Otras entradas

sábado, 30 de noviembre de 2024

Denis Johnson, un insuficiente retrato



Leí hace muchos años esta novela, El nombre del mundo, de Denis Johnson (1949-2017) y quedó en mi memoria un recuerdo desdibujado. Volví a tomar el libro para recuperar esa historia, pero no desapareció esa sensación de falta de precisión. Más bien, me di cuenta de que la imprecisión es uno de los intereses de esta novela. Lo leí la primera vez cuando él estaba vivo; la segunda, varios años después de su muerte. La ambigua tristeza de su relato me siguió en ambas ocasiones. No sabría decirles cómo empieza, ni hacia dónde se dirigía su historia cuando cerré sus páginas. Pero puedo comenzar a recordarla, sólo para ustedes, porque es un autor que creo que es importante, aun cuando yo no sepa de su importancia. Creo que debería de volver más adelante a él, puesto que autores tan leídos como David Foster Wallace y Chuck Palahniuk reconocen una influencia importante de sus obras. El primero escribió que Johnson, después de su inicio como autor de horripilante poesía lírica, intentó la narrativa con los cuentos de Hijo de Jesús, llenos “de arrastrados y de inútiles y de sus brutales redenciones”; pero que su magnífica prosa, de lo mejor de los años 80, tiene frases como ésta: “Estaban rodeados de hombres que bebían solos y se asomaban desde su cara”. Palahniuk, por su parte, considera que hay dos tipos de escritores: los que vienen del mundo académico, con textos recargados y sin ímpetu narrativo, y los que vienen del periodismo, que, con un lenguaje claro, cuentan historias llenas de acción y de tensión. Entre los ejemplos que enlista como parte de sus influencias se encuentra el mismo libro, Hijo de Jesús. Como ejemplo de un gran cuento, menciona “Sucia boda”, en que el narrador está esperando mientras su novia está teniendo un aborto. Se le acerca una enfermera para decirle que ella está bien:

–¿Está muerta? –pregunta el narrador.

–No –dice la enfermera, estupefacta.

Y el narrador responde:

–Casi desearía que lo estuviera.

“Esto deja pasmado al lector, pero también crea una ‘autoridad de corazón’. Sabemos que el escritor no tiene miedo de contar una verdad espantosa. Puede que no sea más listo que nosotros, pero sí es más valiente y sincero. Eso es la ‘autoridad de corazón’” (en su libro Plantéate esto: Momentos de mi vida como escritor que lo cambiaron todo).

Autoridad de corazón: dejaré en el secador trastes esta frase, a ver si la puedo utilizar. Pero hay algo que se encuentra en mi mente antes de siquiera comenzar a hablar de El nombre del mundo: esa sensación de que la novela transcurre en esos recurrentes espacios del mundo norteamericano que consta de carreteras y enredados caminos con casas ocultas entre ellos, con pequeñas coagulaciones urbanas que apenas constan de una gasolinera, una tienda, el correo y pocos sitios más, a donde los habitantes acuden algunos días a la semana y a veces se encuentran en la iglesia o en las escuelas. Leo que Denis Johnson murió en el pequeño poblado de Sea Ranch, un sitio lejano, al norte de California, con apenas un poco más de mil habitantes. Lo distintivo de este lugar es que ahí vivió el arquitecto y diseñador Al Boeke, quien pensó que el viejo rancho de ovejas que fue Sea Ranch podría convertirse en un refugio para diseñadores, un sitio inspirado en los kibutz que conoció en su infancia. Esa especie de dictadura estética de Boeke prosperó, y numerosos arquitectos se inspiraron en las cabañas que parecen inacabadas, llenas de tragaluces, rústicas y rodeadas de las inmensas secuoyas del paisaje. Ahí tuvo su última casa Denis Johnson, con libros de W.G. Sebald y del poeta Jack Gilbert, no sé en qué año, pero la novela que leí parecía inspirada en paisajes distantes, boscosos, en que la sociedad humana es parte pequeña de la naturaleza. Buscando en internet encuentro un bello párrafo de Alan Soldofsky, director de Escritura Creativa de la Universidad Estatal de San José:

 

No puedo evitar pensar en las diversas encarnaciones de Denis que encontraría a lo largo de los años. El Denis con el que me encontré con su saco de dormir, mendigando frente a Cody's Books en Telegraph Avenue en Berkeley, donde yo trabajaba en ese momento. El Denis que acababa de salir de su adicción y estaba aprendiendo a ser católico practicante, a quien le pedí que me cuidara en una casa en el norte de Oakland durante unas tormentosas vacaciones de Navidad cuando mi exesposa y yo llevamos a nuestro hijo recién nacido de regreso a Iowa, en Amtrak, para conocer a los abuelos. El Denis que escribió periodismo extenso desde zonas de guerra para revistas como Esquire, que fue trasladado en avión a lugares peligrosos, como Erbil, durante la primera guerra iraquí. El Denis que escribía extraordinarias obras de temática teológica, a menudo sobre Casandras, psicópatas y asesinos en serie, a veces en verso, y que ayudaba a los productores de la Compañía de Teatro “Campo Santo”, de San Francisco, a poner las obras en escena, a veces poniéndose un cinturón de herramientas para ayudar a construir los sets. El Denis que realizó giras de promoción de libros, dio lecturas en San José State y en Stanford (por invitación de Tobias Wolff) y contó historias sobre cómo contrajo malaria dos veces mientras estaba en África y apenas logró salir. El Denis que ganó el Premio Nacional del Libro de Ficción en 2007 por su novela épica sobre la guerra de Vietnam, Árbol de humo. El Denis que publicó por entregas su novela negra en Playboy. Y finalmente, Denis, el hijo pródigo, que cuidó a su madre durante sus últimos días en Scottsdale. (En Los Angeles Review of Books, 6/9/22)

 

Pero me alejo mucho de lo que quiero escribir. Quiero decir que El nombre del mundo se cuenta desde el presente. El protagonista recuerda un fragmento de su historia. No es mucho lo que sabemos de su pasado e ignoramos todo de su futuro(nos lo revela en los últimos párrafos). Su memoria más o menos se enfoca en una etapa de su vida: unos años después de que su hija y su esposa murieran en un accidente automotriz. Narra el tiempo en que su vida quiere recomponerse, pero está el tiempo en su contra: sus colegas organizan una cena en su honor, y en medio de ella se da cuenta de que el motivo es su despido. Maestro de una universidad, está a punto de ser echado de su oficina para que llegue una persona más joven. Al mismo tiempo, conoce a una joven artista de performances cuya juventud lo seduce. Recuerda de ella algo muy preciso, sus ojos: ojos azules que te destruían la mente. Ojos dignos de compasión. Pero finalmente, ojos que se diluyen en el recuerdo de ese condado que el protagonista está a punto de abandonar para siempre. Esa indefinible sensación de recrear con la memoria el pasado y darse cuenta de que en él estaba una pertenencia sentimental, que duele si se toca nuevamente. Qué tristes y desabridas saben las reuniones mensuales de los maestros del departamento de Historia. Tienen el mismo sabor que el recuerdo de una cena en casa de un notable novelista consagrado, en que es invitado un joven escritor que pone en jaque con sus comentarios al anfitrión. “Los personajes de sus primeros libros eran diferentes entre sí. Usted realmente conseguía mostrar todo un mundo… Ahora lo único que hay en sus libros son personas cubiertas con joyas, personas que navegan en yates, personas en cenas de estado…” Es triste ver a los personajes ablandarse como galletas remojadas en el café mientras los evoca el narrador. Ninguna revelación, desafortunadamente no son magdalenas remojadas en té. Qué decepción en estos recuerdos que no emanan ningún descubrimiento al ser desmenuzados. Pero asimismo, ¿dónde están todas esas discusiones literarias que tuvimos en otros años? Vimos a tantos enarbolar un ideario, hace tiempo que lo olvidamos si es que alguna vez lo tomamos en serio para discutir. Simplemente dije poco de esta novela, porque fue para mí apenas el vislumbre lejano de un atractivo escritor. Pero hay algo importante, quizá sí, una revelación a final de cuentas. Todo ese pasado sin trascendencia queda atrás. Al abandonarlo sin remordimiento, el protagonista nos avienta su novela para alejarse alegremente: “he continuado desde entonces, día tras día, viviendo una vida que no ha dejado de parecerme absolutamente fascinante”.

