Leí hace muchos años esta novela, El nombre del mundo, de Denis Johnson (1949-2017) y quedó en mi memoria un recuerdo desdibujado. Volví a tomar el libro para recuperar esa historia, pero no desapareció esa sensación de falta de precisión. Más bien, me di cuenta de que la imprecisión es uno de los intereses de esta novela. Lo leí la primera vez cuando él estaba vivo; la segunda, varios años después de su muerte. La ambigua tristeza de su relato me siguió en ambas ocasiones. No sabría decirles cómo empieza, ni hacia dónde se dirigía su historia cuando cerré sus páginas. Pero puedo comenzar a recordarla, sólo para ustedes, porque es un autor que creo que es importante, aun cuando yo no sepa de su importancia. Creo que debería de volver más adelante a él, puesto que autores tan leídos como David Foster Wallace y Chuck Palahniuk reconocen una influencia importante de sus obras. El primero escribió que Johnson, después de su inicio como autor de horripilante poesía lírica, intentó la narrativa con los cuentos de Hijo de Jesús, llenos “de arrastrados y de inútiles y de sus brutales redenciones”; pero que su magnífica prosa, de lo mejor de los años 80, tiene frases como ésta: “Estaban rodeados de hombres que bebían solos y se asomaban desde su cara”. Palahniuk, por su parte, considera que hay dos tipos de escritores: los que vienen del mundo académico, con textos recargados y sin ímpetu narrativo, y los que vienen del periodismo, que, con un lenguaje claro, cuentan historias llenas de acción y de tensión. Entre los ejemplos que enlista como parte de sus influencias se encuentra el mismo libro, Hijo de Jesús. Como ejemplo de un gran cuento, menciona “Sucia boda”, en que el narrador está esperando mientras su novia está teniendo un aborto. Se le acerca una enfermera para decirle que ella está bien:
–¿Está muerta? –pregunta el narrador.
–No –dice la enfermera, estupefacta.
Y el narrador responde:
–Casi desearía que lo estuviera.
“Esto deja pasmado al lector, pero también crea una ‘autoridad de corazón’. Sabemos que el escritor no tiene miedo de contar una verdad espantosa. Puede que no sea más listo que nosotros, pero sí es más valiente y sincero. Eso es la ‘autoridad de corazón’” (en su libro Plantéate esto: Momentos de mi vida como escritor que lo cambiaron todo).
Autoridad de corazón: dejaré en el secador trastes esta frase, a ver si la puedo utilizar. Pero hay algo que se encuentra en mi mente antes de siquiera comenzar a hablar de El nombre del mundo: esa sensación de que la novela transcurre en esos recurrentes espacios del mundo norteamericano que consta de carreteras y enredados caminos con casas ocultas entre ellos, con pequeñas coagulaciones urbanas que apenas constan de una gasolinera, una tienda, el correo y pocos sitios más, a donde los habitantes acuden algunos días a la semana y a veces se encuentran en la iglesia o en las escuelas. Leo que Denis Johnson murió en el pequeño poblado de Sea Ranch, un sitio lejano, al norte de California, con apenas un poco más de mil habitantes. Lo distintivo de este lugar es que ahí vivió el arquitecto y diseñador Al Boeke, quien pensó que el viejo rancho de ovejas que fue Sea Ranch podría convertirse en un refugio para diseñadores, un sitio inspirado en los kibutz que conoció en su infancia. Esa especie de dictadura estética de Boeke prosperó, y numerosos arquitectos se inspiraron en las cabañas que parecen inacabadas, llenas de tragaluces, rústicas y rodeadas de las inmensas secuoyas del paisaje. Ahí tuvo su última casa Denis Johnson, con libros de W.G. Sebald y del poeta Jack Gilbert, no sé en qué año, pero la novela que leí parecía inspirada en paisajes distantes, boscosos, en que la sociedad humana es parte pequeña de la naturaleza. Buscando en internet encuentro un bello párrafo de Alan Soldofsky, director de Escritura Creativa de la Universidad Estatal de San José:
