Me decía, mientras leía este libro, que me gustaría comentarlo con el antologador. Por desgracia, eso ya no será. Ya no me encontraré con Fernando Curiel (1942-2021) para inmediatamente hablar de cualquiera otro tema de los muchos que le apasionaban. Pues en general no se habla de libros con sus autores, es algo incómodo, aunque no sé si en otros tiempos se acostumbraba. O si sólo no lo acostumbro yo, dispuesto a huir cuando hay que hablar del trabajo propio. Porque muchas veces al acercarse a un autor se le piden cuentas, se le trata de decir qué estuvo mal en su libro o –¡peor aún!– qué estuvo bien. Ya sé que entre los ateneístas era algo no sólo común, sino que precisamente para eso comenzaron a reunirse: para tener una cercanía intensa que les permitiera hablar de sus estilos literarios, de sus lecturas y de sus proyectos conjuntos. Una pequeña familia de gente afín. En realidad, no tan pequeña. Comparada con lo que puede ser la literatura hoy, una familia enorme. Existen algunos lineamientos generales que nos pueden decir qué fue en términos de creación prosística el Ateneo. En primer lugar: sus textos en prosa abandonan casi en su totalidad el estilo modernista. Tal vez sólo Luis G. Urbina y Rafael López, que dejaron páginas magníficas que son como la consumación de la gran prosa modernista, pero nada más. Atrae mucho la idea de hacer un esquema de los caminos que tomó la prosa, aunque requiera un espacio bastante mayor que el que yo le dedicaré. (Hay tres pequeñas provocaciones del autor de la antología: poner a Genaro Estrada, Ramón López Velarde y Jesús Urueta entre los ateneístas. En cambio, hay dos autores que dejaron textos en prosa que no se han rescatado: Ricardo Gómez Robelo escribió un estudio comparando la arquitectura azteca con la egipcia, y Roberto Argüelles Bringas, que publicó una biografía sobre Cuauhtémoc, editada por el Museo Nacional, donde trabajaba). Me perderé además en este tema, pues como es inmenso y todos los textos me interesan, ya sé que no llegaré a ninguna parte. Me perdonan si me extravío sin rumbo. En primer lugar, el Ateneo desarrolló de manera inmensa el ensayo: le dio un perfil y una consistencia que no tenía este género antes. Pedro Henríquez Ureña y Luis G. Urbina, por ejemplo, pero principalmente Alfonso Reyes, dieron aliento enorme a una forma de concebir la prosa como una arquitectura musical y de relaciones poéticas. Curiel destaca en su introducción la publicación de la Antología del Centenario (1910), obra que contiene el deslumbrante prólogo de Urbina, dedicado a explorar autores que nunca más desde entonces han vuelto a leerse. En esas páginas, Urbina construye el puente que une la tradición prosística con el arte de un siglo antes, cuando la noción de literatura no existía: lo que había era la concepción de las “letras”: el caldo primigenio que incluía sermones religiosos, pasquines políticos, discursos cívicos, disertaciones jurídicas y novelas moralizantes, de donde fue desprendiéndose, poco a poco, la autonomía estética. Desde el punto de vista de la narrativa, quizá el cuento no haya sido muy desarrollado, salvo por el conocimiento que llegaron a tener de Edgar Allan Poe, Marcel Schwob o Charles Lamb, cuyas piezas breves y preciosistas inspiraron a Torri o a Rafael Cabrera –este último destacó por sus notables traducciones a varios de esos autores. Como lectores de novelas podrían parecernos decepcionantes, pues casi todos ignoraron a Cervantes y se dedicaron a leer autores que hoy no dicen nada. Reyes y Torri se hicieron amigos el día en que comentaron la antología que hizo el crítico catalán Buenaventura Carlos Aribau de los Novelistas anteriores a Cervantes (1846). Esas dos o tres generaciones de autores que formaron el Ateneo dejaron una sola novela trascendente,La sombra del Caudillo, que puede ser leída de múltiples maneras, pero cuyo estilo e intención clásica dejan ver, en