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viernes, 28 de mayo de 2021

Un picnic por el Otro (John Keats, a doscientos años)

 

Hace dos siglos murió John Keats a los 25 años. El mejor tiempo para morir. Después de esa edad, se acumula la vida y ya nada puede ser liviano. La vida se nos sale, como borra, por los ojos y por las orejas, se nos sale por la boca sobre el plato. Se nos cae de las comisuras cuando platicamos. Algo bastante desagradable. A los 25 años no ocurre nada de eso, nada nos ha desilusionado. No parecemos un muñeco de peluche usado. Tampoco tenemos tiempo para recurrir a metáforas extravagantes dado que nada se ha gastado. En el caso de Keats, él fue un poeta extasiado ante la vida de una manera ciertamente infantil y voraz. W.B. Yeats escribió que Keats fue “un niño con la cara aplastada contra el escaparate de una confitería”. Apetito por la vida, naturalmente. Pero quién sabe si tuvimos la suficiente solvencia como para comprar algún placer. Creo que no, regresamos por el camino sin nada en las manos. Ciertamente, no estoy seguro de que hayamos admirado a ningún poeta por sus buenos modales ante el espectáculo de la vida. La gula es uno de los pecados que nuestro nutriólogo nos ha aconsejado no seguir. Sin embargo, lo siguió plenamente este poeta, hasta el grado de hacerle torcer el gesto a varios de sus comentaristas; visiblemente, Matthew Arnold no estaba de acuerdo en el retrato que Keats había dejado a la posteridad en sus Cartas, libro que, decía, no debió de haber sido publicado. ¿Qué decir al respecto? Él mismo pensaba que no hay nada tan impoético como un poeta, nada tan falto de contenido como un creador de versos. Simplemente, no tiene identidad. Siempre, el poeta, busca darle identidad a otra cosa, a una flor, a una mujer, a la mañana rosácea. ¿Será que puede decir algo que brote de sí mismo? ¿Cómo puede ser eso, si, como ya dijo, no tiene naturaleza? En una habitación con demasiada gente, el poeta es cada vez menos él mismo. Vean que ocurre: el poeta, que vive en esa pequeña cabaña del Ser, sale a pasear, se encuentra con gente, se agobia en las calles, y cuando regresa a su pequeño cuarto se da cuenta de que no es él quien regresó a sí mismo. Sobre la mesa, al otro día, se encuentra una inquietud que no es la suya, la cual no se quiere ir nunca, persiste en el cuarto, junto al desayuno, le han crecido uñas, raíces, pelo, ojos, y no se quiere ir. Tocan a la puerta. ¿Quién es? Es el público que viene a ver qué has hecho con su inquietud. Nada, ponerla en versos, a ver en cuántos sonetos se dispersa. Y todo esto lo padece un joven indiferente a los aplausos, poeta que no soporta que lo metan a esos salones literarios en que se da la especie de los famosillos, regada por los vulgares aplausos. Yo –es decir: él– seguiría trabajando sobre ese soneto dejado incompleto al anochecer aun cuando a la mañana se destruyera y aun cuando nadie posara una mirada sobre él. Pero todo esto no lo dice el poeta, quién sabe qué alma está encarnando, quién sabe en lugar de quién está pensando. Y escribe con anhelo: “Ojalá la siguiente frase sea mía”. Yo pienso igual, ojalá las frases que me rodean sean mías, ya que ésta no lo es. Ninguna de mis frases me pertenece, siempre acarreando agua de otros molinos, siempre leyendo para merecer influencias. Siempre pensando que sólo los otros tienen voz. ¿Para qué busca uno “su voz”? ¿Para escucharla o para hablar a través de ella? Quiere decir que la voz poética se encuentra tirada por el bosque. No se construye. Claro que no. La encuentra uno en el camino y muerde, pica. Es un mosco insufrible. Ahora tengo que escribir como esa voz, de la cual no puedo decir que sea ajena pero tampoco que sea mía. A propósito, ¿quién está hablando? ¿Ese lejano y joven poeta o yo mismo, aquí, en un mundo despojado de