 

Denis Johnson. El nombre del mundo The Name of the World (2000), tr. Rodrigo Fresán. México, Mondadori, 2003. (Literatura Mondadori, 201) 

sábado, 23 de noviembre de 2024

Vida pasión y muerte de Violeta Parra, de Roberto Parra



Lo que nos parecería maravilloso, casi inimaginable: ver a Violeta Parra por los pueblos de su infancia (¡Lautaro, Villa Alegre, Chillán!), le fue dado a su hermano Roberto (1921-1995). Así que se decidió a escribir la vida de su hermana, en pasajes que escribía en sus cuadernos y retocaba sin fin. Creía que le saldría tan fácil como su obra La negra Esther (la más vista en la historia del teatro en Chile), pero tomar el lápiz y llegarle dolores de cabeza y náuseas, era lo mismo. “El que se atreva a escribir sobre esta divina mujer, tiene que arrancarle una hoja a La Biblia”, dijo Nicanor Parra. Es tan difícil esta tarea, que el autor prefiere remitir al lector a las hermosas estrofas sáficas de Nicanor, en que le dice a su hermana:

 

Basta que tú los llames por sus nombres

para que los colores y las formas

se levanten y anden como Lázaro

en cuerpo y alma.

 

El idioma salía de los Parra en forma de estrofa, más comúnmente las décimas. A Violeta le brotaban, Roberto las sembró en sus cuadernos. Era una pasión sin freno por el folklore chileno, por bailarlo, cantarlo, tocar las sirillas, las refalosas, las tonadas, los parabienes y las cuecas, cuyo ritmo usó Roberto para contar su vida en las calles. Y Violeta… ella le escribió una cueca a su hermano que parece reproche y comprensión de esa vida (“Por pasármelo tomando”):

 

De balde me aconsé…

(¡caramba!) que deje el vi…

Yo sordo como ta…

(¡caramba!) de los camí…

 

Ahora bien, yo tuve mis propios cuadernos en que apunté todas las canciones de Violeta Parra, para tratar de imaginarla obsesivamente. Pero eso ya lo conté tantas veces. Sólo que no sabía que su hermano quiso dejar ese testimonio sobre las primeras canciones compuestas a los doce años –a lo lejos la cordillea del Ñuble– y sobre los vecinos que llegaban a tocar a la casa familiar para pedirle a la madre, doña Clara Sandoval, que la dejara ir a tocar a las fiestas. Con las monedas que traía de regreso se compraba la comida de la familia. Pero antes, un poco antes, cuando aprendió a tocar la guitarra, pidió permiso para salir a tocar a los mercados, canciones de moda, de 1927, que se cantaban en todo el continente: “Celosa”, “Japonesita”, “Besos y cerezas”, “Ladrillo” y “Cantando”. Los títulos los dejó escritos Roberto, que volvió y volvió sobre esos momentos, con anotaciones en verso, de los cuales desaparecían las vocales y las consonantes, y en que las palabras se agrupaban como querían. Estrofas masticadas que brotaban sin freno como el español de las cordilleras:

 

salia por la mañana

ante que rayara el sol

consu cara de arebol

acantar violeta parra

 

Lo mismo los renglones de las conversaciones: “violeta no tele bantente hoy dia atravajado mucho mijita”. “gue mo mama pero manana tempra nito me voy lajente me quere mucho”. En sus cuadernos guardaba cada palabra caída de la memoria. La niñez de Chillán y la imagen de su hermana lo acompañaron durante sus años de alcohol, cárcel y vagancia. Por eso Violeta lo retrató, en su cueca, desamparado y pobre. Lo hizo como hizo todo en la vida, con comprensión y belleza:

 

Ahora soy pajarí…

(¡caramba!) sin arbolí…

 

Roberto Parra. Vida pasión y muerte de Violeta Parra, ed. Miguel Naranjo Ríos, 2ª ed. Santiago de Chile, Ediciones Tácitas, 2017. (Col. Vox Populi)

martes, 19 de noviembre de 2024

La obediencia nocturna, de Juan Vicente Melo



Compré La obediencia nocturna, de Juan Vicente Melo (1932-1996), en la librería El Juglar, que ya no existe. Recuerdo las noches en que leí, en las calles, en mi cuarto, el largo pasaje del perro tigre con que inicia esta novela. Esa larga evocación de infancia en que el protagonista y su hermana encuentran un perro en el jardín, y lo adoptan y lo esconden en sus cuartos. Perro silencioso que nunca los delata y al que llamaron perro tigre, ¿existió realmente? Como eran los días en que entré a la carrera de Letras Hispánicas, el mundo se parecía a la extraordinaria novela de Melo. Ahora que los recuerdos de esa época me parecen como narrados por este escritor veracruzano, pienso en cómo coinciden con estas páginas. Si vuelvo a entrar a las clases de Huberto Batis, lo evoco de nuevo platicándonos de Juan Vicente Melo y de su alcoholismo. La novela está dedicada al padre del autor y a Batis, por lo que Melo aparecía en las anécdotas cotidianas de nuestras clases. Fue la novela que me recibió en la Facultad, así que no puedo más que agradecerle el delirio, la sensación de irrealidad de entonces. Pienso en el narrador que cuenta su primer día de clases en la Facultad de Medicina, y cómo de inmediato ejerció un encanto sobre sus compañeros, especialmente sobre Enrique, el más guapo, el más agradable del salón. Pero no es cierto, cada página de la novela es desmentida por la siguiente. No hay más que soledad, indiferencia y persecución. Y la promesa de una mujer, Beatriz, a la que tiene que conocer. Beatriz ha oído hablar de ti, le dicen al protagonista: “No dejó de mostrar su asombro e insistió todavía más en conocerte… Posiblemente esté enamorada de ti”. Qué más me gustaría que usar los recursos de esta novela, por medio de los cuales Melo logra hacer de la noche una sustancia alquímica, que transforma la realidad. Envueltos por la noche, los hechos recubren otros hechos. Siempre una alucinación es sucedida por otra que dice: Yo soy la real, antes de disolverse. Tienes que conocer a Beatriz, le dicen constantemente. Pero el protagonista no llega a la cita, siempre algo interfiere. Y Beatriz se oculta siempre, quizá muera antes de ser alcanzada. Quizá es la vecina, esa vieja cantante de ópera que nunca sale de su departamento. Quizá… Lo más seguro es que esa realidad que no termina de ser aprensible es la encarnación del delirium tremens, la circularidad de la locura que trae el alcoholismo. Así es que no sabemos si el recuerdo es una realidad encerrada en el pasado, o si esta realidad nuestra no es más que un recuerdo de otros. Siendo así, quizás tú no seas tú. Y yo no sea más que la máscara prestada momentáneamente a otro. El intercambio de papeles que representamos, y que nos parece el dinamismo de la realidad, tal vez sea sólo la manera en que se presenta la inmovilidad mítica: el personaje persiguiendo a Beatriz, pero ella no lo conducirá por ningún cielo, pues el infierno de la alucinación no admite guía. Tanto que me gustaría decir de esta novela, pero todo se ha disuelto. No sé bien qué es lo concreto, lo que en realidad pasó. Pero sé que un misterioso señor Villaranda le envía al protagonista un cuaderno con el fin de que lo traduzca, pero el contenido no tiene traducción, o bien la traducción es ilegible. Entonces, en medio de la desesperación, el protagonista grita, buscando a Beatriz, pero su sonido es no-concebible. Por esta razón, esos gritos fueron dibujados por Mario Lavista. Sin guía, las calles no tienen sentido. Uso la palabra “sentido” en los diferentes sentidos de la palabra. A veces, todavía, yo también recorro las calles buscándoles sentido, como ya dije, en las diferentes acepciones.

