Guillermo Prieto (1818-1897) es nuestro hombre en el siglo XIX. Todo lo que quisiéramos ver, él lo vio. Nos manda cotidianamente un abultado número de cuartillas con sus vivencias. Sus viajes son especialmente atractivos: quién sabe cómo y en qué condiciones, tomaba la pluma de ganso, la remojaba en el tintero y escribía sobre las hojas que cargaba en alguna de sus maletas, para escribir no sabemos a qué horas, numerosas líneas. No siempre nos dice cuál era el motivo de sus viajes (el más largo de ellos, a Querétaro, en 1853, fue deportado por Santa-Anna) ni quiénes eran sus acompañantes. Qué misterioso resulta a veces. Pero si queremos decir un poco más de su estilo y sus intereses, no olvidemos que su ídolo fue el barón de Humboldt, quien recogía la información estadística y las costumbres de todo suelo que pisaba. La vida de los pueblos indígenas, la música que se escuchaba, las celebraciones y las leyendas, y hasta palabras que nunca volveremos a escuchar (tumbaga), todo lo anotaba con su pluma de ganso. ¿Habrá páginas manuscritas de este autor? Me atrevo a pensar que escribió más que Alfonso Reyes y Octavio Paz (juntos) o más que Carlos Monsiváis, a tal grado que no hemos acabado de sistematizar sus textos –y no ocurrirá en esta generación. Pero si es de nuestro interés saber cómo era la Ciudad de México en tiempos de su Alteza Serenísima, debemos de buscar en estas páginas. La denuncia de los crímenes que se cometían al amparo de Santa-Anna fue causa de varias de las desventuras de Prieto. Ciudad de delaciones, de complicidades para matar, de encarcelamiento sin trámites. Pero relatadas a la mayor velocidad, que los sucesos pasan rápido y a la misma velocidad van la imprenta, las diligencias y las asonadas contra el gobierno. Si no se registra hoy, no se podrá después. La inmensa sequía de Querétaro, la miseria de los indígenas, todo eso se alcanza a contemplar. Pero me distraigo y me quedo viendo a un joven, de ésos que llamaban calaveras en aquel siglo, con habano en la boca y chamarra de piel. Dice Prieto que tarareaba una canción de Béranger. No sé quién es ni qué canciones hacía, así que me pierdo buscando esa referencia. ¿Así que Pierre-Jean de Béranger fue uno de los poetas más populares de Francia? Ni por aquí me pasaba que fue el gran representante de las goguettes, porque ni siquiera sabía que existían. Son las canciones a las que se les cambia la letra para poner textos políticos, o amorosos o de celebraciones alcohólicas. Una parodia, sería una manera de llamarlas. Sólo que el nombre lo toman de una vieja tradición de reunirse para cantar. En todo Francia, a lo largo del siglo XIX, florecieron las goguettes, lugares para pasar a cantar por una módica cantidad. Como la ley castigaba las reuniones de más de veinte personas, la costumbre era sólo admitir 19 miembros. En esas sociedades musicales nacieron canciones como Frère Jacques (que conocemos como Martinillo) y La Internacional, el himno obrero por excelencia. Gérard de Nerval narró su visita a una de ellas (en su novela Noches de octubre), pero yo quiero regresar al carruaje con Guillermo Prieto, amontonados los viajeros como en un cuento de Maupassant. A lo largo de páginas y páginas los miraremos, una señora con un periquito, un espía de tiempos del general Arista, dos sacerdotes con sotanas, paliacate al cinto, sus breviarios en las manos, con medicinas en sus envoltorios, sus jarritos para chocolate, y, dentro de ellos, un crucifijo. ¡Qué calvario para ese pequeño Cristo por esos incómodos caminos!, pues como decía Prieto: de este sendero al Purgatorio, no hay más que un tropezón.
Guillermo Prieto. Crónicas de viajes 1, presentación y notas de Boris Rosen Jélomer, prólogo de Francisco López Cámara. México, Conaculta, 1994. (Obras completas, IV)