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domingo, 25 de marzo de 2018

Los cuentos más breves del mundo. De Esopo a Kafka, de Eduardo Berti



Mientras leía los numerosos cuentos que forman este libro, no dejaba de pensar cuánta ignorancia tenía de todos estos autores, chinos, griegos, latinos, indios, persas… y me sentía decidido a profundizar en todos ellos una vez que acabara su lectura. Pero de pronto escuchaba sus voces, hablándome en una voz imprecisa como de muchedumbre: “Piensas que cada una de estas historias que hicimos son incompletas piezas de un gran rompecabezas. Pero no es así, cada pequeña historia es como la pieza única de un museo. Como esos enigmáticos fragmentos de esculturas en que los arqueólogos pueden leer una cultura entera. Aparentamos ser pequeños trozos pero leernos es iniciar una reflexión que quizá no tenga para cuando acabar. Eso se debe a que no diferenciamos la belleza, está pegada a la filosofía y a la moral. Quizá tengamos biografía, pero no importa. Como captamos algo eterno, podemos disolvernos. Nuestra obra es nuestra trascendencia. No tenemos nada que decirnos: si entraras en nuestro mundo quedarías mudo, y a nosotros, por nuestra parte, no nos interesa escucharte.” Como es natural, no les hice caso a estos autores desenfocados. ¿Qué autoridad moral pueden tener, si lo que ya dijeron lo seguirán diciendo por siempre? Así que me asomé en la vida de la escritora china Sei Shōnagon, que transcurrió en el siglo X, pero pudo haber transcurrido tranquilamente en cualquier otro siglo y para mí sería igualmente misterioso su tiempo. Apenas pude saber que las mujeres de la corte se entretenían entonces contando historias populares. ¿Cómo habrán sido? Algo me dice que si las pudiera escuchar, reconocería alguna de sus historias, y hasta habría jurado que ocurrió hace poco cerca de aquí. Por ejemplo, el cuento del perro que estaba aprendiendo a no comer y que casi lo logra, pero se murió… aparece aquí, en esta antología, sólo que atribuido a un autor griego, o latino, o no importa de dónde. Hasta cierto punto, estos cuentos esconden la sabiduría milenaria, que sabiamente eligió meterse a vivir en ellos. Pero de cierto momento para acá, la literatura comenzó a faltarle el respeto a esos viejos autores. En el siglo XVIII, la narrativa breve comenzó a burlarse de las moralejas, así Lessing, hace a un burro decirle a Esopo: “Si vas a publicar otro de esos cuentitos en que aparezco yo, haz que diga algo sensato y razonable”. A lo que él fabulista le responde: “¿Algo sensato tú? Entonces se dirá que eres tú el maestro de la moral y yo el burro”. Pronto desaparecerán las moralejas y la única lección consistirá en crear un artefacto bello. Dice el compilador que es muy difícil separar “poesía en prosa” de “prosa poética”. Pero en este punto sí tengo algo que decirle: por alguna razón, el poema en prosa tiene una vida propia en la literatura mexicana, y hasta una modesta tradición. Prosa en que la narrativa se encuentra relegada en un rincón, y que se cultivó desde los tiempos de los modernistas. Incluso, nacieron al mismo tiempo: poema en prosa, ensayo poético, verso libre y prosa poética. Tendría más que decir sobre este tema, pero no lo haré, por deferencia a la brevedad, la homenajeada en esta ocasión.

Euardo Berti (ed.). Los cuentos más breves del mundo. Volumen I: De Esopo a Kafka. Los precursores del microrrelato, 2ª ed.  Madrid, Páginas de Espuma, 2009.