 

Juan Vicente Melo. La obediencia nocturna, 1ª reimp. México, ERA, 1987.

sábado, 16 de noviembre de 2024

Tela de sevoya, de Myriam Moscona



En cuanto uno comienza una investigación –no sé si a ustedes les ha pasado–, los sueños comienzan a convertirse en colaboradores. Entonces convocan a los vivos y a los muertos. Los muertos son convocados en las madrugadas y se presentan de maneras extrañas, o bien se muestran indiferentes ante nosotros. Aprovechamos para preguntarles cosas que teníamos pendientes hace mucho. No recuerdan, desafortunadamente. Y los vivos, ellos… se muestran sorprendidos de ser interrogados en el terreno de nadie de los sueños, de manera que no responden. Así le ocurre a la protagonista de Tela de sevoya, a quien yo no sabría desligar de la autora que conozco. De tal modo que no sabría si las cuentas familiares que cobra en estas páginas son suyas o las de un personaje similar a ella. En todo caso, yo no tengo ganas de preguntarle nada a los aparecidos de sus sueños. Ella emprende la tarea de hablar de su lengua familiar, el ladino, y de Bulgaria, la tierra que le dio hogar por siglos a su estirpe. Cargaron con su idioma por siglos y por países, la propia lengua debe de tener sus secretos. La autora dice algo que me llama la atención: que los placeres que se gozan en el sueño no se ponen en la cuenta de los placeres vividos. Los placeres soñados son como la sombre de un placer. Inútil desmenuzarlos con la memoria. Cuando intenta trepar por el árbol genealógico, se cae. No llega mucho más allá de su abuela, personaje terrible, sin piedad para una niña que no puede interpretar su lejanía. Sin embargo, del otro lado de la memoria, del más allá a donde sólo llega la reconstrucción narrativa, hay una familia que llega a México con su idioma y que conmueve. Los hablantes del ladino persisten en contra del español, y en el mundo hay muchos perseverantes: las páginas de internet para practicar el ladino, revistas especializadas. Pero todo eso en un mundo que me queda lejos. La protagonista del libro viaja a Bulgaria para conocer la casa de donde salió su familia (calle de Iskar 33, Sofía), que tuvo que ser vendida para luego ser robada por una prima ambiciosa. La familia es ese nido de víboras del que se reciben mordidas ponzoñosas. Esas heridas desgajan estirpes. Me pregunto: ¿aquella tía mía, aparentemente cercana, que también dio una mordida venenosa a mi familia? Por generaciones tomará su camino, sin que vuelva a unirse, por suerte. El amor y el odio también es cordial. Y las familias de las lenguas tienen entre sí esas mismas relaciones. El haquetía es el dialecto del judeoespañol hablado en el norte de Marruecos. Tiene la particularidad de mantener el español del siglo XV y de sumar a este dialecto los hebraísmos y los arabismos. Hay una comunidad que protege el haquetía; Esther Bendahan, escritora en ese dialecto, explica que a un “guapo total” se le dice: “éste es un jiyal pintado”. Y la frase “Me vaya kapará por ti” es una especie de bendición que sólo se le puede decir a alguien de la misma sangre y que significa: “Que yo asuma todo el mal y a ti no te pase nada”. A diferencia de las demás lenguas del mundo, que nos emocionan cuando encontramos sus manifestaciones antiguas puestas como una flor seca entre las páginas de un libro, el ladino emociona inmensamente cuando de pronto lo vemos en palabra viva, como una flor plantada en un balcón.

 

Myriam Moscona. Tela de sevoya. México, Lumen, 2012.

sábado, 9 de noviembre de 2024

La visita minuciosa de John Pendlebury por Grecia y Egipto



No todo en la arqueología colonial es el saqueo de la historia antigua de los viejos imperios. Inglaterra, Francia y Alemania también dieron conocedores que se apasionaron legítimamente por el mundo de los imperios perdidos. Por ejemplo, el inglés John Pendlebury (1904-1941), quien dirigió al mismo tiempo las excavaciones de las ciudades de Aketatón (en Egipto) y Cnosos (en Grecia, que albergó el legendario palacio del rey Minos). Tenía 25 años cuando realizó este logro. Excavaba Egipto en primavera y verano, y Grecia en otoño e invierno. Me gustan sus fotos, atlético, con su ancho collar usej de piedras y su falda ceñida, mirando hacia la cámara. Tenía un ojo de cristal (perdió uno de ellos a los dos años), y muy niño lo llevaron a conocer a Wallis Budge, el traductor del Libro de los Muertos. Fue entonces que decidió ser egiptólogo. Pasó la mayor parte de su vida en el Mediterráneo y en las riberas del Nilo, y murió a los 36 años combatiendo la invasión nazi a Creta (se había enlistado en el Servicio de Inteligencia Británico para defender Grecia). Aunque los alemanes ocuparon la isla a lo largo de cuatro años, fue a costa de una invasión que supuso tantos muertos que Hitler decidió no repetir la fórmula: un asalto en el que sólo intervinieron paracaidistas, sin ayuda de tropas terrestres, y que fue resistida por tropas griegas e inglesas que dispararon en contra de los soldados que saltaban desde el aire. Uno de aquellos que resistieron contra los nazis fue Pendlebury, quien trató de huir para organizar un contraataque, pero fue alcanzado en el pecho por una bala alemana. No fue una herida mortal, pero los nazis lo mataron a tiros en algún lugar al interior de la isla, cerca de la ciudad de Heraclión, el 22 de mayo de 1941. Allá sigue, en Creta, en el cementerio de guerra de la bahía de Suda: parcela 10, fila E, tumba 13. Cuando los arqueólogos del futuro lo busquen, lo hallarán fácilmente. Así dividió él las ciudades que excavó; supo cómo eran los barrios cuadro por cuadro, en las excavaciones de Egipto, en la antigua Amarna, región del Nilo en donde se construyó hace treinta y tres siglos la ciudad de Aketatón. Allí encontró el que es, quizá, el barrio con planificación urbana más antiguo de que se tenga noticia, calles cuadriculadas, con techos para proteger a los peatones del sol. Y, como dice el egiptólogo argentino Jorge Dulitzky, “con ánforas con agua para saciar la sed de los caminantes que eran llenadas diariamente por las autoridades de la ciudad” (Akénaton, el faraón olvidado, Biblos, 2004). Es la ciudad de breve esplendor, pues apenas sirvió unos quince años para vivir en ella, antes de que se ordenara su abandono total (de 1346 a 1332 a. de C.). En Aketatón se descubrió el más famoso de los bustos de Nefertiti y fue la ciudad en que comenzó a reinar Tutankamón. Fue construida por capricho de un faraón, en un lugar deshabitado. Y en ese lapso tan pequeño de tiempo, fue la capital del mayor Imperio del mundo. Pero, especialmente, fue el escenario de un experimento monoteísta que tomó al Sol como dios único. Son todas éstas, palabras de Pendlebury, con las cuales justificaba su fascinación por esa región lejana, abandonada, que conoció como nadie. Excavó y conoció casa por casa, las costumbres de sus inimaginables habitantes, sus manías, sus gustos decorativos y sus decisiones cotidianas. No imaginaron los antiguos moradores de Aketatón que más de tres mil años después tendrían un biógrafo de sus minucias. Egipto llegó hasta Grecia y dejó desperdigados por toda la región del Egeo (entre Grecia y Turquía) miles de objetos artísticos. Pendlebury hizo un listado de las piezas halladas en esa zona hasta finales de la Dinastía XXVI (es decir, hasta el siglo VI a. de C.). Recorrió las regiones de Grecia, desenterró y enlistó las piezas a lo largo de ellas. Recuerdo el bello texto de John Henry Newman en que se refiere al suelo del Ática, la península en que se halla Atenas, y desde donde se mira el Egeo en su inmensidad: “la cadena de islas, las cuales comenzando por cabo Sunion, parecieron ofrecer a las divinidades míticas del Ática, cuando visitaran a sus primos Jónicos, una suerte de viaducto a través del mar”. Allí registró el arqueólogo inglés sus cientos de piezas, sobre todo la abundancia de escarabeos, amuletos en forma de escarabajo que representaban la salud y la salvación. Como considero de buena suerte encontrarme con un escarabajo en todas sus formas, incluso en listados arqueológicos, los imagino brillantes, sorprendiendo al brotar del suelo, pequeños regalos al dios Poseidón, agradeciendo la vida. (Me alegra saber que las chinches y las cucarachas, en todas sus variantes, no sean escarabajos). Sin embargo, el mundo del Palacio de Cnosos es 700 años más antiguo que el de Nefertiti. Yo tengo la seguridad de que es el lugar en que vivió el Minotauro, en su enredado laberinto, en que gobernó Minos y del que Ariadna huyó con Teseo. Lo creo porque esas leyendas son más indestructibles que los palacios y las vasijas. Lo creo, aunque la arqueología sea enemiga de los mitos y los destruya. A cambio de ellos, nos devuelve obras de arte anónimas. El Palacio de Minos tuvo vida, cambió a lo largo de los siglos, cedió ante los terremotos y fue remodelado, hasta que fue abandonado. Los griegos posteriores a la gloria de esta edificación lo consideraban embrujado. Sólo vagaban por sus pasillos “los fantasmas de su difunta gloria”. Sólo John Pendlebury podría prescindir del hilo de Ariadna para orientarse en esta arquitectura. Así que su libro es una guía para no perderse en sus pasillos. Sin embargo, hace muchas páginas que me he perdido, no sé dónde quedó el norte, ni la calzada por donde llegaban los embajadores extranjeros. No sé dónde han quedado las caballerizas ni las habitaciones del Rey. Pero sé que estoy en el corredor de la Procesión porque aquí se encontró el fresco del rey-sacerdote, que hoy se conoce como el “Príncipe de los lirios”, ondulante como las plumas de los pavorreales, como los tentáculos de un pulpo o los movimientos de un delfín. Con todo y su hermosa presencia, es casi inaprensible como el movimiento de las plantas, las plumas, el insecto que revolotea a su alrededor. El arte minoico es alegre y despreocupado, pero sobre todo, es indiferente a nosotros. No nos invita a participar de su alegría, desafortunadamente. No tiene idea de nosotros, de nuestra mirada. Sus aves recorren los muros del palacio, juegan libres. El paraíso de su arte es inaccesible. Así que hay que pasar, el guía nos arranca del relieve pintado al fresco, con sus colores que sobreviven a los siglos. Por primera vez se traducen al español los tres libros más importantes de John Pendlebury, Tell El-Amarna (1935), El palacio de Minos en Cnosos (1933) y Aegyptiaca. Los objetos egipcios en el área egea (1930). Son tres libros que le devuelven hechura humana a esas piezas tan remotas en el tiempo que a veces pensamos que las modeló en sus entrañas, la tierra con sus manos.


