Mientras leía los numerosos cuentos que forman este libro, no dejaba de pensar cuánta ignorancia tenía de todos estos autores, chinos, griegos, latinos, indios, persas… y me sentía decidido a profundizar en todos ellos una vez que acabara su lectura. Pero de pronto escuchaba sus voces, hablándome en una voz imprecisa como de muchedumbre: “Piensas que cada una de estas historias que hicimos son incompletas piezas de un gran rompecabezas. Pero no es así, cada pequeña historia es como la pieza única de un museo. Como esos enigmáticos fragmentos de esculturas en que los arqueólogos pueden leer una cultura entera. Aparentamos ser pequeños trozos pero leernos es iniciar una reflexión que quizá no tenga para cuando acabar. Eso se debe a que no diferenciamos la belleza, está pegada a la filosofía y a la moral. Quizá tengamos biografía, pero no importa. Como captamos algo eterno, podemos disolvernos. Nuestra obra es nuestra trascendencia. No tenemos nada que decirnos: si entraras en nuestro mundo quedarías mudo, y a nosotros, por nuestra parte, no nos interesa escucharte.” Como es natural, no les hice caso a estos autores desenfocados. ¿Qué autoridad moral pueden tener, si lo que ya dijeron lo seguirán diciendo por siempre? Así que me asomé en la vida de la escritora china Sei Shōnagon, que transcurrió en el siglo X, pero pudo haber transcurrido tranquilamente en cualquier otro siglo y para mí sería igualmente misterioso su tiempo. Apenas pude saber que las mujeres de la corte se entretenían entonces contando historias populares. ¿Cómo habrán sido? Algo me dice que si las pudiera escuchar, reconocería alguna de sus historias, y hasta habría jurado que ocurrió hace poco cerca de aquí. Por ejemplo, el cuento del perro que estaba aprendiendo a no comer y que casi lo logra, pero se murió… aparece aquí, en esta antología, sólo que atribuido a un autor griego, o latino, o no importa de dónde. Hasta cierto punto, estos cuentos esconden la sabiduría milenaria, que sabiamente eligió meterse a vivir en ellos. Pero de cierto momento para acá, la literatura comenzó a faltarle el respeto a esos viejos autores. En el siglo XVIII, la narrativa breve comenzó a burlarse de las moralejas, así Lessing, hace a un burro decirle a Esopo: “Si vas a publicar otro de esos cuentitos en que aparezco yo, haz que diga algo sensato y razonable”. A lo que él fabulista le responde: “¿Algo sensato tú? Entonces se dirá que eres tú el maestro de la moral y yo el burro”. Pronto desaparecerán las moralejas y la única lección consistirá en crear un artefacto bello. Dice el compilador que es muy difícil separar “poesía en prosa” de “prosa poética”. Pero en este punto sí tengo algo que decirle: por alguna razón, el poema en prosa tiene una vida propia en la literatura mexicana, y hasta una modesta tradición. Prosa en que la narrativa se encuentra relegada en un rincón, y que se cultivó desde los tiempos de los modernistas. Incluso, nacieron al mismo tiempo: poema en prosa, ensayo poético, verso libre y prosa poética. Tendría más que decir sobre este tema, pero no lo haré, por deferencia a la brevedad, la homenajeada en esta ocasión.
Euardo Berti (ed.). Los cuentos más breves del mundo. Volumen I: De Esopo a Kafka. Los precursores del microrrelato, 2ª ed. Madrid, Páginas de Espuma, 2009.