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sábado, 26 de marzo de 2022

García Márquez: Historia de un deicidio, de Mario Vargas Llosa


  

Es célebre la admiración de Mario Vargas Llosa por Gabriel García Márquez. De hecho, las investigaciones literarias que el primero llevó a cabo en torno a la obra del segundo, tuvieron un extenso desarrollo. Sólo que, como lo documenta la sección de sociales, esta meticulosa dedicación terminó abruptamente. Pero no sin dejar un conocido estudio de peculiar título: “Historia de un deicidio”. Su explicación le lleva pocas páginas al autor (el novelista es un deicida porque toma el sitio de Dios en sus creaciones literarias) y no tiene la mayor importancia. Parece una de esas exóticas teorías que los sinodales les exigen incluir a los doctorantes para que puedan titularse. Pero una vez que se pasa por ese escollo teórico, la lectura del libro se vuelve interesante por varias razones. En primer lugar, porque habla desde un momento privilegiado acerca de cómo fue creándose el prestigio literario de la novela cumbre de García Márquez. Y en segundo, porque nos damos cuenta de que la percepción de esta obra literaria ha variado; no mucho, pero ha habido un cambio de perspectiva. Por ejemplo, ni una sola vez se menciona el “realismo mágico”, término usado sin reflexionar en cada ocasión que alguien se refiere a García Márquez, quien, por cierto, consideraba que su obra era la cumbre del Realismo socialista. Me gusta mucho más esa idea que tenía de sí mismo el novelista colombiano: un realismo construido con aquello que la comunidad cree verdadero. Una noción de realidad más amplia e imaginativa, hecha de rumores, chismes y contradicciones… La voz de la tribu, tal vez dirían los sociólogos. Otro aspecto que se trata en el libro es el de las influencias. Se pasa revista desde las novelas de caballerías y Borges, hasta Daniel Defoe y su Diario del año de la peste (1722). Sin embargo, se pasa por alto a dos autores fundamentales: Rulfo y Cervantes. Porque hay que pensar que el estilo de García Márquez en gran medida es también el resultado de una investigación policiaca en torno al estilo de Rulfo: se dedicó a rastrear las voces que hablaban en la prosa rulfiana. Quizá por esa razón llegó a Sófocles, a los novelistas nórdicos y a sus numerosas influencias secretas. El otro autor: Cervantes. Porque no sabemos, al leer Cien años de soledad, que nos estamos asombrando con el mismo truco cervantino que lleva siglos funcionando. En el Quijote, el planteamiento de que leemos un manuscrito en árabe que Cervantes traduce. En la novela de García Márquez, el darnos cuenta de que el universo de Macondo se está desintegrando en el momento mismo en que alguien traduce el manuscrito que estamos leyendo.  El viento arrasa un mundo y ante nuestros ojos sólo queda un libro abierto.

 

Mario Vargas Llosa. García Márquez: Historia de un deicidio (1971). México, Alfaguara, 2021.

lunes, 21 de marzo de 2022

Los espejismos de la certeza, de Siri Hustvedt




Para D.T.