toda poesía? Ah, no, nada que ver. Hay una diferencia esencial. Así como yo, así como otros, que vamos a tientas por los caminos de lo potencial, quizá logremos ver algo. Pero John Keats –lo dice Julio Cortázar– nació fruto. Nada de flores anticipatorias. Nada de embarazos poéticos, anuncios. Es el nacimiento de un joven que decide ser poeta. Ser poeta es una elección existencial que ocurrió en 1817, de ahí que fueran nueve años, casi una década de frutos poéticos. Nuevamente, la mala educación de no respetar la educación literaria: las lecturas, el estudio, la perseverancia en la preceptiva, los viajes que instruyen, etc., todo en orden. Y no esa vanidad de elegir la poesía y serlo repentinamente. Hay algo vulgar e innoble –escribe Arnold– en darle rienda suelta a los sentimientos, en abrir la herida del amor como una herida supurante ante los alumnos de medicina que quieren saber todo acerca de los sentimientos que hay que guardar decorosamente. Pero este joven, como dijimos, quiso sumergirse en las sensaciones. Hasta sus poemas que narran amores antiguos, medievales, sangran con sangre intensamente roja. Puede ser que a partir de aquí se abra, frente a nosotros, una bifurcación. Dice Keats que hay dos tipos de vidas: aquellas que son comunes, y otras que adquieren cierto valor y que, por tanto, son una continua alegoría: “Shakespeare llevó una vida de alegoría: sus obras son los comentarios sobre ella”. Naturalmente, nosotros vamos como un rebaño, por el camino de las vidas comunes. Las otras son difíciles de descifrar. No podemos llegar a ver el misterio de Shakespeare, el misterio de su vida. Los demás ni siquiera contenemos un misterio, lo cual resuelve buena parte del problema. Por alguna fuerte inercia nuestra literatura durante cierto tiempo volteaba a ver a Francia, y aunque ciertos poetas tenían predilecciones por algunas formas del Romanticismo inglés, ciertamente no sé de muchos caminos que lleven a ese mundo (y eso que no han de haber sido indiferentes a Villaurrutia, porque hay una poética del sueño, una madurez del alma que logra el conocimiento onírico). En realidad, Keats es para mí un reguero de papeles a mi alrededor, libros que no alcanzo a comprender del todo, cartas que leí para entrar a una pretendida intimidad que no pude descifrar, una personalidad tan joven como compleja, misteriosa. Hablando de misterio, hay uno que me atrae: en 1952, Julio Cortázar escribió un extenso libro sobre este poeta, una especie de diálogo con su vida y con sus poemas, pero por alguna razón sólo se dio a conocer, póstumamente, en 1996. Cuando Keats conoció a Fanny Brawne, la amada de su corta vida, escribió el poema La víspera de santa Inés, el cual desmenuza Cortázar finamente: explica cómo “Madeline” sueña con un amor y realiza un ritual para volverlo realidad; esa misma noche, “Porfirio” se cuela en su habitación. Mientras ella sueña en el amor, él la posee en la realidad. Siendo ésta una moderna balada medieval, ocurre en un castillo, durante un festín nocturno. Al otro día, todos los habitantes del castillo, ahogados de vino, no oyen que los amantes se fugan para vivir su amor. Sin embargo, no hay nadie que los persiga, como a Tristán e Iseo. Éstos se desvanecen en el bosque y se funden en el amor. Finalmente, aquellas frases que subrayé en mi libro de Cartas de John Keats, que me atrajeron poderosamente, también atrajeron a Cortázar: esa insistencia de Keats en sentirse invadido por la personalidad de aquellos que lo rodeaban, ese convertirse en los demás. “Poética del camaleón”, la llama. Se trata de una cacería del Ser, un asedio del otro. Un procedimiento poético que funciona por aproximación y que culmina en el desencanto porque es imposible perderse en otro. Ay, el triste camino de regreso a uno mismo… Por suerte, ya no hay espacio para abordar ese tema.