domingo, 11 de marzo de 2018

Diego Rivera, luces y sombras. Narración documental, de Raquel Tibol




Desde 1911, Diego Rivera (1886-1957) tenía la intención de cubrir los muros de México con sus frescos. Para conocer la técnica de los maestros del Renacimiento, viajó por Italia, en 1920, y volvió a París con 325 dibujos, que le sirvieron como base experimental para luego pintar escenas mexicanas. Que quepa México entero en esta obra es algo ambicioso, pero posible. Algunos han medido en metros cuadrados los muros que Rivera pintó, otros han descrito los temas favoritos. Así se podrá saber qué le faltó, qué aspectos quedaron fuera. Y el cometido de la crítica Raquel Tibol (1923-2015) es hacer que quepa su personaje con su obra en estas páginas. Para eso hay que fajarlo, medida temerosa, fajar a Diego, que nada se salga, inmenso como es. Porque además, las ideas políticas no son consistentes, ni las artísticas si se observa bien. El método de la autora consiste en establecer periodos, confrontar con las ideas políticas del pintor y comentar obras selectas. Me quedan claros dos aspectos de Rivera, los cuales me llaman la atención. La mirada de conjunto en primera lugar, el asombroso punto de vista. Desde su juventud, ver el mundo desde un sitio quizá privilegiado, siempre novedoso. Esa especie de aleph, por llamarlo de algún modo, que le permite tener una visión amplia de la vida mexicana, aunque (si se hace el recorrido con la autora) se mira que representa a los hombres trabajando, de acuerdo a su función en el mundo. Salvo en sus inicios cubistas, la obra de Diego no tendría por qué alarmar al público por su técnica o sus procedimientos, aun cuando en tiempos de Vasconcelos en la SEP, eran llamados monigotes los personajes retratados en sus murales. El segundo de estos aspectos, la pasión documental, lo que nos recuerda que no todo debe de mirarse, ni todo se debe de plantear en todos lados. Como por ejemplo, la historia de México. Hay banquetes que se interrumpen, señoras que ponen el grito en el cielo, gente decente que prefiere salirse, antes que presenciar aquello que de manera abstracta incluso defiende. En el mural Sueños de un domingo en la Alameda (1947) todos los personajes representados sueñan, de ahí que la historia de este tradicional espacio de la ciudad aparezca en una apretada síntesis. Nos gusta a todos la muerte, en cálida y afectuosa cercanía con los paseantes. Lo que ofendió entonces fue la frase “Dios no existe”, aproximación a la que en realidad pronunciara Ignacio Ramírez “el Nigromante” al entrar a la Academia de Letrán, en 1836, pomposo nombre para una reunión de estudiantes pobres. Con gusto la borraría, pero se encuentra de por medio la Historia de México, dijo el pintor. Lo que nos recuerda que las instituciones (los homenajes, las retrospectivas) tienden a desactivar el pasado. Ahora mismo, en 2018, el Nigromante celebra sus 200 años. Nació en San Miguel de Allende, una ciudad que preferiría celebrar otras cosas menos comprometedoras. Y si bien no era mi tema, nada le gustaría más a Diego Rivera que el espíritu del Nigromante saliera a espantar a los modernos Caballeros de Colón, que en otros tiempos pretendieron quemar este mural.

Raquel Tibol. Diego Rivera, luces y sombras. Narración documental. México, Lumen, 2007.

miércoles, 7 de marzo de 2018

El jugador, de Fiódor Dostoyevski


La ruleta, al girar, crea una fuerza centrífuga, lo que no evita que atraiga intensamente la atención de los jugadores. No es exagerado decir que el corazón de los jugadores gira a la misma velocidad que este artefacto. Pero, ¿cómo transmitir esa emoción a los lectores, muchos de los cuales no tenemos idea de las angustias qua pasa un jugador? Esta novela gira (¡exactamente como una ruleta!) alrededor de unos personajes ambiciosos, los cuales juegan a la ruleta. Más precisamente, uno de ellos, el general, apuesta lo que tiene y lo que no tiene, pues está en esos momentos esperando su inminente herencia, pues de un momento a otro espera la noticia de la muerte de su abuela, la cual le dejará toda su fortuna. Pero lo que baja del tren no es esa noticia, sino la misma abuela, completamente sana, dispuesta a investigar qué es eso de la ruleta. ¡Y la pasión que en ella despierta es lo que se contagia! Cómo se arriesga a jugar la herencia de la que dependen todos los acreedores de su nieto, y la vida misma de él. Nosotros, que nos encontramos mirando este mundo desde la ruleta, que ocupa el centro temático, sólo lo miramos pasar vertiginosamente a nuestro alrededor. Fuera del libro, el novelista también jugaba una peligrosa apuesta: había firmado un contrato con su editor para entregarle una novela en un mes o de lo contrario, perdía los derechos de toda su obra. Además, recorre la historia el tema del amor. ¡Ay, otra apuesta con la vida! El recuerdo de Polina, la joven que abandonó al autor por un médico español. De tal manera que el vértigo no abandona al narrador ni a los personajes. A lo que debe de sumarse que lo que se apuesta, en el caso del protagonista, no es el dinero sino el destino. La ruleta es la puerta a una vida posible, a un amor que puede ser. Esta novela es una meditación sobre las distintas nacionalidades: en Roulettenburg (la ciudad en que ocurre la historia), se reúnen ingleses, rusos, franceses y polacos. La peor parte se la llevan los polacos y los franceses, mientras que los ingleses merecen una opinión más favorable. Los rusos, bueno: son hombres que se abisman en el espíritu propio para saber a dónde es posible llegar. Y algo más: si se gana en estas apuestas, el dinero no servirá para cimentar nada, sino para gastarse en lujos. “¿No sabes que un mes de esa vida vale más que toda tu existencia?” Eso le dice al narrador su nueva amante. Es completamente cierto, uno no vale todo eso. El valor propio está en no ser un engrane en la máquina del capital. Lo mejor es apostar de manera metafísica. Las fichas se ponen sobre la cartera y se apuestan para conocer la opinión que el destino tiene de uno mismo. Quizá sea susceptible de reconocer la audacia. Y por eso, el narrador ve escaparse el dinero como arena entre los dedos. Si el dinero ha cumplido su función, bien se le puede ver con indiferencia.



Fiódor Dostoyevski. El jugador / Igrok (1866), tr. y nota preliminar de Juan López Morillas, 3ª ed. 4ª reimp. revisada. Madrid, Alianza, 2015.