Es difícil saber qué tipo de libro es éste. No se trata de una reunión de ensayos (aunque esté incluido en una colección dedicada a este género), sino de una serie de artículos de divulgación científica aderezada de condescendencia por todos aquellos que ignoran los temas de la neurología. Por otra parte, las expectativas que promete abordar no se cumplen; por ejemplo: hacer una revisión del racionalismo del siglo XVII, pero con perspectiva de género. En cuanto a la historia de las ideas, parecía que las grandes lagunas se debían a elipsis meditadas, pero finalmente tuve que concluir que la ausencia de un Locke o un Hume, por mencionar a dos pensadores necesarios en esta discusión, se debía al desconocimiento de sus ideas. Sin embargo, lo más decepcionante es que se tratan de artículos que no conducen al siguiente en una argumentación, sino de textos independientes que aseguran pertenecer a una sola reflexión orgánica. Son en realidad, numerosas reflexiones con diferentes grados de resolución. Muchas de las ideas sólo son planteadas y desaparecen después, lo que hace casi imposible decir de qué trata en realidad el libro. Ciertamente, se desprenden varias sugerencias de estas páginas, cuyo desarrollo será tarea del lector. Una de esas reflexiones, cuyo desarrollo merecería un libro (y mereció un memorable capítulo de Alfonso Reyes en La experiencia literaria), es la que conduciría a explicar por qué la ciencia se decide por las metáforas para darse a entender. Por ejemplo, la metáfora usada por la ciencia actual que dice que la mente humana es una gran computadora. Sería bueno en este momento decidir cuál es el camino que queremos seguir: si pretendemos estudiar al cerebro como una computadora o, por el contrario, explicar el mundo cibernético como una herramienta construida a semejanza de la mente. Serían dos caminos divergentes: el primero tiene como desventaja que le impondría límites al estudio de la mente porque finalmente las propias ideas que se han tenido en torno a la computación han variado con el tiempo. El segundo, sería de utilidad para la cibernética, que pretende crear inteligencia por medios artificiales. Sin embargo, dado que se trata de una metáfora que humaniza una serie de mecanismos matemáticos, ¿cómo es que la máquina podría arribar a la creación de una mente? La idea de inteligencia estaría sólo del lado del creador, y no del lado de un mecanismo indiferente a esa metáfora. Sin embargo, el principal hueco de este libro es la interpretación del pensamiento cartesiano. A lo largo del libro no se toma partido sobre esta filosofía: imposible saber si la autora concibe la mente como una formación compleja de la materia o bien como algo extra-corporal. En la página 203, por ejemplo, dice que Freud trató de hacer que “lo mental y lo físico fueran una misma cosa”. Esto haría suponer que la autora practica un idealismo filosófico que luego discute para, al final, concluir que hay que abandonar “la concepción cartesiana del cuerpo” (p. 323), la cual es una buena idea, pero llega a la mesa de novedades con siglos de retraso. 

Siri Hustvedt. Los espejismos de la certeza / The Delusions of Certainty (2016), tr. Aurora Echevarría. México, Planeta-Seix Barral, 2021. (Col. Los Tres Mundos)

sábado, 19 de marzo de 2022

Prosa Atenea. Antología del Ateneo de la Juventud, de Fernando Curiel



 