 

John Pendlebury. Arqueología de Amarna y Cnosos, ed. Raúl López López. s.l., Almuzara, 2023.

sábado, 2 de noviembre de 2024

Cuentos completos, de Inés Arredondo



Visito con la memoria mis viejas clases con Huberto Batis en la Facultad de Filosofía y Letras, y lamento no haberle preguntado más acerca de Inés Arredondo (1928-1989). Y eso que en alguna de ellas nos habló de su relación sentimental con la autora de La sunamita. Alguna vez le escuché anécdotas sobre ella que no me toca contar. Quizá sólo me interese decir que pienso que la escritora fue, a lo largo de su vida, demasiado amable con su esposo, Tomás Segovia, para cuyos proyectos trabajó sin pedirle crédito ni remuneración. También quiero decir que colaboró, también sin crédito, para la Revista Mexicana de Literatura, en un grupo que se distinguió por el elitismo. Fue el signo de ese grupo, y si uno pretende quererlo y admirarlo, debe de aceptar que sus miembros se sintieron únicos e inalcanzables, la aristocracia intelectual. Batis me dijo que se consideraban a sí mismos la Generación de Casa del Lago, recinto que dirigió Juan Vicente Melo, y, también, que los unió su admiración por Jorge Cuesta, a quien Arredondo le dedicó su tesis de Letras. Inés Arredondo escribió sólo tres libros de cuentos, escritos y sobre escritos maniáticamente, porque la anécdota se disuelve. También lo dice Batis: la trama es parte del misterio, ella nunca la entrega al lector. Los frutos que uno recoge de su lectura son engañosos. Parecen por su apariencia que son maduros, pero bajo su cáscara hay putrefacción. El desinterés envuelve el gozo por la destrucción moral. El amor tiene dentro el control malsano. No son azarosos estos contenidos ocultos, son partes constitutivas de una moral compleja. Es que hurgaban malignamente en la literatura de Thomas Mann o de Robert Musil. Esos libros alemanes que pretendían desentrañar la moral más allá de las convenciones inmediatas. Y si se lee esta cuentística como un solo plan narrativo, se llega al origen mítico de la familia en El Dorado, el rancho sinaloense en que trabajó la familia Camelo (el verdadero apellido de esta autora). Aparece la antigua clase de terratenientes que amasaban fortunas imposibles que les permitía viajar por el mundo sin limitaciones. Me gustaría reflexionar largamente sobre estos cuentos, ir extrayendo sus implicaciones, pero me conformaré con uno, “Opus 123”, que trata de dos jóvenes pianistas, ambos homosexuales, sepultados en vida en un pueblo sinaloense, antes de la Revolución. Prácticamente, sus vidas no se cruzan, pero sabemos que uno de ellos es el único que es capaz de comprender al otro, en sus capacidades artísticas, en el agobio del encierro. Uno de estos pianistas tiene el dudoso privilegio de pasar su vida de éxitos, viajando por Europa, acompañado por su madre, que no lo abandona jamás, impidiéndole cualquier forma de relacionarse con nadie. Ya muerta la madre, el hijo comprende que ella no lo acompañó por amor a él: por el contrario, su verdadera motivación era el amor a su esposo. Por décadas se dedicó a mantener a su hijo lejos de su pueblo, para evitarle a su esposo la vergüenza de ostentar un hijo pianista y homosexual. El amor de una madre muestra sus verdaderas intenciones. Eso se debe a que la autora consideraba que la pureza era un pecado terrible, y a que logró mostrar la vertiente demoniaca de esta virtud.

 

Inés Arredondo. Cuentos completos, pról. Beatriz Espejo. México, FCE, 2011.

martes, 29 de octubre de 2024

Antígona González, de Sara Uribe



“Genaro García Luna ha sido condenado sin una sola prueba”

Ciro Gómez Leyva

 

Antígona, hija y hermana de Edipo, arriesgó su vida para darle sepultura a su hermano Polinices, muerto en combate con su hermano Etéocles. Poner este nombre al frente de una obra dramática es una decisión de darle un significado mítico a la desgastante circularidad de la historia de México. El sexenio de Felipe Calderón y Genaro García Luna (no sabemos de quién fue en realidad ese sexenio) tendría una analogía con la peste que se cernió sobre Tebas. Darle ese trasfondo mítico a nuestra circunstancia permite buscar paralelismos necesarios. ¿Qué significado toman las palabras “incesto” y “fratricidio” en este contexto? Unamuno, en el mismo texto en que propone la palabra “sororidad” piensa que las guerras civiles son producto de estos crímenes originales. La maldición de Edipo recae sobre los hermanos que se enfrentan a muerte, sólo que él anunciaba que morirían ambos, uno a manos del otro en su última lucha. La maldición no desaparecerá mientras los hermanos sigan matándose entre sí. Algo parecido ocurre en Ifigenia cruel, de Alfonso Reyes, sacerdotisa que está a punto de dar a muerte a su hermano: es el reflejo alegórico de la realidad revolucionaria. La muerte terminaría cuando los hermanos se reconozcan y se abracen. La filosofía de Unamuno regresa a la encrucijada en que razón y mito se separaron, y no es desencaminado decir que la literatura mexicana ha buscado regresar en ese camino a hurgar en sus mitos fundacionales. Antígona González, de Sara Uribe, fue pensada para el teatro, lo que significa (sigo siempre a Sartre) que se trata de una obra política. Es decir, que impide seccionarla de su contexto, está concebida para interactuar. Por otra parte, no podría decirse que hay personajes, sobre todo cuando el principal está desaparecido. Habla el lenguaje, hablan los recuerdos recortados de la prensa. Hablan los fragmentos, como los antiguos fragmentos griegos. Habla la fragmentación. Pero la voz que brota de las fisuras de la realidad dice bastante. Aquí, Antígona busca a su hermano Tadeo, entre sus sueños y recuerdos, para saber si de ahí se puede derivar una conclusión. Felipe Calderón, a quien le gusta moralizar sobre tantas cosas, guarda un profundo silencio en torno a esta etapa de México, en cuanto a Tamaulipas como una enorme fosa de asesinados, en gran parte migrantes ejecutados por los Zetas. Bueno, dice frecuentemente: “Lo volvería a hacer”. Volvería a llenar de muerte las regiones. Como son “daños colaterales”, estas vidas destruidas no tienen en su lógica un valor de humanidad. Hablan los fragmentos de las frases para darnos una idea de que son los cuerpos los que aparecen fragmentados. Muy bonita idea, dice el funcionario de la PGR. Una poética de fragmentos…También son asesinados aquellos que entierran a sus muertos. La supresión, he aquí otra figura retórica. El genocidio, la masacre, la impunidad, en fin, también tienen su poética. Inmensos huecos de muerte entre los que de pronto se mira una figura humana que lucha, que persigue justicia. Naturalmente, también desaparecerá con el tiempo, llevándose sus aflicciones. Es importante que quede este desesperado monólogo de fragmentos que intentan aferrarse a algo que sólo de lejos simula parecerse a la justicia.

