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sábado, 4 de junio de 2022

Soledades, de Luis de Góngora

  



 

¿Cómo es que la inmensa arquitectura de la poesía gongorina fue cubierta por el polvo del tiempo? Se lo pregunté, hace años, a Antonio Alatorre y me contestó que fue la inercia de una época. La pereza que fue creciendo entre los preceptores, que leían a sus alumnos la poesía de Horacio –la pálida muerte hiere con igual zarpazo / las cabañas de los pobres y los palacios de los ricos– y preguntaban: “¿Qué bonito poema, verdad, niños?”; en cambio qué horror: “Pasos de un peregrino son errante / cuantos me dictó versos dulce musa”, quién sabe qué es eso. Y fueron arrumbando, olvidando un estilo de hacer poesía. Aquellos conocimientos que circulaban entre lectores fueron perdiéndose y llenaron estantes de discusiones en forma de “antídotos contra el gongorismo”, los cuales prepararon otro tipo de poesía, la neoclásica, en donde no hemos encontrado un poeta comparable que rehabilitar. Todavía no se cumple un siglo de su redescubrimiento, del imborrable año de 1927 que sepultó un prejuicio. Tan alta es la genialidad poética de Luis de Góngora (1561-1627) que se me figura una torre más alta que la de Babel, respetada por los idiomas y no sobrevolada por ningún otro talento. Los poetas –¡es que tienden a proponer disyuntivas inútiles!– lo han opuesto a Quevedo, y muchos han seguido a este último: Díaz Mirón, Borges, Paz…, y han visto en las Soledades arquitecturas huecas, fastidio repetido. Todavía en 1986, Octavio Paz escribió: “Hace mucho quería decirlo y ahora me atrevo: las Soledades es una pieza de marquetería sublime y vana. Es un poema sin acción y sin historia, plagado de amplificaciones y rodeos divagantes; las continuas digresiones son a veces mágicas, como pasearse por un jardín encantado, pero la repetición de maravillas termina por parecer tediosa” (en “Contar y cantar. Sobre el poema extenso”). Un juicio semejante sólo me parece aceptable porque entonces aún no se publicaba la incomparable edición de Robert Jammes (1927-2020). Antes de ella, la lectura de las Soledades podría parecer una labor sin fruto. Pero el especialista francés prosifica el poema y comenta línea por línea. Y donde antes había confusión se encuentra incuestionablemente la claridad. Me gustaría tener una metáfora digna para haber enunciado lo anterior, pero no es posible. Pero sí, el gusto de saber que Jammes no vivió en un cubículo académico, sino entre las cabras, en un monte. Eso me pareció un homenaje más vivo al poeta de Córdoba. Dije que lo que es difuso se torna claro: claro a un nivel de exactitud. Tres jóvenes se embarcan por un río y descubren a lo lejos un cortejo de cazadores. La descripción de la cetrería significó para Góngora un conocimiento preciso de ese arte, y para Jammes la capacidad de revivirlo para explicárnoslo. Pasa volando, rápidamente, un borní, la delicia volante de cuantos ciñen líbico turbante; y el editor no deja pasar la oportunidad de usar su propia cetrería para cazar el momento de la belleza poética y hablarnos del borní y de su capacidad para matar palomas, e incluso liebres, si es enseñado. Y así, va limpiando, mostrando, el inmenso instrumental poético de Góngora, destinado a crear un irrepetible poema que nos dice con insistencia que la vida verdadera está en otra parte.

 

Luis de Góngora. Soledades (redactadas entre 1612 y ¿1626?, publicadas en 1627), ed., intr. y notas, Robert Jammes. Madrid, Castalia, 1994. (Col. Clásicos Castalia, 202)

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