Me decía, mientras leía este libro, que me gustaría comentarlo con el antologador. Por desgracia, eso ya no será. Ya no me encontraré con Fernando Curiel (1942-2021) para inmediatamente hablar de cualquiera otro tema de los muchos que le apasionaban. Pues en general no se habla de libros con sus autores, es algo incómodo, aunque no sé si en otros tiempos se acostumbraba. O si sólo no lo acostumbro yo, dispuesto a huir cuando hay que hablar del trabajo propio. Porque muchas veces al acercarse a un autor se le piden cuentas, se le trata de decir qué estuvo mal en su libro o –¡peor aún!– qué estuvo bien. Ya sé que entre los ateneístas era algo no sólo común, sino que precisamente para eso comenzaron a reunirse: para tener una cercanía intensa que les permitiera hablar de sus estilos literarios, de sus lecturas y de sus proyectos conjuntos. Una pequeña familia de gente afín. En realidad, no tan pequeña. Comparada con lo que puede ser la literatura hoy, una familia enorme. Existen algunos lineamientos generales que nos pueden decir qué fue en términos de creación prosística el Ateneo. En primer lugar: sus textos en prosa abandonan casi en su totalidad el estilo modernista. Tal vez sólo Luis G. Urbina y Rafael López, que dejaron páginas magníficas que son como la consumación de la gran prosa modernista, pero nada más. Atrae mucho la idea de hacer un esquema de los caminos que tomó la prosa, aunque requiera un espacio bastante mayor que el que yo le dedicaré. (Hay tres pequeñas provocaciones del autor de la antología: poner a Genaro Estrada, Ramón López Velarde y Jesús Urueta entre los ateneístas. En cambio, hay dos autores que dejaron textos en prosa que no se han rescatado: Ricardo Gómez Robelo escribió un estudio comparando la arquitectura azteca con la egipcia, y Roberto Argüelles Bringas, que publicó una biografía sobre Cuauhtémoc, editada por el Museo Nacional, donde trabajaba). Me perderé además en este tema, pues como es inmenso y todos los textos me interesan, ya sé que no llegaré a ninguna parte. Me perdonan si me extravío sin rumbo. En primer lugar, el Ateneo desarrolló de manera inmensa el ensayo: le dio un perfil y una consistencia que no tenía este género antes. Pedro Henríquez Ureña y Luis G. Urbina, por ejemplo, pero principalmente Alfonso Reyes, dieron aliento enorme a una forma de concebir la prosa como una arquitectura musical y de relaciones poéticas. Curiel destaca en su introducción la publicación de la Antología del Centenario (1910), obra que contiene el deslumbrante prólogo de Urbina, dedicado a explorar autores que nunca más desde entonces han vuelto a leerse. En esas páginas, Urbina construye el puente que une la tradición prosística con el arte de un siglo antes, cuando la noción de literatura no existía: lo que había era la concepción de las “letras”: el caldo primigenio que incluía sermones religiosos, pasquines políticos, discursos cívicos, disertaciones jurídicas y novelas moralizantes, de donde fue desprendiéndose, poco a poco, la autonomía estética. Desde el punto de vista de la narrativa, quizá el cuento no haya sido muy desarrollado, salvo por el conocimiento que llegaron a tener de Edgar Allan Poe, Marcel Schwob o Charles Lamb, cuyas piezas breves y preciosistas inspiraron a Torri o a Rafael Cabrera –este último destacó por sus notables traducciones a varios de esos autores. Como lectores de novelas podrían parecernos decepcionantes, pues casi todos ignoraron a Cervantes y se dedicaron a leer autores que hoy no dicen nada. Reyes y Torri se hicieron amigos el día en que comentaron la antología que hizo el crítico catalán Buenaventura Carlos Aribau de los Novelistas anteriores a Cervantes (1846). Esas dos o tres generaciones de autores que formaron el Ateneo dejaron una sola novela trascendente,La sombra del Caudillo, que puede ser leída de múltiples maneras, pero cuyo estilo e intención clásica dejan ver, en filigrana, bajo la realidad política de su tiempo, la tragedia griega y la prosa latina. Desafortunadamente, conozco poco la obra literaria de José Vasconcelos, y para mayor desgracia, conozco mucho mejor la obra filosófica de Antonio Caso. Las memorias del primero –junto con El águila y la serpiente, de Guzmán– han dejado abierto un debate que no se ha cerrado desde que Antonio Castro Leal incluyó ambos textos en su antología La novela de la Revolución Mexicana: pueden ser leídas como novelas (lo que de hecho las desvirtúa) o como memorias: género en el que destacan por ser la gran narrativa de todo un periodo. Frente a ellas, no desmerecen los tomos de memorias del doctor González Martínez. Por su parte, Caso se consideró a sí mismo el “héroe filosófico” que falta en el catálogo de heroísmo que dejó Carlyle. Así que este filósofo quiso ser el héroe de nuestra Filosofía. Dijo que había vencido el Positivismo, pero lo hizo más en términos políticos (cuando, durante el huertismo, el plan de estudios de la Preparatoria incorporó la nueva filosofía francesa) que en la batalla de ideas. Caso fue el defensor del espiritualismo y, en general, del pensamiento francés: el gobierno de ese país lo distinguió por el ciclo de conferencias que dio en América Latina sobre pensadores franceses, en contra de la filosofía alemana. Entre los espacios que dejaban los grandes géneros, el Ateneo cultivó al menos dos, cuyas historias comienzan entonces: el poema en prosa y el verso libre. ¡Y la vanguardia!, pues Ángel Zárraga firmó una obra cubista, la Oda a la virgen de Guadalupe, en 1917. El verso libre no importa ahora, pero según José Emilio Pacheco inició en México con el El descastado (1916), de Alfonso Reyes. El poema en prosa –el ritmo del pensamiento por sobre la sucesión de hechos– fue descubierto en las obras de Aloysius Bertrand y Charles Baudelaire, y comenzó en los textos de Rafael Cabrera y Julio Torri. Tres autores se me vienen rápidamente a la mente, como herederos de este descubrimiento del Ateneo: Gilberto Owen, Juan José Arreola y Augusto Monterroso. Dentro de los géneros históricos, se encuentran Luis Castillo Ledón (el biógrafo de Hidalgo) y Alfonso Teja Zabre (especialista en Morelos). La crónica tuvo un autor tan extraordinario como desconocido, al que mencioné arriba: el único ateneísta que se dejó deslumbrar por Ramón López Velarde: Rafael López. Serge Zaïtzeff publicó algunas selecciones de esas crónicas, quizá el descubrimiento más agradecible de estas páginas. En una crónica de 1913 pasa apresuradamente por los barrios de la ciudad y mira los trenes, más cargados de gente que la barca de Caronte. Pasa rápido por la colonia Juárez y la Roma, para llegar a un lugar perdido en el tiempo, lejos del ruido, con asfalto suave y con buganvilias entre las piedras, que se llamó la colonia Santa María la Ribera. Aunque para mí, la prosa de Pedro Henríquez Ureña brilla tanto como esas calles, deslumbra su inteligencia. Demuestra por qué todos estos autores que acabo de mencionar se le pegaron y lo siguieron por todas partes. Mucho menos estilizado que cualquiera, con retórica menos presuntuosa. No fue quizás el gran estilista, pero inspiró a un grupo entero de escritores, los exhortó a dejar las cantinas y los bares donde medraban los vates, de triste memoria, y los metió a estudiar intensamente. Les dijo, palabras más: “Sacúdanse de esa pereza que llamamos Romanticismo. Miren a los modernistas, que toman los ejemplos de Europa pero piensan en América. Pensamos, como Rubén Darío, que es detestable el tiempo en que nos tocó nacer, pero podemos tomar de Europa lo que nos plazca”. Los caracterizaron estas ideas. Además, su convicción de que guardaban tesoros artísticos en sus arcas. ¡Ah, y una inalterable confianza en el porvenir!


