos los diarios, hablaba con todos los diplomáticos, salía a platicar en todos los cafés y volvía a su casa a novelar y a reírse por escrito de los temas de moda. Trató muchos temas, demasiados. Es posible, no obstante, encontrar cierto hilo conductor: Eça de Queiroz amaba el Oriente, el cercano tanto como el lejano, y los países europeos también. Aunque habría que decir que las potencias amaban con apasionada codicia las riquezas de aquellos lejanos países. Por ejemplo, Francia, allá por 1897, se decidió un día a devorar a Siam (es decir, la actual Tailandia), y le pidió a este ingenuo, amable y pálido pueblo una inmensa porción de su territorio y una nada pequeña porción de su dinero. Con esa prudente manera de los orientales, Siam ni accedió ni se negó. Sin embargo, los orientales tenían entonces fama de duplicidad y de falsía, por lo que Francia sin más explicaciones bloqueó las costas siamesas. “Para las cuestiones coloniales ahí están los congresos y los tribunales de arbitraje”, escribe el autor. “Y una señora que recientemente, en un salón, consideraba como la cosa más pueril y grotesca que dos naciones tan elegantes como Francia e Inglaterra se batieran a causa de unos bichos tan feos como los siameses, establecía sin saberlo, la verdadera doctrina del siglo”. Ya las naciones europeas no rompen la dulce paz a causa de intereses orientales, escribe con cierta melancolía.

José María Eça de Queiroz. Obras completas III, recopilación, traducción, prefacio, acotaciones marginales y notas explicativas de Julio Gómez de la Serna. México, Aguilar, 1960.

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