El turismo que aconsejo consiste en no perturbar el país a conocer. Que no sepa que se le admira y que se le recorre, aun cuando eso no siempre sea posible. Hay ciudades más sensibles que otras a las miradas ajenas, ciudades que tienden redes hacia sus visitantes. Pero prefiero el espionaje de sus calles y sus costumbres, el viaje incógnito. De algún modo, ser un fantasma, a ver si así puede uno ver a los fantasmas. Me acuerdo de un espectro, Porfirio Barba Jacob; en uno de sus viajes a La Habana (finales de mayo de 1930), coincidió con Federico García Lorca. Luis Cardoza y Aragón los vio, una noche en el Hotel Bristol, recitándose uno al otro sus propios poemas. Luego, Barba Jacob le contó en secreto su velada con Lorca al poeta cubano José Z. Tallet: “Hacia el amanecer me entregó su alma”. (La historia completa la cuenta Fernando Vallejo en su biografía de Barba Jacob, El mensajero) En el caso de La Habana, el barullo de las calles es musical y las perspectivas no tienen tiempo. ¿En dónde se encuentra uno, en 1927 o en 1830? La ciudad a veces parece sólo un grabado dieciochesco, pero móvil. No supe ver los lugares de los poetas, las referencias pasaban a mi lado sin que yo las percibiera. Quizá haya ocasión alguna vez para recorrer las guías turísticas de los fantasmas. Pero es que Cuba los tiene infinitos y admirados. Un pequeño mapa esencial, transitado por poetas de otro siglo es el libro de Cintio Vitier (1921-2009), Poetas cubanos del siglo XIX (1969). Le atribuye a cada escritor un papel, como si fueran personajes teatrales: el errante, el obseso, el juglar…, y concentra en unas cuantas líneas sus años de lectura. Qué bien, para el fuereño que soy, sus páginas son el punto de partida. El siglo XIX, Cuba, los barcos, la imaginería de los objetos, el lujo visual, los talismanes, el calor sin clemencia y la nieve que imaginaba un poeta, un joven poeta que se llamó Julián del Casal (1863-1893). Sé que, en su casa, vacía por años, se encontrará el centro de documentación del Museo Nacional de la Música, se escucharán las notas lánguidas de las danzas habaneras, como entonces (siglo XIX) se oían en los salones elegantes. Cada uno de los poetas retratados en este libro se sostienen con palabras, son retocados con coloridas frases, aunque en el caso de Del Casal se trata de colores pálidos, pues la muerte lo rondó casi toda su corta vida. Enfermo de todas las enfermedades decimonónicas, pues los males también tienen sus eras, murió de alegría cuando una carcajada le provocó la ruptura de un aneurisma. Estaba en plena reunión con sus amigos, en casa del doctor Lamadrid. Vitier desmenuza su personalidad, habla de otra dimensión suya, la del escalofrío que comunica con el trasmundo. Indica que debemos de leer el soneto “Pax Animae”, de su libro Nieve (1892), en que el poeta nos dice que no le hablemos de dichas terrenales que no ansía gustar. El corazón está ya muerto, la vida es ya un desierto. “No veo más que un astro oscurecido / por brumas de crepúsculo lluvioso…” La muerte dentro de él y la muerte a su alrededor ha convertido la vida en un desierto. Ni siquiera, dice, tiene certeza de su propia existencia. Queda relativamente vivo sólo un sentido: el del oído, gracias al cual llega a escuchar un sonido misterioso que lo arrastra lejos de este mundo. La muerte es un vago rumor, el único ruido que se oye al ser conducido a otro posible mundo. Oyó más bien su propia carcajada reverberando… Por cierto, ¿quiénes más estaban en esa cena? Quién sabe, seguro que en la prensa de entonces se menciona a los convidados. Sólo puedo saber que estaba el Conde Kostia, famoso cronista teatral. El mismo que acusó de plagio a don Ramón de Campoamor durante uno de sus viajes por España. Como era cierto, don Ramón fue a visitar al Conde Kostia, que no era conde