Prosa atenea, ntr., selecc. Y notas, Fernando Curiel. México, UNAM, 2016. (Biblioteca del Estudiante Universitario, 151)

viernes, 11 de marzo de 2022

La forma inicial. Conversaciones en Princeton, de Ricardo Piglia



 

Ricardo Piglia (1941-2017) fue considerado siempre un gran conversador, lo que trajo como consecuencia que varias de sus entrevistas fueran reunidas en forma de libro. No todas son amenas y algunas son sólo entretenidas para aquellos que demuestran alto rendimiento para las reuniones académicas. A sorbos, según mi parecer, resultan más beneficiosas. Siempre he tenido curiosidad por sus ideas en torno a la literatura y a sus intereses como pensador. Con frecuencia me digo que necesito saber de él más que frases que se citan en otros textos. Y ya que he tomado todo el día café y le he puesto bolsitas de todo tipo de sustitutos, mis metáforas únicamente revuelven una cucharadita de algo con un chorrito de algo más. Lo que significa que las ideas de Piglia me resultan como una bolsita que se le echa a la literatura para que sepa mejor, pero unas cuantas cucharaditas o sólo un chorrito. Puesto que sus ideas sirven para, a su vez, extraer algo de la experiencia estética que se pueda compartir. En el fondo se trata de mezclar la literatura con la sociedad. Básicamente, la literatura, en un diálogo en el cual los demás elementos tienen cierta independencia. Lo que le interesa es hablar de literatura, pero de literatura en su relación con otras experiencias. Cada lector sabrá a lo que le sabe este libro. Yo lo recorro pensando en las pasiones de Piglia: la novela policiaca, el consumo de arte, el guion cinematográfico, Onetti, etc. Por ejemplo, la famosa entrevista que se le hizo en Princeton (1998) tiene elementos que se pueden reconsiderar. Él hablaba de la novela como un género que había sido desbancado por el cine. De algún modo, se supone que vivimos en una sociedad que consume narrativas. Piensa que la novela vivió su época de oro en el siglo XIX gracias a su popularidad, y que los escritores han tenido que ir al cine porque este género ha instalado un tipo de narración entre la sociedad. Puesto que tengo que confesar que no he visto series, el desarrollo de esta idea de narrativa le corresponde a otra persona. Aunque es evidente que cada vez más los libros tienen cintillas que indican que inspiraron o que fueron inspirados por series. Considera también que la novela ha perdido popularidad, aspecto en el que no creo, puesto que la ésta tendría que ser considerada el género literario más popular. Quizá es que los géneros van y vienen como olas, los sentimos periódicamente cercanos y lejanos. Algunos han desaparecido para siempre, pero no los extrañamos en absoluto, como los sermones religiosos. Pero es que tal vez la novela ha tenido una relación compleja con los medios audiovisuales. Después de tantos debates infructuosos deberíamos de concluir que ella ha sobrevivido y que el debate tendría que ir por otros caminos. Aunque Piglia termina su reflexión con cierto conservadurismo: si todos se van al cine a ver la película de la novela de moda, los modernos Proust y Joyce se quedan solos para crear en libertad.

