Cuando los discursos son buenos, congregan multitudes, son recordados largo tiempo y piden a gritos ser publicados. Los que han despertado la furia de los conservadores de todos los tiempos, son especialmente atesorados por mí. Sin embargo, comprendo que no ejerzan una gran fuerza de atracción como para ser considerados un género literario. Y eso que tienen el prestigioso aval de la oratoria grecolatina y los tratados ciceronianos. Aun cuando Alfonso Reyes, García Márquez o varios de los Premios Nobel hayan destacado por algunas de estas piezas, ciertamente el género ha perdido mucho de su aprecio. Es una lástima, porque cuando encierran una pasión o una causa política justa hacen que perviva a través de los años. Llama, por eso, la atención que Ignacio Manuel Altamirano (1834-1893) haya tenido el interés de mandar a la imprenta algunos de sus discursos, primero sueltos y por último todos reunidos. Se dedicó a pulir el lenguaje y los defectos retóricos para presentarlos ante el futuro, pues según Agustín Yáñez, cambió a lo largo de las décadas desde la juventud impulsiva hasta la madurez equilibrada. Algo así dice, y parece que tristemente la vida sigue esa curva desilusionante. Prefiero imaginarme el discurso en el que pidió la cabeza de Manuel Payno por haber participado en el golpe de estado contra Comonfort, en 1858. Payno, que se encontraba presente –escribe José Emilio Pacheco–, dijo: “Habla así porque es un pobre indito muerto de hambre”. Sin duda, esa reacción fue porque Payno sintió el pinchazo de la oratoria de Altamirano. Nada odiaba más que la pirotecnia verbal que se extinguía sin herir. De ahí que su estilo al hablar, al escribir hablando, sea como un erizo que se desliza por entre el foro. Vieja leyenda de la oratoria mexicana que aconsejaba a sus alumnos el poder de la improvisación ante las sorpresas que pueda tener el abogado acusador. Por eso, entre los papelitos que quedaron de sus cátedras, se encuentran algunos que pegaba a la puerta de su salón con el temario del día y que indican que habrá en clase un tema a debatir entre dos alumnos. Su ideario era: todo historiador debe de ser jurisconsulto, y todo jurisconsulto debe ser historiador. Esto, porque de ese modo no se es nunca indiferente ante la Historia. En un texto encontrado por Carlos Illades (“Discurso pronunciado en el segundo aniversario de la Sociedad de Socorros Mutuos de Impresores”, 1875), el Maestro explica que desde tiempos de la dominación española hubo organización de las clases obreras y populares. Incluso, en tiempos de la primera hipócrita república independiente las clases dominantes (el clero, el ejército y los ricos) protegían la formación de sociedades de trabajadores porque era la aristocracia la que creaba sus reglamentos. Y porque esas reuniones las presidía “el clero oculto tras un santo cualquiera que se alzaba como patrón, como centro, como bandera”. Ah, porque existe algo fascinante en Altamirano que notó por primera vez Moisés Ochoa Campos: que el Maestro, contemporáneo casi exacto de Marx, construyó un discurso histórico con plena conciencia de la lucha de clases. Línea de investigación que ignoro si se ha continuado entre los estudiosos de Altamirano. Seguro que a él le hubiera gustado saber que la persona que hizo esta consideración, Ochoa Campos, fue también el primer alumno que se graduó, en México, en la carrera de Ciencias Políticas.
Ignacio Manuel Altamirano. Discursos y brindis (1986), ed. y notas, Catalina Sierra Casasús y Jesús Sotelo Inclán; estudio introductorio Edgar Elías Azar, 2ª ed. México, Conaculta, 2011. (Obras completas, 1)
1 comentario:
Gracias, Pavel. Por acercarnos a estos debates. O sea que “Indito” es el ataque a las ideas!
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