El MUNAL reúne en una magnifica exposición la obra de Manuel Rodríguez Lozano. Antes, sólo dos veces, en 1971 y 1998, se había realizado esta empresa. No es una obra abundante, o quizá es que mucho se perdió en el peligroso camino que conduce del pasado al presente. Gracias a esta muestra, aquel que la visite podrá hacerse un juicio muy preciso y abarcador de sus casi cuatro décadas de creación pictórica. Son cuadros, ciertamente, reacios a conversar. Se les saluda, no devuelven el saludo. Sus mujeres están de espaldas. O están desnudas frente a uno, pero con una infranqueable decisión de no hablar que intimida. Sus calles están vacías y no se puede interrogar más que al silencio. Sus mujeres y sus hombres ya están bastante ocupados en sufrir, en derrumbarse o en morir. En el magnífico catálogo que hoy presentamos estamos convocados a interrogarlo (además de mí) Jaime Moreno Villarreal, Berta Taracena, Patricia M. Artundo y Arturo López Rodríguez. El resultado es un diálogo arduo, en el cual no participa mucho el pintor. Le gusta callar, volverse un mito, resurgir de sus cenizas, volar como Ícaro, ir al cielo como Prometeo, descender al infierno como Orfeo, darle vida a sus creaciones como Pigmalión, subir al cielo a sus amantes como Zeus y repartir la manzana de la belleza como si fuera la Discordia. Le gustaba ser amado sin esperanza. Y le gustaba considerarse la esperanza. Quizás le hubiera gustado ser el lago en el que naufragó Narciso. Él mismo gozaba con ser, con existir, con ser la tentación. Descubría el amor en unos muchachos a los que luego envidiaba. No sé si entonces su cariño se volvió destructivo. Como sea, se le pasó un poco la mano con Nahui Ollin. Bueno, también con Antonieta Rivas Mercado. Ah, y naturalmente con Abraham Ángel. Nadie es intacto al tiempo y Rodríguez Lozano se ha diluido en él: hemos conjurado la tentación y estamos aquí esta noche para ser sometidos, si es el caso, por sólo sus atractivos estéticos.
Al principio, no me di cuenta de que el tema de Manuel Rodríguez Lozano era el paulatino sumergirse en la tragedia. De la alegría parisina y de las deformaciones del paisaje que juega, pasó a la intensidad de los colores. Una mirada intensa y sobrenatural iluminó su pintura cuando llegó a México. Con una educación visual graduada en Europa, intentó mirar lo mexicano. No se quitó los lentes que lo enseñaron a mirar. Y se dispuso a encontrar lo mexicano. No sé qué sea eso. Ni me lo pregunto, ya que no creo en una existencia más allá de lo pragmático. Pero entiendo las búsquedas que llevan a creaciones nuevas. Cuando la “búsqueda” teórica no es más que creación artística. Y entonces, la obra se despoja de su capullo teórico y sale, libre, volando, desplegando bellamente sus posibilidades múltiples, esplendentes. Esta es una metáfora fallida puesto que las obras de arte nunca se liberan del capullo que las produjo, así que lo llevan cargando, arrastrando, a cuestas, o como mejor se las puedan arreglar. Todo depende de las fuerzas de la belleza. En un momento, la obra de Rodríguez Lozano se hizo fuerte, se llenó de luz, y aunque provenía del intento de hallar lo nacional, desembocó en una búsqueda personal, profundamente enigmática. No sabría qué camino tomar; no sé si caminar por el lado de la fuerte personalidad de este pintor, o proseguir por la búsqueda ideológica de lo nacional. Y me temo que él mismo no lo supo tampoco. Pienso que se encontraba igualmente perplejo. Quién sabe si decidió luchar contra sus demonios interiores. O contra los exteriores. Los exteriores se llamaron Diego Rivera, Nahui Ollin, David Alfaro Siqueiros... Para los interiores no tengo nombre. Dentro de su espíritu hay estatuas intocadas, hechas de experiencias desconocidas. Ahí dentro está la respuesta a su obra. De pronto, uno quiere entrar al espíritu del pintor. Y como grandes esfinges, están sus mujeres, los hombres monumentales de sus cuadros, los cadáveres frescos de sus pinturas. Enmudecidos. Allá van contra ellos a estrellarse nuestras preguntas. No podemos pasar. Y dentro se oye el ruido hueco de un amplio espacio, de una enorme personalidad intransitada. Las preguntas psicoanalíticas, me temo, no añaden nada. Si le preguntamos a estos cuadros: "¿Cuál es el mensaje que representas?", ellos responden: "¿Qué es lo que quieres ver tú?", haciendo que la pregunta se hunda profundamente en nuestro vientre, quedando clavados como pequeños escarabajos en la mesa del taxonomista. Nada dice más de nosotros mismos que nuestras preguntas.