 

Sara Uribe. Antígona González (2012), 3ª reimp. México, El Quinqué, 2023.

 

sábado, 19 de octubre de 2024

Autofagia, de Alaíde Ventura Medina



La protagonista de esta novela huye de su pueblo natal, en Veracruz, dejando atrás los fantasmas de su madre y de su abuela, muertas. Pero como es costumbre con los fantasmas, no se quedan donde uno los deja. Se pegan a las cosas, a las palabras. De ahí que las frases y las sustancias de la novela Autofagia, de Alaíde Ventura, tengan esa especie de ectoplasma continuamente pegada. Una especie de sudoración constante de las frases, las cuales rinden significados últimos. Una narración que parece atomizada en sentencias, como aquella vieja novela-greguería de Gómez de la Serna. Parece una narración espolvoreada sobre los silencios. La historia es la relación entre la protagonista y su pareja, la pobreza, la vida en la marginalidad, y la decisión compartida de no comer, de vomitar y de llenar el ambiente de emanaciones gástricas. Así que lo que está pegado a las frases más que el pasado son esos fluidos… Encuentro un estilo parecido a la novela Panza de burro, de la canaria Andrea Abreu, en que la intención de la autora toma el disfraz del habla de dos niñas. Pero aquí, en Autofagia, está presente con gran fuerza la voz de una narradora sentenciosa, que se impone ante los hechos. Su voz parece emanar de los restos de vida, de los recuerdos inútilmente dejados atrás. Y los personajes: su madre, asesinada; su abuela, experiencia presente en cada frase; su pareja, Ana, cuyos hambre y recuerdo le devoran la existencia; la casera, quien descubre a la protagonista abandonada y vacía de espíritu y de alimento. Encuentra sólo vísceras vacías de comida y llenas de evocaciones de Ana. “Los seres orgánicos están hechos de humo y adquieren materialidad en la muerte”, dice alguien en la novela. ¿Es lenguaje emanando de los vómitos en las cubetas? ¿Es supuración de la mente de la protagonista? La narración de esta historia es una especie de hato de frases que caminan en grupo. Los recuerdos son como hojas de maíz secas y atadas, guardadas para quién sabe qué uso. El recuerdo de la abuela defecando y limpiándose con olotes, sonándose la nariz y embarrando la sangre en los árboles, sus labios azules y su manera de comer chayotes con las encías resecas. Son recuerdos que se amontonan, pero realmente a quién le importan. Lo que va tomando materialidad es una filosofía del estómago, es este órgano el que filosofa, el que quiere llegar a una filosofía idealista, quiere crear pensamientos en lugar de desechos. Hay más, mucho más, en esta novela, pero no dejo de pensar en ese estómago que rechaza el mecanismo del mundo, el sol, la lluvia, la cosecha, la cocina… y aspira al amor, a manipular a dos muchachas para hacerlas creer en un amor que depende de desprenderse del mundo para que sus cuerpos vivan de autoconsumirse.

 

Alaíde Ventura Medina. Autofagia (2023), 1ª reimp. México, Random House, 2024.

domingo, 13 de octubre de 2024

Sobre si se debe de actuar el pensamiento



En memoria de la maestra Ifigenia Martínez

 

No tengo más que la navaja de la conciencia para hacerme espacio en el mundo. Es mi manera de cortar esa realidad inconsistente de afuera de mí, para convertirla en objetos divididos. Para llamar a cada cosa por su nombre, aunque no todo pueda ser nombrado, sino que apenas voy discerniendo qué son. Yo mismo tengo una forma de ser que no está bien definida. Ha costado esfuerzo autoconstruirme. No sé hasta qué punto puedo decir que lo que pienso sale de mí o que alguien lo puso aquí dentro con algunos fines no conocidos por mí. Pregunto por respuestas a la filosofía, pero lo que verdaderamente necesito saber sólo puede salir de mí y de mi circunstancia precisa. Por eso, esta necesidad de saber algo, de verdaderamente actuar es algo que me toca resolver a mí mismo. No estará en ningún libro, no lo prescribe ninguna frase que comparten los amigos en las redes sociales. Mejor no caer en esas redes, porque llevan a una especie de nata mental que diluye los logros de mi pensamiento individual. Ya supondrán que todas estas palabras ni siquiera son mías, como todas las demás. Sólo estoy dando vueltas en torno a las reflexiones de Jean-Paul Sartre, presentadas por el filósofo inglés conservador Roger Scruton (1944-2020) en su libro Breve historia de la Filosofía moderna (1981). No ha habido otro pensamiento filosófico después del de Sartre que haya llegado a las primeras páginas de los periódicos, dice otro filósofo, Bolívar Echeverría. Quizás se deba a que fue una corriente de pensamiento que desembocaba en la acción política. Especialmente, nada de someterse a un orden “objetivo”, dado que ese orden sería una pérdida de libertad del individuo. Esa navaja de la que hablé al principio se ha usado para cercenar al individuo y separarlo definitivamente del mundo. Tomar conciencia del mundo consiste en dar el primer paso en libertad. Conciencia, ya sabemos. Ya la padecemos bastante, sobre todo si la buscamos con necedad. La buscamos para preguntarle quién sabe qué. Para interrogarla, esgrimirla. Sartre dirigió su pensamiento hacia la prensa, nuevo ágora, para manifestarse. Esta palabra debe de usarse en el sentido de Manifiesto, como el de Marx y Engels. Una manera de unir filosofía y acción. Opinión pública y reflexión. Es decir, la forma en que se unen la parte de sujeto y la parte de objeto que tiene cada individuo (como también ocurre en el amor, pero ése no es tema nuestro). O quizá sí lo sea, es importante el tema del amor, pero tal como lo presenta Sartre: de la misma manera en que presenta las relaciones humanas, como una lucha. El amor consistiría en una lucha para apoderarse de la libertad del sujeto amado, despojarla del sentido de libertad. ¿Pero no será la literatura asimismo un continuo acechar del pensamiento ajeno, de la libertad del lector para someterlo a las reglas y designios del autor? Esa incesante lucha entre el sujeto y su medio es central aquí. Decidirse es parte del proceso del compromiso, una parte que consiste en aclarar los conceptos, por lo que no es la sola intención de la fenomenología de detener el cauce de los acontecimientos en lo que decidimos qué significan los conceptos. El compromiso es la acción, aun la inmovilidad entendida como acción, pero acción consciente, en proceso de clarificarse. Tratándose de una elección, la moral se parece al arte. Y siendo una decisión moral individual, se parece a la idea nietzscheana de autorrealizar la vida como obra de arte. Extraigo todas estas consideraciones, como digo, del libro de Scruton, filósofo analítico, es decir, una parte de esta disciplina que por lo general se ha desinteresado de la Historia. Sin embargo, hay una línea constante que viene desde Descartes y se continúa hasta Wittgenstein, la idea de que el Yo fuera desplazado como punto de partida del conocimiento. Que sea más bien un punto de llegada. De este modo, los filósofos principales de Occidente irían agregando algo a este proceso. Por mi parte, debería de aprovechar la lectura de este libro para revisar algunos pasajes que conozco tan poco, como el caso de los ingleses del siglo XVII y XVIII, que tanto influyeron la Filosofía alemana y a los cuales les dedica un amplio espacio el autor. El obispo Joseph Butler (1692-1752) se distinguió por realizar descripciones de la naturaleza humana a la manera aristotélica, aunque problematizó algunos aspectos. Por ejemplo, cómo es que el hombre malvado actúa conscientemente contra la naturaleza, cuando en la antigüedad se pensaba que la maldad era producto de una mala percepción de las cosas. La concepción moral del hombre no lo determina. Me llama la atención que uno de los autores contemporáneos que lo retoman es Martha C. Nussbaum (La ira y el perdón, FCE, 2018), feminista a la que se le puede llamar aristotélica. Explica que Butler abundó en el tema de la ira, esa pasión que no sabemos si hay que controlar o no. Pero, a diferencia de Adam Smith, Butler hablaba de perdón y consideraba que el sufrimiento del perpetrador no sirve para restituir el daño que causó. Según él, el resentimiento es parte del narcisismo; y aunque abominaba de la ira, le daba el valor de expresar la solidaridad ante las injusticias. Esta aguda descripción pretendía construir una idea armónica del espíritu humano. Si bien Scruton considera que buena parte de la actual filosofía de la mente proviene de un pensador como Butler, también hay que agregar el aspecto que aparece en Nussbaum: cómo el entendimiento de estas pasiones, apetitos y emociones tiene consecuencias jurídicas e institucionales. La ira tendría que ir dejando paso a la justicia, para convertirse en una pasión anacrónica. Esta manera de ver al ser humano admite cambios en el espíritu. De acuerdo con los cambios en las condiciones sociales, el ser humano puede ser otro. Pero hay un salto realmente interesante en la idea de Butler con respecto a la moralidad griega, pues se nos decía siempre que encontramos la recompensa de hacer el bien en el hecho de realizarlo. Pero Butler desliza ese sentido, pues piensa entonces que no tendríamos nuestra recompensa en el bien, sino en el placer de practicarlo: es decir, en el placer. De tal manera que la moralidad sería hedonista. Habría entonces que hacer una larga reflexión para impedir que el hedonismo fuera la primera motivación de la moral, puesto que entonces fácilmente la moral se podría convertir en su opuesta. Es verdaderamente sorprendente la manera en que Butler desbarata este argumento, mirando detrás del placer. Considera que es una falacia, porque si uno tiene deseo de vino sólo obtendría placer de tomar vino. Eso quiere decir que el placer no es intercambiable, pues de otro modo sustituiríamos el vino por cualquier otra cosa y no es así. Tenemos un apetito específico de algo. Lo que quiere decir que ya no es el placer el determinante de la moral, sino una idea previa, una idea razonable y cognoscible. Además, cuando se reflexiona en torno a un apetito inmediato, el ser humano es capaz de saber si la satisfacción del placer entrará en conflicto a largo plazo con los intereses individuales. Hay pocos textos de Butler traducidos al español, pero el acercamiento de Scruton a sus ideas explica por qué David Hume le dedicó a este obispo su Tratado de la naturaleza humana, aunque dicen que para no ofender algunas de sus ideas, mutiló la obra original.

