Tengo una Grecia, pero no es la que está por ahí hoy al borde del mar. La mía es una que soñaron allá por 1908 unos jóvenes que leían juntos a Platón. Una noche entera la dedicaron a leer El banquete, y salieron a la madrugada embriagados de helenismo. Como una vieja ánfora rota y recién desenterrada eran ellos, hasta que ante los ojos de Grecia tomaron novedad. Un antiguo árbol que tenía sus raíces lejanas dio un último fruto del otro lado del mar. Se sintieron (aquellos jóvenes a que me refiero) presentidos. Allá en el pasado se hablaba del reino de Tule: es decir, el reino que quedaba del otro lado del mar, lo más lejos al occidente, más lejos incluso que el último letrero que marcaba el fin de la tierra conocida. Allá había un rey –según un poema de Jules Laforgue– que quiso perseguir al sol que se ocultaba bajo el mar para envolverlo en un sudario que él mismo le tejió. Pero no era el último extremo, todavía faltaba más tierra. No un velo tejido por un rey sino un largo sueño helénico envolvió el nuevo continente que fue construyendo la imaginación a lo largo de siglos. No estaríamos completos hasta no formar parte de esa comunidad llamada Occidente, con ciertos relatos comunes. Antonio Caso, sí, el anfitrión de las reuniones de lectura, él escribió bastante, al final de su vida un extraño retrato de Aristóteles que quizá algún día pueda yo comentar. José Vasconcelos también; aunque de otro modo, pero también existe Grecia en muchos de sus actos, por ejemplo al publicar la mejor traducción de Homero en sus “clásicos verdes”, la de Luis Segalá y Estalella (aunque no le dio crédito). Allá, del otro lado de esta madeja de pensamiento, están los griegos, tranquilamente meditando, en sus prolíficas caminatas. De este lado de la madeja, nosotros, en un mundo tan extraño que difícilmente podría encontrarse alguna relación. Grecia, de pronto, brotó en un siglo de guerras. Pienso que ese helenismo interior consistía, de algún modo en darle un orden interior a esa destrucción cotidiana. Categorizar de acuerdo con un ideal hallado en la literatura y en la filosofía. Hasta cierto punto es curioso equiparar helenismo y Revolución Mexicana, parecen dos mundos que no se tocan. De aquellos jóvenes, el que más tiempo dedicó a meditar Grecia fue Alfonso Reyes. Es cierto que el tema lo acompañó siempre, pero su dedicación casi exclusiva se dio una vez que regresó a México, luego de su misión diplomática, es decir, entre 1939 y 1955, aproximadamente. Teresa Jiménez Calvente, en el prólogo a su selección de Alfonso Reyes, Grecia (FCE, 2012), establece algunos círculos concéntricos que van desde la historia de Grecia hasta enfocarse en la obra de Homero, pasando por el pensamiento griego, las creencias y los mitos, y la literatura. Desde que Reyes escribió estos textos hasta hoy, se ha dado una polémica cíclica en torno al valor de este trabajo, generalmente cuestionándolo. Pero Grecia es la construcción literaria y filosófica de un escritor que prefirió ir a esa región sólo con el pensamiento. No me parece que sea un conjunto de ruinas esa obra, sino una proyección personal de un escritor. Una red –la misma tal vez que la del poema de Laforgue– que envolvía también la noción de un país, México. “Póngale Juanita en donde dice Ifigenia, y superamos el problema del extranjerismo”, le replicó a sus enemigos. Desde este punto de vista, naturalmente, faltan tantos aspectos de Grecia, pero son los aspectos que no le interesaban a este autor. Pienso en qué autores se han lanzado posteriormente a realizar un trabajo de tal envergadura y recuerdo las traducciones de Rubén Bonifaz Nuño. Pero ocurre que el pensamiento de Bonifaz es una especie de alquimia que mezcla en una obra todos los aspectos que le interesan como poeta: el mundo prehispánico, el hermetismo, la Edad Media, etc. En