No conocí jamás el restaurante Churchill de Polanco. Pero al mencionarlo Julio Scherer García (1926-2015) en su libro Los presidentes (Grijalbo, 1986), pensé que no podía ser otro que esa casa de aspecto inglés a un lado de Periférico, pasando la Fuente de Petróleos, que vi tantas veces. Leo que ha cerrado para siempre luego de la epidemia de covid. Me entero sin pena, aunque quizá sería un lugar ideal para levantar un museo de la política mexicana. Siempre dará nostalgia a cualquier prianista el olor proveniente de la parrilla, el sabor de los vinos y los deliciosos postres con que se debatían las novelescas traiciones al país, como el Fobaproa o el Pacto por México. Cuántas veces decimos, al referirnos a los lugares: “¡Si estos muros hablaran…!” Pero en este caso, si hablaran habrían metido a la cárcel a muchos de sus habitués. Lugares icónicos de la vieja política, qué nostalgias estéticas del mundo inglés, incluso don Corleone desde Italia no tendría nada que objetar. Por suerte, no tengo la menor idea de dónde desayuna, come, cena y pacta la derecha partidista de hoy. No sé qué salsas exquisitas bañan el oportunismo, tampoco si la corrupción se sirve caliente o fría. Sin embargo, la comida continuamente rememorada por Julio Scherer, en que también estuvo presente Vicente Leñero, ocurrió en 1978 y que fue convocada por el Secretario de Gobernación, Jesús Reyes Heroles, tuvo una intención muy diversa. Fue una de aquellas pocas ocasiones en que se le ofreció a Scherer negociar con el presidente López Portillo para que fuera reintegrado a Excélsior. Pero Proceso era ya una revista que había tomado su propio camino independiente. Además, Scherer le habló de esta negociación al corresponsal de The New York Times, el periodista británico Alan Riding, quien publicó una nota que fue reproducida por el Excélsior tomado por Regino Díaz Redondo. En ella, Scherer decía: “Si el gobierno impone alguna condición a nuestro regreso, no la aceptaremos.” Ante esta filtración, cualquier intento de ayudar a Scherer se detuvo. Además, Reyes Heroles duró poco tiempo en Gobernación, pues fue cesado en mayo de 1979. ¿Cuál fue el motivo? Para documentarlo, consulté un libro de título prometedor: Juan Pablo II, el santo que caminó entre nosotros, de Hannia Novell (no lo compré, lo encontré en Google Books). Según la autora, Reyes Heroles amenazó con renunciar si López Portillo se atrevía a invitar al Papa a dar una misa en Los Pinos. El propio Secretario de Gobernación amenazó con multar al Presidente de la República si se atrevía. Aunque nos desviemos un poquito de nuestro tema, nunca está de más consignar un poco de la exquisita prosa de López Portillo, que según Novell proviene de su diario íntimo: “La situación es complicada: la ley de cultos; la devoción del pueblo; los masones; unos grupos de izquierda que se oponen; los comunistas lo quieren. ¿Cuál debe de ser mi posición? ¿Cuáles los actos que se autorizan?” ¡Oh, Dios!, ¿en qué acabará esta situación? Naturalmente, se expulsó al jacobino del gabinete y triunfó la maravillosa retórica que tantos aplausos concitaba en el Congreso y en el Senado: “La secularización del Estado es una realidad tan fuera de discusión, que aguantaba la visita de todos los papas del mundo”. Como una sutil venganza, Reyes Heroles le contó a Scherer un dato que por primera vez se hacía público: la construcción de un conjunto de residencias para el Presidente y su familia en Cuajimalpa. Pero tampoco es algo que le remordiera mucho a López Portillo, pues lo relató con orgullo en su libro Mis tiempos (tampoco lo compré, lo cita Scherer en La terca memoria): “El profesor Hank que, como Jefe del Departamento del Distrito Federal se había enterado del proyecto (las casas), generosamente nos ofreció el crédito. Nos prestó inicialmente doscientos millones de pesos y más tarde sumas complementarias. El profesor no aceptó que formalizáramos el préstamo ni la garantía. Se la debemos.” Esta bella historia en que amistad y complicidad se funden en un abrazo selló una época. “Se la debemos”. Muy bonita frase, sirve de fondo para bucear en ese mundo político de absoluta represión y censura. Los nombres de Carlos Hank González o Arturo Durazo representan algo más que el mal gusto estético de ese sexenio. Son más que la impunidad y la complicidad. Scherer nadó a contracorriente (y a veces a un lado) de la frivolidad presidencial y de sus consecuencias aún menos dichosas, aunque necesariamente algo se le pegó de la solemnidad ambiente, pues es la época de algunas de las frases más gloriosas del pensamiento priista: “Un político pobre es un pobre político” o “No pago para que me peguen”, que precisamente proviene de la decisión de López Portillo de cerrar la publicidad gubernamental a Proceso casi al final de su sexenio, acción que llevó a cabo el último vocero del Presidente, Francisco Galindo Ochoa. Por cierto, casi al final de su vida este exvocero presidencial todavía soñaba con algunas maneras de reprimir el movimiento de López Obrador. Hablar de Scherer García es pertinente porque a su alrededor parece haberse operado un acto de magia. De pronto, los priistas más corruptos amanecieron impolutos, marcharon un domingo para defender la democracia. Los herederos ideológicos de los represores diazordacistas un domingo tomaron las calles para reivindicar el movimiento del 68. En cambio, la lucha de la izquierda se convirtió en el sinónimo de la represión y la censura. Y el portal Latinusdespertó teniendo las funciones equivalentes de la revista Proceso de los años 70. Aun la apacible ironía tiene un límite, y este punto de vista insultante contra Rosario Castellanos, Jorge Ibargüengoitia o Carlos Monsiváis (colaboradores de Excélsior y Proceso) no causa ninguna sonrisa. Loret de Mola sería Scherer, Alazraki sería Manuel Buendía… comparaciones así que sólo pueden vivir en la mente cada vez más asfixiada de la derecha mexicana. El 7 de enero de 2022, el periodista José Martínez M. publicó, en Proceso, un texto en donde afirmaba: “La revista Proceso sigue su curso y continúa con el legado de Julio Scherer. En noviembre pasado la revista celebró su 45 aniversario en medio del acoso desde Palacio.” En un sexenio en donde no se ha demostrado un solo caso de acoso presidencial, a diferencia de los anteriores, se ha querido construir un relato de miedo y persecución en donde la reacción gusta de vivir. En ese mismo artículo, Martínez citaba a Enrique Krauze: “Hacia 2005 algo comenzó a separarnos: la adhesión de Julio a Andrés Manuel López Obrador y mi relación con la televisión. Yo le señalé que su adhesión era incondicional y acrítica. Y le expliqué que mi vínculo (centrado en Clío, empresa autónoma) no mermaba mi libertad e independencia.” La decisión política de Scherer era acrítica, y la adhesión a Televisa, símbolo de la independencia crítica… El libro de Scherer concentra sus obsesiones de los sexenios de Díaz Ordaz a De la Madrid. Me centré en un momento sólo de la época de JLP (siglas inconfundibles), aunque por todas partes están los enredos, los ridículos, la corrupción… Y las extrañas alucinaciones políticas derivadas de haber evocado el restaurante Churchill. Todos los elementos. Quizá sólo faltaría la existencia de un nuevo Martín Luis Guzmán.
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