No puedo evitar pensar en las diversas encarnaciones de Denis que encontraría a lo largo de los años. El Denis con el que me encontré con su saco de dormir, mendigando frente a Cody's Books en Telegraph Avenue en Berkeley, donde yo trabajaba en ese momento. El Denis que acababa de salir de su adicción y estaba aprendiendo a ser católico practicante, a quien le pedí que me cuidara en una casa en el norte de Oakland durante unas tormentosas vacaciones de Navidad cuando mi exesposa y yo llevamos a nuestro hijo recién nacido de regreso a Iowa, en Amtrak, para conocer a los abuelos. El Denis que escribió periodismo extenso desde zonas de guerra para revistas como Esquire, que fue trasladado en avión a lugares peligrosos, como Erbil, durante la primera guerra iraquí. El Denis que escribía extraordinarias obras de temática teológica, a menudo sobre Casandras, psicópatas y asesinos en serie, a veces en verso, y que ayudaba a los productores de la Compañía de Teatro “Campo Santo”, de San Francisco, a poner las obras en escena, a veces poniéndose un cinturón de herramientas para ayudar a construir los sets. El Denis que realizó giras de promoción de libros, dio lecturas en San José State y en Stanford (por invitación de Tobias Wolff) y contó historias sobre cómo contrajo malaria dos veces mientras estaba en África y apenas logró salir. El Denis que ganó el Premio Nacional del Libro de Ficción en 2007 por su novela épica sobre la guerra de Vietnam, Árbol de humo. El Denis que publicó por entregas su novela negra en Playboy. Y finalmente, Denis, el hijo pródigo, que cuidó a su madre durante sus últimos días en Scottsdale. (En Los Angeles Review of Books, 6/9/22)
Pero me alejo mucho de lo que quiero escribir. Quiero decir que El nombre del mundo se cuenta desde el presente. El protagonista recuerda un fragmento de su historia. No es mucho lo que sabemos de su pasado e ignoramos todo de su futuro(nos lo revela en los últimos párrafos). Su memoria más o menos se enfoca en una etapa de su vida: unos años después de que su hija y su esposa murieran en un accidente automotriz. Narra el tiempo en que su vida quiere recomponerse, pero está el tiempo en su contra: sus colegas organizan una cena en su honor, y en medio de ella se da cuenta de que el motivo es su despido. Maestro de una universidad, está a punto de ser echado de su oficina para que llegue una persona más joven. Al mismo tiempo, conoce a una joven artista de performances cuya juventud lo seduce. Recuerda de ella algo muy preciso, sus ojos: ojos azules que te destruían la mente. Ojos dignos de compasión. Pero finalmente, ojos que se diluyen en el recuerdo de ese condado que el protagonista está a punto de abandonar para siempre. Esa indefinible sensación de recrear con la memoria el pasado y darse cuenta de que en él estaba una pertenencia sentimental, que duele si se toca nuevamente. Qué tristes y desabridas saben las reuniones mensuales de los maestros del departamento de Historia. Tienen el mismo sabor que el recuerdo de una cena en casa de un notable novelista consagrado, en que es invitado un joven escritor que pone en jaque con sus comentarios al anfitrión. “Los personajes de sus primeros libros eran diferentes entre sí. Usted realmente conseguía mostrar todo un mundo… Ahora lo único que hay en sus libros son personas cubiertas con joyas, personas que navegan en yates, personas en cenas de estado…” Es triste ver a los personajes ablandarse como galletas remojadas en el café mientras los evoca el narrador. Ninguna revelación, desafortunadamente no son magdalenas remojadas en té. Qué decepción en estos recuerdos que no emanan ningún descubrimiento al ser desmenuzados. Pero asimismo, ¿dónde están todas esas discusiones literarias que tuvimos en otros años? Vimos a tantos enarbolar un ideario, hace tiempo que lo olvidamos si es que alguna vez lo tomamos en serio para discutir. Simplemente dije poco de esta novela, porque fue para mí apenas el vislumbre lejano de un atractivo escritor. Pero hay algo importante, quizá sí, una revelación a final de cuentas. Todo ese pasado sin trascendencia queda atrás. Al abandonarlo sin remordimiento, el protagonista nos avienta su novela para alejarse alegremente: “he continuado desde entonces, día tras día, viviendo una vida que no ha dejado de parecerme absolutamente fascinante”.
Denis Johnson. El nombre del mundo / The Name of the World (2000), tr. Rodrigo Fresán. México, Mondadori, 2003. (Literatura Mondadori, 201)
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