lunes, 24 de mayo de 2021

La nueva edad oscura. La tecnología y el fin del futuro, de James Bridle



La computación se ha metido por todos los rincones de nuestra vida, incluso los más insospechados. Las aplicaciones saben incluso cuántos segundos miramos una imagen o cuánto tiempo podemos pasar sin acudir a ellas. Con todos nuestros datos pesan, miden, cuentan, y se forman una idea bastante aproximada de nuestro ser. Quizá no lo puedan explicar, aunque eso tal vez sea cuestión de tiempo. Ante esta minuciosa jaula que confecciona alrededor de nosotros, deberíamos detenernos a pensar. Hagámoslo un poco, aun cuando para reflexionar necesitemos de un teclado predictivo que nos ponga palabras como escalones, pues de algún modo sabe qué palabra estamos buscando en nuestra mente. La computadora nos la entrega en la mano con un halagador servilismo. El autor de este libro nos recuerda que la computación nació para registrar un fenómeno muy preciso: predecir el clima. Si se divide el mundo en cuadrantes y se pueden medir de manera inmediata las condiciones climáticas de cada uno de ellos, se tendrá un poder único sobre el mundo. Ese conocimiento en tiempo real se podrá extender a todos los dominios del ser. Nosotros, todos, le damos a la Máquina parte de nosotros, una cantidad incontable de información, que ella clasifica, categoriza, y la cual nos es devuelta en forma de: sugerencias. Espejismos. Nada existe con menos imaginación que este mecanismo que supone que seremos lo que fuimos. Cosechamos mucho de lo que le damos, es cierto. Con Google translate quizá se debería de intentar una nueva Torre de Babel, aunque naturalmente Dios se valdrá de nuevos recursos para tirar derrumbar por el suelo nuestras pretensiones. ¿Qué les parece un ciclón, una humedad creciente, el calentamiento global que hará incosteable la tecnología? No es Dios el que está detrás de estos cambios, es algo más secular, pero tiene su espectacularidad. No los defraudaré, se le oye decir. John Ruskin aparece citado en este libro: él estudió la historia de las nubes, las buscó en los antiguos y supo mucho de ellas, lo suficiente como para darse cuenta de que había visto una forma de nube por primera vez, en 1884. La humanidad no había visto antes esta especie: es negra, no trae lluvia, los rayos del sol no la atraviesan y las aves le huyen. Era la nube de la contaminación, la cual volaba alegremente por los valles de Inglaterra. Desde entonces, no ha hecho más que crecer. Sobrevuela envenenando todo aquello que cubre. La serpiente se muerde la cola. Vean como: el derretimiento del permafrost cambiará las condiciones atmosféricas de tal modo que la tecnología se convertirá en una actividad impagable. Por un momento, en la historia de la humanidad, la tecnología se convirtió en un promontorio, un sitio desde el cual podíamos verlo todo. Pudimos abismarnos al ver las provincias aisladas del conocimiento. Naturalmente, ha sido un instante, un punto en la historia del mundo. Al igual que aquella nube siniestra, también sobrevolé por este libro contemplando atractivas pesadillas, por lo que he olvidado concentrarme en aspectos más sombríos, para espanto de los posibles lectores.

 

James Bridle. La nueva edad oscura. La tecnología y el fin del futuro / New Dark Age: Technology and the End of the Future (2018), tr. Marcos Pérez Sánchez. México, Debate, 2020.

viernes, 21 de mayo de 2021

Moriré callando. Tres poetisas judías: Gertrud Kolmar, Else Lasker-Schüler, Nelly Sachs, de Rafael Gutiérrez Girardot

 


 

Y los libros, ¿para qué? Supuestamente, para sumergirse en su lectura y olvidar la vida, pero con la esperanza de emerger de ellos listos para comprenderla y afrontarla. Pero no ocurre así, pues al involucrarse con ellos lo más habitual es que nos enredamos con otras vidas, las cuales tienen una relación casi metafórica con la nuestra. Intentar comprender a otros no es garantía de ninguna sabiduría, de ahí que muchos eruditos se encuentren entre aquellos que más desconocen el mundo que los rodea. ¿Será necesario crear una teoría que una el mundo de la lectura con la realidad, ya que muchas veces nos provee de verdades demasiado generales? Una manera de volver al mundo con los resultados de las búsquedas de la salvación interior que muchas veces nos sumergen en las ondas de las páginas impresas. No tengo respuesta, de todas maneras mi pregunta adolece también de haber sido demasiado general. Sin embargo, siempre es bueno naufragar en la lectura con una pregunta como salvavidas. Al menos, ésa es mi práctica más constante, aun cuando mi pregunta se vaya transformando durante el viaje. Rafael Gutiérrez Girardot (1928-2005), el gran crítico colombiano, toma las vidas de tres poetisas judías, Else Lasker-Schüler (1869-1945), Nelly Sachs (1891-1970) y Gertrud Kolmar (1894-1943). Dado que todas coincidieron casi medio siglo en la Historia, algo deben de tener en común. A cada una de ellas le corresponde una relación con un destacado intelectual: Else tuvo una relación literaria y amorosa con Gottfried Benn, Nelly con Paul Celan, y Gertrud fue prima de Walter Benjamin, una de las pocas personas a quienes mostraba sus poemas. No podré decir mucho, sólo que fueron autoras que decidieron escribir mientras el mundo de la cultura padecía la culpa de crear luego de que existiera Auschwitz. Y si yo escribo sin antes haber realizado un ritual de perdón, se debe a los altos poderes de la inconsciencia, la cual nos impulsa a emitir una pregunta antes de detenernos a pensar cualquier cosa. Else escribió una novela epistolar, Mi corazón (1912), la novela de la bohemia de Berlín, cuyas cartas no parecen haber sido escritas, sino que asemejan grabaciones magnetofónicas. Puesto que no ha sido traducida, no sabré por qué tienen valor acústico más que escrito y por qué esta descripción de la vida artística está hecha sin sistema, con descuido y por qué es un “verdadero terror para los germanistas”. Ella publicó, más adelante, en 1932, Concierto, uno de los últimos libros publicados por un judío en Alemania, antes del ascenso de Hitler. “Concierto” es sinónimo también de orden y armonía, temas algo atípicos para una condenada a la falta de destino. A pesar de que la fatalidad apremiaba, tuvo tiempo para reflexionar sobre el amor, para ensalzar la sexualidad siempre y cuando fuera aquella que busca el paraíso perdido del amor. Serían deseables más traducciones de sus obras, pues parece que ninguna de estas tres autoras ha hablado mucho en español. Tampoco en su idioma, pues fueron amordazadas y pisoteadas. Así que tuvieron que hablar su silencio con las herramientas de su lengua.