 

Ricardo Piglia. La forma inicial. Conversaciones en Princeton, ed. Arcadio Díaz Quiñones y Paul Fibras. México, Sexto Piso, 2015.

sábado, 5 de marzo de 2022

Conflictos del alma infantil, de Carl Gustav Jung

  



 

Volver al mundo de la infancia…, ¿a estas alturas de la vida? Para ello necesitaría una amplia bibliografía y un potente telescopio puesto que ese mundo se encuentra ya muy lejano. Recuerdo de él momentos, fragmentos imposibles de armar. Ni un día completo en la memoria. A veces pienso que me gustaría volver a formular la realidad como lo hizo ese niño que fui. Volver a esa (para mí) extraordinaria capacidad de darle fantasía a la vida, ensoñación. Habrían de pasar años, décadas, para enterarme de que el doctor Carl Gustav Jung (1875-1961) consideraba que la introversión es consecuencia del amor que no fue capaz de llegar a su objeto real. Amor que retorna a uno mismo y se convierte en un cauce que rodea las cosas para no tocarlas. El inmenso flujo de la conciencia. Y yo que consideraba mi ensimismamiento como una conquista estilística, una locura conducida por el lenguaje para lograr imágenes y metáforas eficientes. Pero esas metáforas serían entonces tristes simulacros del mundo. Nada real, puesto que el amor no se puede tocar y entonces se tiene que intentar construir en el texto. Pero es que no trato mucho ese tema en mis textos, doctor Jung. No importa, lo importante es que la libido ha sido desviada para no llegar a su destino. Por otra parte, la libido se esfuerza en no venir de ningún sitio. Por un lado, el amor no llega a su objeto. Por otra, uno no proviene del amor. El ser humano ha preferido, en otros tiempos históricos, abstraer su origen, tratando de desconocer la relación entre coito y gravidez. Lo que quiere decir que la niñez (cierta niñez) es una isla. No sabe su origen y la fuerza de su deseo no será correspondida. Sueña en sí misma, sueña de por sí. Y más adelante tratará de salir de ese mundo poblado de proyecciones inventadas por un Yo muy creativo. Eso significa que querrá escapar de su destino. Un destino que no se puede ver ni apreciar pues los caminos que unen el mundo circular de la infancia con el rápido devenir de la vida adulta están elididos. A aquellas fuerzas que otros llaman Dios o el Diablo, yo las continuaré llamando el Destino. No sé si tiene menos fuerza que las otras deidades para conducirme a donde no quiero. Ahora bien, el Destino me ha traído Aquí. No sé, en todo caso, si he logrado amotinarme contra él. Estar Aquí tiene una gran ventaja: es posible hacer el balance y saber si se ha llegado al presente deseado o al que obliga un hechizo que une a los hijos como una prolongación de las neurosis de los padres. Jung escribió en un mundo menos secular que éste, lo que significa que actualmente culpamos menos a Dios y al Diablo. Fundamentalmente, dice Jung, el Diablo ha caído en un mayor descrédito. Es una lástima, es el personaje que vela por nuestra lujuria y para el que han sido escritos algunos de los mejores papeles del teatro en los últimos siglos.

 

Carl Gustav Jung. Conflictos del alma infantil / Konflikte der kindlichen seele (1910). México, Paidós, 2021.