Pedro Armendáriz (1912-1963) iba a ser el mexicano ideal. Pero qué lejos ha quedado todo eso, ¿no les parece? Se ha redefinido tantas veces lo que significa ser mexicano que será difícil saber qué parte de esa esencia le corresponde actualmente. Siempre y cuando, esa esencia exista y alguien se la esté disputando. Por otra parte, se debe de seleccionar parte de su filmografía para intentar una narrativa que enuncie lo que significa. A este actor le debe de corresponder una fotografía que se rinda ante su rostro, un director que sepa conducirlo a lo largo de una historia, ya que los géneros cinematográficos (sobre todo los mexicanos) son una misma receta con diferentes proporciones. Antes de abandonar esta metáfora para siempre, sólo debe decirse que la sazón sería el toque maestro que deja cintas admirables para siempre, como María Candelaria o Enamorada. En los 40, Armendáriz no sería la cara visible de una industria, sino la emanación mágica de un pueblo del que se sabe poco, y lo poco que se sabe es una continuación narrativa del buen salvaje. Bueno, los países colonializados tienen esa opción para presentarse en el mundo. Pero eso les permite manifestar las virtudes estéticas en los festivales cinematográficos. Los cineastas mexicanos, en los años 40, tienen un prestigio internacional, lo cual no debe de olvidarse, pues así dejaríamos de asombrarnos demasiado ante la presencia mexicana en la industria actual. Esa sorpresa nos vuelve un poquito provincianos ante el mundo: causa un olvido injusto. Gustavo García (1954-2013), que tanto hizo por la historia y la crítica del cine mexicano, logró dar una visión de conjunto de Armendáriz, gracias a las entrevistas con familiares y colegas del actor. La visión de conjunto que dejó resalta las virtudes profesionales y delinea los rasgos esenciales de una personalidad fílmica. Pero son tantas las películas en que actuó (casi 130) que necesariamente, pasan rápido por una biografía. Se encuentra uno reposando su opinión acerca de la más reciente cinta, cuando ya el protagonista filmó otras tres. Pero el éxito es engañoso porque obliga al actor a repetir su éxito hasta que se precipita en el vacío… o hasta que logra sobreponerse a sí mismo. Gustavo García no cuenta la historia en singular, sino que narra lo que hizo una asombrosa generación de cineastas que lograron una presencia mundial: María Candelaria y su éxito en Copenhague, Gabriel Figueroa recibiendo un premio en Checoeslovaquia, y películas como Enamorada, Bugambilia y Maclovia, exhibidas en Japón… Sin embargo, siempre ha habido malas películas insertas en todas las filmografías. Sirven para demostrar que aun los mejores ingredientes producen obras terribles. Vi, para acompañar esta lectura, una cinta de las que no conocía de Armendáriz: El charro y la dama (1949). A pesar de Max Aub y de Shakespeare (es la adaptación de La fierecilla domada), el resultado es terrible. Pero hay que decir un poco más que un juicio sumario: el director, Fernando Cortés, quiso hacer de Armendáriz un galán cómico que sólo le habría quedado bien a Pedro Infante; al ver la película, se renace el agradecimiento por Fernando Soto Mantequilla, que logra salvar buena parte de nuestra cinematografía. Finalmente, se reflexiona que muchas cintas tienen como fondo esta historia shakespereana en que las mujeres necesitan ser domadas. Sin embargo, no es un juicio terminante, pues es como una dialéctica, ya que muchas actrices lograron crear personajes que se yerguen espléndidamente en una época adversa a su realización. Por último, Armendáriz, en cualquiera de sus cintas, aun en las peores direcciones, logra escenas en que destaca como una efigie insólita, una mirada y un rostro cuyo misterio no logra ser despejado. En mi caso, queda una cinta que me gusta más que cualquiera otra, Distinto amanecer (1943). En ella, Pedro Armendáriz y Andrea Palma son vidas trágicas cuyo dolor, a punto de doler, son desvanecidas por los trenes que ululan al amanecer.
Gustavo García. Pedro Armendáriz, 3 vv. México, Clío, 1997.
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