 

Rafael Gutiérrez Girardot. Moriré callando. Tres poetisas judías: Gertrud Kolmar, Else Lasker-Schüler, Nelly Sachs. Barcelona, Montesinos, 1996.

miércoles, 19 de mayo de 2021

Poesía, de Manuel Gutiérrez Nájera



 

Nuestra opinión en torno a las obras completas ha pasado por varias etapas. Desde nuestra absoluta preocupación por recuperar incluso el último de los papeles anotados por alguno de los autores que más admiramos, hasta la sensación de que algunos escritores son afectados por la excesiva curiosidad de los recopiladores. En el caso de los poetas pienso que existen aquellos en que la lectura de un poema nos lleva a buscar el siguiente. Pero también se encuentran los que (como decía Borges) necesitan de las antologías. En muchos casos, señalar un poema de entre una multitud ayuda a apreciar la excepcionalidad de los versos. Creo que eso pasa con nuestro Duque Job, degustador único de la capital porfiriana e inverosímil adicto a la escritura. Leí todos sus poemas y volví a pensar que lo mejor era destacar algunos de sus ellos, como si le pusiera una flor en el ojal, tal como lo pinta Diego Rivera en su famoso mural. No más de quince poemas sería mi pequeño ramillete. Y serían aquellos que las generaciones de sus lectores han destacado. Sólo que yo quisiera explicar por qué he tomado los mismos. Se debe a que la obra poética de Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895) me parece que transita por varias etapas, muchos de sus poemas son narrativos, como se acostumbraba en el Romanticismo. “La Duquesa Job”, de 1888, es más atrevido en numerosos aspectos, pero especialmente en que al contar una historia, realiza numerosas elusiones. No la cuenta sino que la sugiere, a diferencia de otros poemas suyos que son un relato en forma. Gutiérrez Nájera sería un precursor en el sentido de que la mayoría de sus poemas, siempre elegantes, siempre delicados, parecen del lado de allá, del lado de los lectores acostumbrados a las formas y contenidos del Romanticismo español. Naturalmente, hablo desde mi cómoda postura de lector actual. Eso quiere decir que me faltan muchos elementos, como aquellos que manejaba Justo Sierra, el primero entre los lectores de este poeta. Existían entonces soles literarios, se llamaban Castelar, Echegaray y Núñez de Arce, pero el Duque Job decidió salirse de esa órbita y descubrir una nueva belleza en Francia. El proceso de ese tránsito se mira en sus poemas, las palabras del español se sienten tocadas por la lujuria de unas manos sorprendidas. Leo todos sus poemas, aquellos que hablan de las novias pasadas, del perro Bob, de la urna diáfana del verso… En varios de ellos se presienten los futuros Luis G. Urbina, Salvador Díaz Mirón, Manuel José Othón, etc. “Mis enlutadas”, que fue escrito en 1890, duele como si hubiera sido escrito en las noches cercanas en que uno quisiera igualmente descender por la gruta de una tristeza íntima. Pero además anuncia futuros estremecimientos, pues no dejo de pensar en algunos poemas de Ramón López Velarde cuando lo leo. Pero hay otro que me asombra, “Tristissima Nox” (1884), el cual me parece que no pudo ser escrito sin conocer el Primero sueño de sor Juana: “La noche no desciende de los cielos, / es marea profunda y tenebrosa / que sube de los antros”. Poema que lanza una cuerda al no muy conocido pasado colonial. En fin, murió a los 35 años, no dejó de aprender de la vida, y eso que ya era un maestro. Quizá conozcan el final de la historia: numerosos poetas jóvenes escucharon su voz desde sus lejanos pueblos y se decidieron a venir a la capital para seguir la vocación que él les había despertado. Por desgracia, cuando llegaron el joven Duque ya había muerto. Pobres poetas, se encontraron con que la prosaica vida real no era tan bella como las ensoñaciones de su ídolo… Así que decidieron prolongar esa extraordinaria ilusión por algunos años más.

