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martes, 31 de diciembre de 2024

Thomas Mann, de Eugenio Trías



Thomas Mann fue un gran escritor, pero no sé si fue un gran filósofo. De hecho, Eugenio Trías (1942-2013) considera que no quiso serlo, pues su vocación fue narrar. Sin embargo, si se profundiza en la arqueología individual del novelista se puede construir filosóficamente sobre ella. Este libro escrito en 1978 fue un intento de desarrollar las ideas que se pueden extraer de la obra del Nobel alemán, sólo que se abordan desde un nivel personal. Desafortunadamente, dice el autor, ése sería tema de otro libro posterior. Mientras tanto, conformémonos con dar vueltas por los círculos infernales de la subjetividad. Estamos seguros, Eugenio Trías y yo (pues me sumo a esa idea), que la manera de salir de esos laberintos es salir a la vida social. (Qué raro que yo lo diga, tan ensimismado, pero tan decidido a salir de mí.) Curiosamente, eso es muy protestante: la tentación de los protestantes no es el sexo o el desenfreno, sino la tentación de la interioridad. Todos esos placeres de la carne son los obstáculos para la autoposesión, de tal manera que la verdadera tentación es la de convertirse en estatua de hielo, morar en las alturas nevadas. Una soledad que tiene el peligro de la recaída en “la homosexualidad, su vecindad más tentadora”. Pero también existe otra tentación, que proviene del exagerado espíritu crítico, la esterilidad. Curiosamente, hay un juicio negativo de los climas cálidos (la madre de Mann era brasileña). Pero ceder ante lo “meridional”, ante el clima cálido, significaría el reblandecimiento de la voluntad, el deshielo y la consecuente liberación de los fantasmas personales. Entonces, se confundiría lo objetivo con lo subjetivo. Descansar en las playas italianas, posarse en la chaise longue, significaría derretirse, perseguir la Pasión, como en La muerte en Venecia. Así que se derivan dos maneras de concebir la voluntad: aquella que se manifiesta como una pereza soñadora (la cultura meridional) y la embriaguez de la productividad contraria a la vida (el espíritu alemán). Sé que, como cultura, hemos tomado partido a lo largo de los años a elegir entre Alemania y Francia, fisura original que ha tenido consecuencias políticas e ideológicas. Con lo que quiera que eso signifique, el talento de Thomas Mann consistió en salvar ese abismo, el alma fría poseída por la fantasía. Fue el portentoso narrador de un siglo que comenzó con la esplendorosa vida burguesa que dio a Goethe y que terminó en los balnearios para curar la tuberculosis. Es decir, la crónica de una gran Decadencia. Dejo para el final la idea que más me inquieta, de las planteadas por Mann: la idea de que la cultura y el arte le pertenecen a Alemania, en tanto que la civilización y el progreso son ideas francesas. Ambas se oponen, por lo que la cultura y progresismo son incompatibles, lo mismo que el arte y la democracia. Es decir, “la inteligencia es de derechas”. Naturalmente, no comparto este planteamiento, pero se trata de combatirlo desde sus raíces míticas (el asesinato de Abel que condena a la estirpe cainita). Si quieren medir fuerzas con Trías y Mann, la discusión está a partir de la página 57.

 

Eugenio Trías. Thomas Mann (1978). Barcelona, Acantilado, 2017. (Cuadernos, 78) 

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