cambio, en Reyes hay una relación metafórica entre México y Grecia. Son dos realidades que transcurren paralelamente pero reflejándose mutuamente. Por un lado, los viejos mitos griegos cristalizados en poesía esconden un referente histórico. Reyes recuerda a Evémero, el filólogo de la época helenista, que planteó que los personajes míticos son la máscara de un personaje real que no conoceremos. Se enmascararon con el arte para poder existir. Viven literariamente y tienden a hablarnos de nosotros antes que de su tiempo (privilegio destinado a los filólogos y a los especialistas: aquellos que tienen lentes para ver a través de los versos). Los demás no, no podemos, nos vemos a nosotros cuando intentamos mirar dentro del arte. En vano ensayaríamos una voz que les recuerde algo a los Hombres. Sí, las aguas del Leteo nos impiden ver los reflejos de las estrellas que nunca vimos. Desafortunadamente no tengo capacidad para abundar en esta idea poética: nunca veremos lo que inútilmente nos está diciendo el arte que veamos. Siempre será un paño invisible o no que nos está solicitando lo imposible. Veremos el reflejo de un artista o, bien, sólo a nosotros mismos. Por otra parte, la poética convexa que le corresponde a ese cóncavo es: la realidad de hoy comenzada a embozar de tal modo que parezca helénica. Lo comenzó a hacer con Ifigenia cruel (en 1924) y continuó su método hasta Homero en Cuernavaca (1949). Dado que no es posible ir a preguntar, ni al personaje, ni al poeta, ni al poema, ni a nadie, si es verdad que le ocurrió aquello que dicen los rapsodas o los sonetistas, es mejor preguntar lo que nos ocurre a nosotros mismos con la lectura aun cuando tampoco sobre ese tema tengamos una clara respuesta. En el fondo, Grecia, los mitos, los rapsodas, todo eso, no nos sirve para llegar a ninguna realidad. En gran medida porque nos concretamos a los recursos exegéticos. Hay más sustancia en la Filosofía, en las artes visuales, la Historia, para alcanzar a vislumbrar cierta realidad. Y también hay sustancia en el método de trabajo de Reyes, el cual consistía en levantarse a escribir diariamente, seguir con un plan de trabajo; de hecho: con varios planes simultáneos. Aclarar el panorama gracias a los esquemas, e ir llenando poco a poco las cuartillas, sin mucho interés en el punto final. Sólo después de un tiempo se sabrá si efectivamente se llegó a algo, si el texto es digno de ordenarse definitivamente. Son los apuntes de un eterno aprendiz. Eso ha sido también cuestionado de él. Como lector, me considero su acompañante en su viaje. Si yo lo hubiera intentado solo, habría naufragado casi en el momento de zarpar. No habría visto mucho, me habría perdido de vellocinos, de vistosas armaduras, de bellezas únicas. Al releer estos apuntes –que le permitieron ser interlocutor de los principales helenistas de su tiempo–, se tiene que volver a armar el rompecabezas de Grecia con nuevos elementos de las ciencias particulares, la filología, la arquelogía, etc. Todo, para volver a un punto de partida enunciado por Reyes: el humanista no se interesa por las discusiones internas de esas ciencias particulares, se basta con los cortes de caja de cada una de ellas, con el fin de hacerlas dialogar. El agua clara de las conclusiones. Creo que ya lo he dicho. Quizá, no importa. El propio Reyes se reescribía, y uno necesita volver a decir ciertas cosas nuevamente, ya sea porque no existe suficiente énfasis en uno mismo, o porque no hay tiempo suficiente para ir a buscar en aquello que uno mismo ya escribió. Ante el tiempo que se va, mejor insistir con las mismas palabras.
Alfonso Reyes. Grecia, pról. Teresa Jiménez Calvente. México, FCE-Cátedra Alfonso Reyes del Tecnológico de Monterrey-f,l,m., 2012. (Col. Capilla Alfonsina, 8)
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