 

Manuel Gutiérrez Nájera. Poesía, facsímil de la ed. de 1896, pról. Justo Sierra, ed. y presentación de Ángel Muñoz Fernández. México Factoria, 2000.

domingo, 16 de mayo de 2021

Grecia en Alfonso Reyes


Tengo una Grecia, pero no es la que está por ahí hoy al borde del mar. La mía es una que soñaron allá por 1908 unos jóvenes que leían juntos a Platón. Una noche entera la dedicaron a leer El banquete, y salieron a la madrugada embriagados de helenismo. Como una vieja ánfora rota y recién desenterrada eran ellos, hasta que ante los ojos de Grecia tomaron novedad. Un antiguo árbol que tenía sus raíces lejanas dio un último fruto del otro lado del mar. Se sintieron (aquellos jóvenes a que me refiero) presentidos. Allá en el pasado se hablaba del reino de Tule: es decir, el reino que quedaba del otro lado del mar, lo más lejos al occidente, más lejos incluso que el último letrero que marcaba el fin de la tierra conocida. Allá había un rey –según un poema de Jules Laforgue– que quiso perseguir al sol que se ocultaba bajo el mar para envolverlo en un sudario que él mismo le tejió. Pero no era el último extremo, todavía faltaba más tierra. No un velo tejido por un rey sino un largo sueño helénico envolvió el nuevo continente que fue construyendo la imaginación a lo largo de siglos. No estaríamos completos hasta no formar parte de esa comunidad llamada Occidente, con ciertos relatos comunes. Antonio Caso, sí, el anfitrión de las reuniones de lectura, él escribió bastante, al final de su vida un extraño retrato de Aristóteles que quizá algún día pueda yo comentar. José Vasconcelos también; aunque de otro modo, pero también existe Grecia en muchos de sus actos, por ejemplo al publicar la mejor traducción de Homero en sus “clásicos verdes”, la de Luis Segalá y Estalella (aunque no le dio crédito). Allá, del otro lado de esta madeja de pensamiento, están los griegos, tranquilamente meditando, en sus prolíficas caminatas. De este lado de la madeja, nosotros, en un mundo tan extraño que difícilmente podría encontrarse alguna relación. Grecia, de pronto, brotó en un siglo de guerras. Pienso que ese helenismo interior consistía, de algún modo en darle un orden interior a esa destrucción cotidiana. Categorizar de acuerdo con un ideal hallado en la literatura y en la filosofía. Hasta cierto punto es curioso equiparar helenismo y Revolución Mexicana, parecen dos mundos que no se tocan. De aquellos jóvenes, el que más tiempo dedicó a meditar Grecia fue Alfonso Reyes. Es cierto que el tema lo acompañó siempre, pero su dedicación casi exclusiva se dio una vez que regresó a México, luego de su misión diplomática, es decir, entre 1939 y 1955, aproximadamente. Teresa Jiménez Calvente, en el prólogo a su selección de Alfonso Reyes, Grecia (FCE, 2012), establece algunos círculos concéntricos que van desde la historia de Grecia hasta enfocarse en la obra de Homero, pasando por el pensamiento griego, las creencias y los mitos, y la literatura. Desde que Reyes escribió estos textos hasta hoy, se ha dado una polémica cíclica en torno al valor de este trabajo, generalmente cuestionándolo. Pero Grecia es la construcción literaria y filosófica de un escritor que prefirió ir a esa región sólo con el pensamiento. No me parece que sea un conjunto de ruinas esa obra, sino una proyección personal de un escritor. Una red –la misma tal vez que la del poema de Laforgue– que envolvía también la noción de un país, México. “Póngale Juanita en donde dice Ifigenia, y superamos el problema del extranjerismo”, le replicó a sus enemigos. Desde este punto de vista, naturalmente, faltan tantos aspectos de Grecia, pero son los aspectos que no le interesaban a este autor. Pienso en qué autores se han lanzado posteriormente a realizar un trabajo de tal envergadura y recuerdo las traducciones de Rubén Bonifaz Nuño. Pero ocurre que el pensamiento de Bonifaz es una especie de alquimia