No es por hacer menos a la Humanidad, pero en estos días en que el planeta entero es un solo departamento escondido para una tumultuosa Ana Frank, o una única isla para un Robinson Crusoe, no le debería quedar de otra que reflexionar. Siendo el día en que la Tierra se detuvo, la Fatalidad pone su mano en nuestros hombros para decirnos: “Ha llegado el momento”. Y nosotros lo sentíamos más adelante, en un razonable porvenir. No teníamos planeado hacer el balance de nuestras obras. No todavía. Tantos bellos proyectos trazados sobre el lejano horizonte. Y resultó que ese horizonte no era más que una escenografía que no dejaba ver un presente desesperanzador. Una escenografía, tal como en una ópera. Y puesto que el tema de actualidad es el plazo –aquel que tarde o temprano llega a revisar las cuentas de las promesas (algún día estuvimos hechos fundamentalmente de promesas)–, nada mejor que revisar una ópera sobre este asunto. Trata de un joven, Tom Rakewell, que, para poder aspirar al amor de una joven, desea dejar la pobreza. Inmediatamente después, los libretistas ni siquiera esperan a la escena siguiente aparece un solícito sirviente con la noticia de una repentina herencia. ¿Cuánto cobrará este sirviente por su tiempo, por su oficio de abrirle las puertas del gran mundo a este joven heredero? No hablemos de eso, amo, dentro de un año y un día arreglaremos cuentas. Mientras tanto, es necesario vivir, saborear todos los placeres. Igor Stravinsky (1882-1971) había visto la serie de grabados de William Hogarth (1697-1764), La carrera del libertino (1736) en una muestra en Chicago. Esa serie de escenas del siglo XVIII tenía en su cabeza cuando comenzó a buscar libretista. Aldous Huxley, su vecino en su reciente patria (desde 1945 Stravinsky era ciudadano estadounidense), le recomendó al poeta W.H. Auden (1907-1973). Éste a su vez incluyó a su colaborador Ch. Kallman (1921-1975) en la escritura del libreto. Frente al despreocupado libertino dieciochesco, Auden amasó otro hombre. Le puso dentro culpas cristianas y lo llenó de premoniciones. No tantas que no supiera que su verdadero contrato lo había firmado con el Diablo. Otro de los elementos proporcionados por el poeta fue la esposa con que Rakewell conoce el placer, Baba la Turca, una mujer barbada, atractiva y exótica (en algunas puestas en escena, representada por un contratenor). No siendo conocedor del Derecho infernal, desconozco por qué el Diablo es regido por sus determinaciones contractuales. Un año y un día después, el sirviente atento se presenta a cobrar sus honorarios, los cuales, en las historias, ascienden, más impuestos menos retenciones, en un alma neta para incorporar al Infierno. Pero aún aquí, la suerte se pone del lado de Rakewell para salvarlo en una última apuesta. A cambio de la vida paga con la razón. De aquí que la última escena sea en el manicomio, en donde su novia primera lo visita para ver si con amor puede devolver la salud. En los grabados de Hogarth, esa novia desapareció desde la primer escena. En esta versión retocada sutilmente por el catolicismo, el amor extiende sus ramas más allá. No mucho más allá. De hecho, no llega a la moraleja, en donde se nos dice que el amor no siempre salva. Salva –en el más acá como en el Más Allá– leer los contratos antes de firmar. Pero no salva el amor, escrito en su mayoría con letras chiquitas, imposibles de leer.
W.H. Auden y Ch. Kallman. La carrera del libertino. Libreto de la ópera en tres actos de Igor Stravinsky / The Rake´s Progress (1951), tr. y notas de Mirta Rosenberg y Jaime Arrambide, edición bilingüe. Buenos Aires, bajo la luna, 2003.
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