 

Roger Scruton. Breve historia de la filosofía moderna. De Descartes a Wittgenstein Short History of Modern Philosophy: From Descartes to Wittgenstein (1981), tr. Vicent Raga, pról. Gregorio Luri. México, Planeta, 2024.

sábado, 5 de octubre de 2024

París, capital del siglo XIX, de Walter Benjamin



Debo de confesar que, todavía hoy para mí, París sigue siendo la capital de mi tiempo y de mis preferencias. Ciudad desbordante que es un enorme documento filosófico que, desafortunadamente, no alcanzo a leer y cuyo guía definitivo es Walter Benjamin (1892-1940). Ya ven ustedes cómo el filósofo puede fungir como guía de turistas. Nos explica cómo es que la industria y la visión estética de la ciudad se interrelacionan. Cómo es que entre el hierro y el concreto brotó la flor del art-nouveau. Olvidábamos que ese arte relacionado con lo floral, en que la línea simula el mundo vegetal lo mismo que las curvas de los cuerpos humanos en plena primavera, es un arte de los tiempos culminantes de la revolución industrial. Exactamente la misma noción de mercancía que Marx usó para explicar el capitalismo es aquella que los burgueses parisinos quisieron ocultar, especialmente la categoría de los “coleccionistas”. Fueron ellos quienes usaron el recién fundado espacio íntimo para llenarlo de pequeñas posesiones a las que quitaban el carácter de mercancías y su valor de uso. ¡Ah, el arte de la decoración en que las cosas se liberan del peso de ser útiles! La estetización del mundo es la posibilidad de que las cosas revelen así su verdadero espíritu. Gracias a eso me doy cuenta de por qué las mercancías, al ser estetizadas, comenzaron a tener alma, unificándose así con el panteísmo que vivió en la poesía francesa y en nuestro modernismo. Gracias a estos apuntes de Benjamin, me entero de que fue Edgar Allan Poe fue el primero en llevar la Filosofía al interior de las casas y a su decoración (Filosofía del mueble, 1840). Quiero decir que este volumen es una edición para coleccionistas, sólo que no se le puede quitar su valor de uso. Es la que hizo fuera de venta en 1971 la Librería Madero, traducida por José Emilio Pacheco y diseñada por Vicente Rojo. Me fascina el pensamiento de Benjamin. Podría decir que es como un hechizo que revela, a través de mirar las cosas mínimas, el complejo e infinito sistema de relaciones entre los objetos del capitalismo. Gracias a él, se pueden revelar preguntas antes inimaginables como: ¿qué tienen que ver la industria de los rieles del ferrocarril con el arte por el arte?, o ¿cuál es la relación del tamaño de las hojas de los diarios con el florecimiento de la conspiración política? Nos dice que para saber de poesía hay que saber de ingeniería civil, y para saber de Filosofía hay que ser un experto en los escaparates de las tiendas. Al acelerarse el proceso de producción, a mediados del siglo XIX, surge el término de anticuado (es decir: el pasado inmediato) y la necesidad de romper con él, pero al mismo tiempo se establecen nexos con pasados utópicos, los cuales se estampan en la moda, en la decoración, en los productos literarios y en los edificios. Y hasta las utopías socialistas de entonces son una sublimación metafórica de la máxima creación del siglo XIX: la máquina. 

 

Walter Benjamin. París, capital del siglo XIX / fragmento del libro inconcluso Das Passagen-Werk (1927-1940), nota de José Emilio Pacheco, diseño de Vicente Rojo. México, Librería Madero, 1971.

miércoles, 2 de octubre de 2024

El espacio múltiple, de Manuel Felguérez



En el día de la primera Presidenta de México


Para Octavio Paz, la obra de Manuel Felguérez (1928-2020) es producto de la metamorfosis de las formas. Una forma crea a otra, va necesitando espacio. Se refleja y se contempla. Se autoconoce, y al autoconocerse vuelve a pensarse, lo que produce una nueva forma. De tal manera que se hace natural el tránsito de lo bidimensional a lo tridimensional. La interrelación necesaria entre el dibujo y su proyección escultórica, lo cual necesita un soporte matemático que impida que las formas se desplomen sobre sí. Para el propio autor, el arte abstracto es un camino necesario, un punto de llegada que comenzó cuando el arte se fue independizando de la representación. Da qué pensar que cuando Felguérez comenzaba su trabajo artístico, no existía en México un Museo de Arte Moderno, lo que significa que, al nacer el arte abstracto mexicano, no existía el mecanismo institucional de contemplación. Estos cuadros que parecen requerir de la fragmentación de un punto de vista que permita mirar desde diferentes sitios a la vez… estos cuadros eran todavía seres vivientes. Toda una ramificación de la plástica mexicana, quizá no inesperada, pero cargada de una ideología usada en contra de la pintura social. El arte abstracto fue utilizado por la CIA en contra del arte social. Pero ¿es la única lectura que se le puede dar a este arte? El arte soviético comenzó siendo abstracto, lo que no comprometió su contenido a su ideología, ni viceversa. Los cuadros de Felguérez tienen la apariencia de ser la representación de una función matemática, parecen la máscara de una fórmula. Pero al multiplicarse, al tomar forma en el espacio tridimensional, se incorporan al espacio público. Se resignifican por segunda ocasión. Forman parte de un arco o de una flecha. Se quedan antes del movimiento. Pero lo sugieren, a veces. Es la forma desdoblada: huellas del movimiento. Lo curioso es que el arte es una especie de reflejo, exactamente como lo dice Paz. Sólo que admite todas las posibilidades de la reflexión. El arte refleja el arte. El arte refleja la sociedad, aun cuando lo haga de manera enigmática. Es curioso que el arte abstracto sea el reflejo de casi todo un siglo. ¿Qué imagen contiene de aquello que fue el siglo XX? Si pudiera recorrer una galería con las obras del arte abstracto, qué podría pensar de la gente que las proyectó. Pienso en una especie de intenso y repetido retrato espiritual. Representaciones de las almas de los hombres que han vivido los cotidianos horrores del siglo que nos precede. Retrato, en el caso de Felguérez, de un alma cartesiana, apuntalada con fórmulas. Este tipo de arte se dio cuando los pintores abstractos creían que el arte comprometido era ingenuo, aunque la ingenuidad no era algo que no formara parte de la desocialización del arte. Sí, son reflejos de un tiempo: me gustan porque guardan algo de esa época que por momentos me fascina. En el fondo, son reflejo de una categoría de ser humano que se miraba insistentemente en un espejo, para intentar mostrar no la complejidad de una sociedad sino la exquisitez de una clase. Ese arte odió todo aquello que contenía un ideario manifiesto (social, político). Parecía decir: “Para comprenderme tienes que seguir un camino que sólo algunos lograrán culminar. Sólo esos elegidos tendrán derecho”. Creo que lo que más me gusta es el horror que sentirían estas obras al mirar el derrumbe de los prejuicios que hacían posible su apreciación. Pero: ¿qué sentirán de ser admiradas por los que reímos de los prejuicios del clasismo teórico que no termina de erradicarse?