ni nada, sino sólo un seudónimo, a ver si puede lograr un amigo en vez de un buscador de plagios. La visita dio como resultado que don Ramón le consiguió un empleo en Puerto Rico. ¡Ese tipo de amistades están mejor lejos!, seguramente pensó el autor de las Humoradas. (Los datos del Conde Kostia, cuyo nombre real era Aniceto Valdivia y Sisay de Andrade, los recopiló el investigador cubano Ariel Lemes Batista, en un artículo encontrado en internet). ¿Habrán reído de don Ramón en la última cena de Casal? Quién sabe, pero lo que nos llama ahora la atención es preguntarle de dónde sacó ese seudónimo tan aristocrático, estimado Conde. De una novela de Victor Cherbuliez, un novelista suizo que era famoso en tiempos de esa cena, pero no ahora. Nada menos que Guy de Maupassant reseñó esa novela; ya que no la leeremos, podemos saber de qué trataba: “Resulta que el autor, sin tomar precaución en la honestidad de su conciencia, ha descrito el amor naciente de un hombre por una mujer vestida de hombre y que él cree ser un hombre. De ahí una turbación extraña, una confusión penosa, poderosa como arte, también molesta.” Ya transfigurado en espectro, Julián del Casal caminó sin rumbo por la calle. Como comprenderán, no es oportuno hablar de las edades de los poetas, no es educado con este joven, ni lo será tampoco decirle que fue el primer modernista en morir. Ya se le unirían pronto los espectros de José Martí y Manuel Gutiérrez Nájera. Rubén Darío va a tardar un poco más, pues murió en 1916. Ambos, Darío y Casal, se conocieron en 1891 y se comprendieron de inmediato. Yo no lo sé, pero dicen que fue el primer decadentista de América. Quiere decir eso: que encontró la trascendencia divina en lo más bajo y putrefacto de la naturaleza; que entendía como única ética del arte su belleza. Ya se había ido Darío de Cuba, se enteró de su fin por los diarios, y exclamó: “Desdichado ruiseñor del bosque de la muerte!” Envió más tarde una carta a Enrique Hernández Miyares, director de la revista La Habana Elegante: “Él es feliz, no por la banal afirmación de que el que se va descansa –pues esta vida tiene sus rosas y sus mieles, a pesar de la autocracia del Dolor–, sino porque para Casal no hubo, ni podía haber aquí abajo más que ajenjos y cilicios”. Pero volvamos al Casal que delineaba Cintio Vitier, aquel que no quiso conocer París (sólo conoció Madrid y dio la vuelta para regresar a Cuba, ¿qué tal que la realidad destruía la maravillosa fantasía de imaginar Paris?): aquel que cruzaba su ciudad natal, húmeda y fría en los días lluviosos, la que produce “vagos dolores en los músculos” y “ansia infinita de llorar a solas”. Su mundo estaba lleno de máscaras japonesas y biombos, de libros decadentistas que hablaban del satanismo medieval. No se parece a José Martí, quien buscaba en Estados Unidos el apoyo para independizar a Cuba. Los dos estaban en desacuerdo con el colonialismo, Martí buscó la acción y Casal se volvió hacia el bosque impenetrable los de símbolos. Cintio Vitier se pregunta: “¿Hubiera podido Martí aliviarle la tristeza, la mortal abulia que lo desplomaba en la cama como un muerto?” No pudo ningún poeta, ninguno de sus amigos; no pudo el barullo y la luz de La Habana: “No pudo siquiera el Arte”. Ojalá no hayan sido demasiadas dosis de lectura de Leopardi, quien escribió: “El fastidio es el más sublime de los sentimientos humanos… considerar la extensión incalculable del espacio, el número y la magia prodigiosa de los mundos y encontrar que todo es pobre y pequeño para la capacidad del alma…” Pero es que entonces la Literatura prescribía estas ideas a todos los que le pedían recetas para vivir.
Cintio Vitier. Poetas cubanos del siglo XIX. Semblanzas. La Habana, Unión, 1969 (Col. Cuadernos de la Revista Unión, 2).
No hay comentarios:
Publicar un comentario