que mezcla en una obra todos los aspectos que le interesan como poeta: el mundo prehispánico, el hermetismo, la Edad Media, etc. En cambio, en Reyes hay una relación metafórica entre México y Grecia. Son dos realidades que transcurren paralelamente pero reflejándose mutuamente. Por un lado, los viejos mitos griegos cristalizados en poesía esconden un referente histórico. Reyes recuerda a Evémero, el filólogo de la época helenista, que planteó que los personajes míticos son la máscara de un personaje real que no conoceremos. Se enmascararon con el arte para poder existir. Viven literariamente y tienden a hablarnos de nosotros antes que de su tiempo (privilegio destinado a los filólogos y a los especialistas: aquellos que tienen lentes para ver a través de los versos). Los demás no, no podemos, nos vemos a nosotros cuando intentamos mirar dentro del arte. En vano ensayaríamos una voz que les recuerde algo a los Hombres. Sí, las aguas del Leteo nos impiden ver los reflejos de las estrellas que nunca vimos. Desafortunadamente no tengo capacidad para abundar en esta idea poética: nunca veremos lo que inútilmente nos está diciendo el arte que veamos. Siempre será un paño invisible o no que nos está solicitando lo imposible. Veremos el reflejo de un artista o, bien, sólo a nosotros mismos. Por otra parte, la poética convexa que le corresponde a ese cóncavo es: la realidad de hoy comenzada a embozar de tal modo que parezca helénica. Lo comenzó a hacer con Ifigenia cruel (en 1924) y continuó su método hasta Homero en Cuernavaca (1949). Dado que no es posible ir a preguntar, ni al personaje, ni al poeta, ni al poema, ni a nadie, si es verdad que le ocurrió aquello que dicen los rapsodas o los sonetistas, es mejor preguntar lo que nos ocurre a nosotros mismos con la lectura aun cuando tampoco sobre ese tema tengamos una clara respuesta. En el fondo, Grecia, los mitos, los rapsodas, todo eso, no nos sirve para llegar a ninguna realidad. En gran medida porque nos concretamos a los recursos exegéticos. Hay más sustancia en la Filosofía, en las artes visuales, la Historia, para alcanzar a vislumbrar cierta realidad. Y también hay sustancia en el método de trabajo de Reyes, el cual consistía en levantarse a escribir diariamente, seguir con un plan de trabajo; de hecho: con varios planes simultáneos. Aclarar el panorama gracias a los esquemas, e ir llenando poco a poco las cuartillas, sin mucho interés en el punto final. Sólo después de un tiempo se sabrá si efectivamente se llegó a algo, si el texto es digno de ordenarse definitivamente. Son los apuntes de un eterno aprendiz. Eso ha sido también cuestionado de él. Como lector, me considero su acompañante en su viaje. Si yo lo hubiera intentado solo, habría naufragado casi en el momento de zarpar. No habría visto mucho, me habría perdido de vellocinos, de vistosas armaduras, de bellezas únicas. Al releer estos apuntes –que le permitieron ser interlocutor de los principales helenistas de su tiempo–, se tiene que volver a armar el rompecabezas de Grecia con nuevos elementos de las ciencias particulares, la filología, la arquelogía, etc. Todo, para volver a un punto de partida enunciado por Reyes: el humanista no se interesa por las discusiones internas de esas ciencias particulares, se basta con los cortes de caja de cada una de ellas, con el fin de hacerlas dialogar. El agua clara de las conclusiones. Creo que ya lo he dicho. Quizá, no importa. El propio Reyes se reescribía, y uno necesita volver a decir ciertas cosas nuevamente, ya sea porque no existe suficiente énfasis en uno mismo, o porque no hay tiempo suficiente para ir a buscar en aquello que uno mismo ya escribió. Ante el tiempo que se va, mejor insistir con las mismas palabras.

 

Alfonso Reyes. Grecia, pról. Teresa Jiménez Calvente. México, FCE-Cátedra Alfonso Reyes del Tecnológico de Monterrey-f,l,m., 2012. (Col. Capilla Alfonsina, 8)