 

Manuel Felguérez. El espacio múltiple, con texto de Octavio Paz. Monterrey, UANL, 2012.

sábado, 28 de septiembre de 2024

Ana Bermejo, de Jorge López Páez



Éste es el último texto que escribo antes de que termine la presidencia de Andrés Manuel López Obrador. Muy pocas veces deposito un suceso de la vida exterior en estos pequeños textos, resultados de la obstinada labor de escribir, pero se trata de algo realmente importante. Cómo no será importante, si llevo media vida persiguiendo que se convierta en una realidad política. Por ota parte, tengo que decir que todos los viernes me siento en la computadora, sea la hora que sea, para comenzar un texto que tenga que ver con una idea que decido perseguir a lo largo de la semana. Generalmente, ideas que no tienen nada que ver más que con mi aprisionada libertad de decidir. Esa idea de libertad que me he hecho a lo largo de mi conocimiento de algunos escritores, que viven alguna experiencia y dejan escrita otra. Son dos caras de la moneda que no se ven. Pero quiero ahora mostrar esas dos caras de la gastada moneda que soy. Por un lado, ésta es una semana especial porque con ella culmina un periodo que desde hace muchos años creí que tenía que llegar. La vida cotidiana era acompañar y trabajar para contribuir. Y la otra mitad era construir una libertar interior, una literatura. Cada una por su lado, aparentemente. Pero es que el complejo tejido que tiene la vida oculta algunos de sus aspectos. Curiosamente, esta semana traía bajo del brazo un libro de mi maestro Jorge López Páez, publicado en 1996. Casi treinta años antes… ¿qué tiene que ver con esta realidad de ahora? Básicamente, que se tiene que volver a leer la vida, desde las nuevas ópticas personales y políticas. (Los universos sexenales significan cosas distinta, leídos desde nuevos sexenios.) Volver a leer los contextos incluso de las personas que nos son tan cercanas. Ese mundo de finales de los años 90. Cuántas cosas han cambiado, novelas en que se permiten las realidades desligadas de la realidad social. Aunque los personajes adinerados a veces se pierden en las calles de barrio de la Ciudad de México. La historia de Horacio, hombre casado, rico, que pasa la vida en comidas, en bares y viajes, y que se enamora de una joven, Carolina. Así que la novela trata de los apuros por esconder a su esposa esa pasión secreta, pero que para sorpresa de todos los personajes en realidad esconde un amor por un personaje secundario, Ana Bermejo, la tía de Carolina. Si uno piensa un poco en el estilo de López Páez, se da cuenta de que el tema central de la novela no es ni una pasión ni otra, ni tampoco las pasiones que oculta: la disimulada vida gay de gran cantidad de personajes secundarios. No, el tema verdadero es fácil pasarlo por alto: la demostración ostensible del narrador, que quiere demostrar que sabe vivir. Ni siquiera muestra lo que platican en sus muchas cenas y cocteles, sino que vemos la cobertura de los rituales sociales, la costumbre de los bares, las recepciones y las florerías elegantes. De estos personajes que cuentan tan poco de ellos, llegó el momento en que pensé que no llegaría a conocerlos. Pero es que entre ellos tampoco se conocen. Conocen, unos de otros, sus rituales, sus modos y sus costumbres. Eso hace que se atraigan entre sí. No tienen nada que esconderse ni nada que confesarse. Recorría fascinado las calles de esta novela, a ver si reconocía algo de esa ciudad, pero no, yo, ay, estaba entonces caminando por librerías de viejo en Miguel Ángel de Quevedo. Bueno, sí, por entonces, un par de años después, conocí al autor de esta novela. Si uno camina lo suficiente, flâneur de las páginas de los libros, encuentra el modo de llegar hasta sitios recónditos. Bueno, ésta era la otra cara de este día de hoy de 2024: la nostalgia por esa ciudad de México de 1996 que tanto recorrí, pero que conocí tan mal.

 

Jorge López Páez. Ana Bermejo. México, Cal y Arena, 1996.