filigrana, bajo la realidad política de su tiempo, la tragedia griega y la prosa latina. Desafortunadamente, conozco poco la obra literaria de José Vasconcelos, y para mayor desgracia, conozco mucho mejor la obra filosófica de Antonio Caso. Las memorias del primero –junto con El águila y la serpiente, de Guzmán– han dejado abierto un debate que no se ha cerrado desde que Antonio Castro Leal incluyó ambos textos en su antología La novela de la Revolución Mexicana: pueden ser leídas como novelas (lo que de hecho las desvirtúa) o como memorias: género en el que destacan por ser la gran narrativa de todo un periodo. Frente a ellas, no desmerecen los tomos de memorias del doctor González Martínez. Por su parte, Caso se consideró a sí mismo el “héroe filosófico” que falta en el catálogo de heroísmo que dejó Carlyle. Así que este filósofo quiso ser el héroe de nuestra Filosofía. Dijo que había vencido el Positivismo, pero lo hizo más en términos políticos (cuando, durante el huertismo, el plan de estudios de la Preparatoria incorporó la nueva filosofía francesa) que en la batalla de ideas. Caso fue el defensor del espiritualismo y, en general, del pensamiento francés: el gobierno de ese país lo distinguió por el ciclo de conferencias que dio en América Latina sobre pensadores franceses, en contra de la filosofía alemana. Entre los espacios que dejaban los grandes géneros, el Ateneo cultivó al menos dos, cuyas historias comienzan entonces: el poema en prosa y el verso libre. ¡Y la vanguardia!, pues Ángel Zárraga firmó una obra cubista, la Oda a la virgen de Guadalupe, en 1917. El verso libre no importa ahora, pero según José Emilio Pacheco inició en México con el El descastado (1916), de Alfonso Reyes. El poema en prosa –el ritmo del pensamiento por sobre la sucesión de hechos– fue descubierto en las obras de Aloysius Bertrand y Charles Baudelaire, y comenzó en los textos de Rafael Cabrera y Julio Torri. Tres autores se me vienen rápidamente a la mente, como herederos de este descubrimiento del Ateneo: Gilberto Owen, Juan José Arreola y Augusto Monterroso. Dentro de los géneros históricos, se encuentran Luis Castillo Ledón (el biógrafo de Hidalgo) y Alfonso Teja Zabre (especialista en Morelos). La crónica tuvo un autor tan extraordinario como desconocido, al que mencioné arriba: el único ateneísta que se dejó deslumbrar por Ramón López Velarde: Rafael López. Serge Zaïtzeff publicó algunas selecciones de esas crónicas, quizá el descubrimiento más agradecible de estas páginas. En una crónica de 1913 pasa apresuradamente por los barrios de la ciudad y mira los trenes, más cargados de gente que la barca de Caronte. Pasa rápido por la colonia Juárez y la Roma, para llegar a un lugar perdido en el tiempo, lejos del ruido, con asfalto suave y con buganvilias entre las piedras, que se llamó la colonia Santa María la Ribera. Aunque para mí, la prosa de Pedro Henríquez Ureña brilla tanto como esas calles, deslumbra su inteligencia. Demuestra por qué todos estos autores que acabo de mencionar se le pegaron y lo siguieron por todas partes. Mucho menos estilizado que cualquiera, con retórica menos presuntuosa. No fue quizás el gran estilista, pero inspiró a un grupo entero de escritores, los exhortó a dejar las cantinas y los bares donde medraban los vates, de triste memoria, y los metió a estudiar intensamente. Les dijo, palabras más: “Sacúdanse de esa pereza que llamamos Romanticismo. Miren a los modernistas, que toman los ejemplos de Europa pero piensan en América. Pensamos, como Rubén Darío, que es detestable el tiempo en que nos tocó nacer, pero podemos tomar de Europa lo que nos plazca”. Los caracterizaron estas ideas. Además, su convicción de que guardaban tesoros artísticos en sus arcas. ¡Ah, y una inalterable confianza en el porvenir!
Prosa atenea, ntr., selecc. Y notas, Fernando Curiel. México, UNAM, 2016. (Biblioteca del Estudiante Universitario, 151)