domingo, 22 de septiembre de 2024

Nancy Fraser: El capitalismo que nos devora al devorarse a sí mismo



Dice una famosa metáfora que el capitalismo crea su propio sepulturero (la formuló Lenin). El título de este libro de Nancy Fraser, Capitalismo caníbal, es otra imagen que sugiere que el capitalismo devora las condiciones que permiten su desarrollo. Hay más metáforas e imágenes asociadas como el fantasma que recorre Europa… Yo mismo, un poco más adelante, recordaré una famosa metáfora de Louis Althusser que no es tan bonita pero que me parece que aclara muchos puntos sobre los puntos que se tratan en este libro. No obstante, es difícil saber cuál es el contenido central de la obra de esta filósofa estadounidense. En efecto, el capitalismo devora el mundo, se devora a sí mismo y las condiciones que lo hacen posible. Pero es necesario considerar al capitalismo como una forma social y no sólo como una maquinaria económica de explotación. Así, este sistema devorador del mundo se permite legitimar la discriminación (para crear en zonas marginales los estratos sociales susceptibles de ser saqueados), construir estereotipos de género (para destinarle a la mujer el trabajo no asalariado), depredar el mundo natural (para usar sin restitución los recursos naturales) e imponer las libertades económicas sobre las políticas (para privatizar el espacio público). Ésta sería la propuesta de la estructura social del capitalismo que envuelve el mecanismo que despoja al proletariado de los frutos de su trabajo. Quiere decir que la respuesta a la pregunta que cotidianamente nos hacemos sobre el capitalismo (¿cómo destruirlo antes de que concluya la destrucción de nuestro planeta?) debe de articular las luchas esenciales: el anticolonialismo, la interseccionalidad, el eco-socialismo y la lucha antineoliberal. (Son mis categorías: la autora no se refiere a la interseccionalidad sino sólo al feminismo). De hecho, el libro de Fraser me parece una propuesta para trabajar, que requiere afinar algunos aspectos. Pero tiene un logro fundamental, proponer un pensamiento que articule las luchas de hoy. Todo lo que pensemos de este mundo en proceso de ser devorado por esa serpiente del capitalismo tendría que nutrir este pensamiento crítico, darle herramientas. Quizá, uno de los aspectos más audaces de la autora es su planteamiento de que el racismo es un aspecto estructural del capitalismo. Se pregunta si el capitalismo es necesariamente racista. Podríamos partir de la idea que un pueblo que pretende dominar a otro para saquearlo tiene que crear un discurso justificatorio. (Aunque, como dice Marx: primero se actúa y luego se inventa una justificación.) Es necesaria entonces, la construcción del otro con características que hacen necesarias su conquista y su expoliación. Sólo que el discurso que racializa al otro no es tan antiguo. De hecho, la conquista de América se dio con una justificación religiosa, no racial. Si se me permite, considero que privilegiar el aspecto racial en la dominación colonial tiene que ver con que se enuncia esta teoría desde los Estados Unidos, una sociedad mucho más racializada. (Cuando se ha querido censurar la palabra “negro” en México basado en los prejuicios estadounidenses, se ha respondido que en México esta palabra tiene una connotación de afecto que no tiene en los Estados Unidos.) Basta recordar que ha corrido por mucho tiempo la idea de que la Nueva España fue una sociedad de castas, es decir: un determinismo social de acuerdo con el origen étnico (“Salta atrás con mulata: lobo”). En realidad, el mestizaje entre españoles e indios se hizo más compleja con la llegada de los negros africanos. La cantidad de mezclas intermedias de estos tres orígenes no se estratificó por los motivos que hoy pudieran pensarse. Una de las formas en que se organizó la sociedad novohispana era a través de los “estatutos de limpieza de sangre”. Es decir, para acceder a la alta jerarquía eclesiástica, se tenía que demostrar que no se era descendiente de judíos. El término de “raza” con el contenido pseudocientífico que la caracteriza y que habla de razas superiores e inferiores comenzó en el siglo XVIII. En ese sentido, podría hablarse con mayor propiedad de discriminación y la raza como uno de sus componentes. Sin embargo, habría que pensar qué entender hoy por “racismo”. Porque este concepto podría dar a entender que las razas humanas existen y que se puede estratificar a través de ese tipo de división. Sin embargo, el racista proyecta sobre la sociedad esa ideología y pretende organizarla con base en sus propios prejuicios. No hay, de inicio, una verdad en la palabra “racismo” como sí lo hay en el “clasismo”, puesto que las clases son una verdad objetiva fuera del sujeto que discrimina de acuerdo con su concepción de “clases” o “estratos” sociales. Pero me falta integrar otra idea de Marx, citada por Fraser: "Los obreros del capitalismo no son siervos ni esclavos, sino individuos libres desde el punto de vista legal: libres de ingresar al mercado de trabajo y vender su fuerza de trabajo”. Según el historiador Jacques Le Goff, tomando esto en cuenta, sólo es posible la constitución del capitalismo hasta que la Revolución Francesa, por lo que el capitalismo sólo sería posible a partir de finales del siglo XVIII. Con este rodeo quiero precisar la teoría de Fraser, para decir que esa discriminación por racialización es un fenómeno propio del siglo XIX, lo cual no niega los discursos previos que justificaban el colonialismo. Sólo que el racismo tendría que ser comprendido en un concepto que aluda a las formas posibles de discriminación. Lo mismo, con el feminismo, el cual tendría que buscar en la interseccionalidad un discurso articulador. Quizá, el hecho de que sea una teoría proveniente de la academia estadounidense amplifique el aspecto de la raza, por lo que la experiencia de los países periféricos tendría que dar matices importantes para articular esta teoría sobre el capitalismo. Es importante la idea de la sociedad periférica que crea el capital (las economías dependientes) porque es donde se manifiesta la principal propuesta de este libro, la cual tiene que ver con su concepción del proletariado. El capitalismo crea una categoría muy celebrada: el hombre libre (el ciudadano-trabajador), vive en la metrópoli, tiene salario, acceso a servicios. Frente a él están sus esposas, que no cobran por el trabajo doméstico y de crianza de los hijos. Hay una serie de actores económicos que no aparecen representados en el libro contable del capitalismo y no por ello menos presentes. Fraser considera que sin ese apoyo de la familia o la comunidad (aquellos que no reciben salario), sería imposible sostener el capitalismo. Las mujeres, en su casa. Los abuelos, cooperando en lo que pueden. Es un trabajo “expropiado”. Es decir: el capitalismo se vale de él, pero no lo paga. La riqueza expropiada tiene esa base común: es aquello que se aprovecha sin pagar, como los bienes naturales, ciertas formas de trabajo, etc. Dije que diría otra metáfora. Es la de Louis Althusser: el aparato de represión del Estado es un edificio. Está dividido en dos: por una parte, el aparato jurídico-militar; y del otro, la ideología. Las dos alas de este edificio sirven para mantenerlo de pie y en crecimiento. El ala ideológica sirve para crear las condiciones que permiten la existencia de esta sociedad. Si la vemos de cerca, está formada de aparatos ideológicos: sitios donde se crea ideología para justificar el mundo como es. Esos discursos justificatorios pueden aparecer en cualquier lugar: en los consejos de las madres a sus hijos, en un poema, en un noticiero, en la misa. Toda la palabrería del día gira en torno a recordar el poder. Pero lo mismo son creados por individuos aislados que por instituciones estatales o privadas. Todo, incluso el ámbito de la libre empresa, está dentro de la definición de Estado de Althusser. Me importa decir esto, porque esta definición recubre todos los fenómenos que Fraser considera muchas veces extra-capitalistas y que en rigor Marx pondría en la superestructura capitalista. Creo que es importante el diálogo de este libro con la teoría que dejó Althusser, sería algo deseable para fortalecer esta discusión. Como me encantan este tipo de obras, divago y divago sin saber si alguien me ha seguido hasta este momento de mis palabras, o si bien sigo siendo el triste privatizador de mis obsesiones.

 

Nancy Fraser. Capitalismo caníbal. Qué hacer con este sistema que devora la democracia y el planeta, y hasta pone en peligro su propia existencia cannibal capitalism. how our system is devouring democracy, care, and the planet, and what we can do about it (2022), tr. Elena Odriozola. México, Siglo XXI, 2023.

lunes, 16 de septiembre de 2024

Atlas de inteligencia artificial, de Kate Crawford



Quiero creer que la imagen de la Inteligencia Artificial como una rebelión de los robots contra el ser humano ha quedado atrás. Fue una máscara metafórica que se le puso a una industria con el fin de fascinar a los encargados de financiarla. Pero ahora, de lo que realmente se habla en los medios científicos es del manejo industrial de los millones de datos extraídos de la totalidad de las actividades humanas. Por esa razón, Kate Crawford, titular de Inteligencia Artificial en la Escuela Normal Superior de París, la llama “industria extractiva” e intenta explicarla desde el punto de vista geográfico, a través de un Atlas. Es necesario intentar visualizar de qué modo extiende sus tentáculos esta actividad incesante y en crecimiento para darnos cuenta en qué medida todos trabajamos para ella. No es algo fácil, dado que una de las principales actividades que tiene la IA es borrar sus huellas. Trata de decirnos que respeta los derechos humanos, que se construye sobre energías limpias, para no confesar lo que le debe al trabajo ilegal o a la destrucción del ambiente. Esta cadena comienza con una cantidad enorme de trabajadores que se dedican a etiquetar imágenes con el fin de penetrar en los secretos humanos. El principal de ellos sería: las sensaciones. El misterio que debería de resolver la máquina es el rostro humano. Todo este ideario parte de una teoría psicológica que parecía desacreditada y que comparte presupuestos con la vieja frenología: analizar la personalidad a través de la exterioridad. El rostro permitiría conocer la peligrosidad de una raza, etc. Hoy persiste de manera divertida y ridícula en los expertos de “lenguaje no verbal” o en los recientes intentos de “leer” la personalidad en los rostros. Todo esto configura una ideología alarmante que basa el “conocimiento” en los prejuicios y por los cuales los hombres exitosos son ricos y las mujeres bellas, blancas. El manejo de esta inimaginable información se hace a través de servidores que no descansan, que no deben de calentarse (se utilizan millones de litros de agua para enfriarlos) y que se alimentan de tierras raras y elementos químicos escasos. Esta industria que nos presenta su rostro alegre en todas partes alimenta, por ejemplo, el lago de Baotou, China, en donde se vierten los desechos tóxicos que resultan de la búsqueda de los 17 minerales más buscados para alimentar la IA y que hoy mide 10 mil kilómetros cuadrados, pero que crece en proporción directa con nuestra fascinación. Lo que se ha creado es un flujo de información que va desde nuestras diarias actividades (gustos, recorridos urbanos, compras, búsquedas en internet) hasta el amasamiento por las industrias informáticas de todos esos datos. Es decir: una inmensa industria que devora el espacio público, que convierte la vida cotidiana en una materia prima y que negocia con los deseos privados. No hay en este momento negocio más grande, no hay voracidad que se le compare. Los megamillonarios que viven de este negocio tienen sueños que no compartimos los demás, el sueño de parcelar el Universo, pues aspiran a mirar qué minerales son útiles, por lo pronto, en las lunas y en los planetas cercanos.

 

Kate Crawford. Atlas de inteligencia artificial. Poder, política y costos planetarios Atlas of AI. Power, Politics and the Planetary Costs of Artificial Intelligence (2021), tr. Francisco Díaz Klaassen. Buenos Aires, FCE, 2022.