Por eso no le quiero preguntar nada. Quiero saber cuáles fueron sus preguntas. ¿Sabemos qué se preguntaba Rodríguez Lozano? ¿Contra qué peleaba? A veces, el arte es una especie de fuerza contra un enemigo desconocido. Al entrar a la exposición "Pensamiento y pintura, 1922-1958", uno es recibido por los enormes personajes casi de granito que representan una etapa de su creación, fechada alrededor de los años 30. De pronto, hay algo que no había visto. Una especie de concepción del cuerpo que proviene de muy lejos, unos cuerpos en soledad, en un paisaje vacío, un lienzo lleno de cuerpo, de presencia. Una especie de ciudad vacía, la personalidad del autor, resguardada por estos cuerpos helénicos, casi como esculturas antiguas. Una especie de viaje interior entre lo mexicano y lo que viene de lejos, en la tradición. Algo que no es de aquí, pero que curiosamente acaba aquí. Lo que está aquí, frente a nosotros, viene de muy lejos. No es nada más lo que halló aquí el pintor. De pronto nos visitan unas presencias que parecen provenir de Grecia, de una Grecia personal y desolada. No es nada más Chirico y sus estatuas mudas y muertas. Hay cierta respiración en los cuerpos de Rodríguez Lozano. Quizás no hay vida erótica, sensual, pero hay carne, volumen. De pronto, se deposita en su obra la influencia de Gauguin. Y es como si lo "nuestro" se viera de pronto desde fuera. De pronto, lo mexicano es algo exótico. Y eso sólo es posible porque se trata en buena medida de una invención. Hay cuadros en donde no es utilizada la perspectiva. Así ve Dios. O así es visto Dios. La distancia ha quedado abolida, pues una especie de gracia se derrama por la mirada. Hay mucho de esto en Rodríguez Lozano, porque se decidió a estudiar los exvotos. La pintura religiosa popular, que agradece a Dios y a los santos por las gracias recibidas, por los milagros convocados por la plegaria; en ella, el hombre está seguro de que sus palabras han sido escuchadas y atendidas. Todo es sorpresa, el milagro, el agradecimiento, el exvoto es sorpresivo... y hasta la mirada del pintor que acomoda los hechos para convertirlos en agradecimiento visual.
Hasta cierto punto, ¿saben?, pues la luz, a partir de cierto momento, comienza a retirarse, jala sus redes como lo hacen los pescadores. Ese sentimiento de compañía se retira, y el cuadro refleja primero: un insondable paisaje vacío. Y luego: nada. En 1941, el pintor es apresado por asumir la responsabilidad luego de que unos grabados de Durero fueran robados de la Escuela de Artes Plásticas de la UNAM, mientras él era su director. Entonces pinta un mural, La Piedad en el desierto, que estuvo en Lecumberri, donde nadie la podía mirar. Porque la piedad se da en medio de la nada, a un sitio en donde nadie puede acceder con su vista. El pintor representa su tragedia, desfalleciente en el desierto, amparado por una mujer, en medio de colores ocres, ya que algo que antes estaba en su pintura ha dejado de estar para siempre. De ahí que lo humano se haya quedado solo. De pronto el mundo adquiere distancia, profundidad: dramatismo. De pronto el tiempo es narrado en el mundo de Rodríguez Lozano. Decía que hay una paulatina tragedia: un cuerpo verde tirado en medio de la noche, mientras el cainita asesino lo contempla, un crimen atestiguado por unas mujeres lúgubres, en rebozo. Las mujeres lloran en otros cuadros. Y en otros, sólo los rebozos que cubren sus rostros, colgando hasta el piso, hablan de la desolación. La tragedia en el desierto: una mujer asesinada en medio de la arena, en primer plano sólo tres mujeres sin rostro miran la masacre. De ahí que la revista Proceso haya tomado este cuadro de 1940 para representar los feminicidios de ciudad Juárez. Hay una voluntad de su obra de convertirse en símbolo, de fundir su propia tragedia en la tragedia del mundo. La tragedia nos hace empáticos. Aquí, en este recinto, en el mural El holocausto de 1945 se funde el dolor personal con el del hombre, un hombre que yace sobre su propia espalda, un despojo, un vientre desgarrado, una espalda descoyuntada, y unas mujeres llorando a gritos, con movimientos desesperados. Bueno, no precisamente movimientos en movimiento, sino movimientos detenidos a mitad del dolor. Ya antes, Francisco Sergio Iturbe le había pedido una serie de retratos cuando su madre, Hélène Idaroff, murió, en 1932. Esta serie que representa muerta a santa Ana, la madre de la Virgen, es para muchos una autobiografía encriptada. Una respuesta a una pregunta que no podemos formular. Si pudiéramos formular correctamente la pregunta, podríamos abrir la puerta de esta cárcel y los pájaros de los significados saldrían volando.
Qué empeño de este pintor en no decirnos nada. Persevera y persevera en no comunicarnos todo. Quizá no tenía mucho que decirnos. Como la estatua del poema de Villaurrutia, la cual perseguimos por las calles del sueño y sólo alcanzamos el eco. Y perseguimos el eco y sólo lo escuchamos decir: "estoy muerta de sueño". Quizás, no lo había pensado antes, los cuadros de Rodríguez Lozano hablan desde dentro de un sueño. Por eso se desvanecen, sus figuras corren hacia la disolución, o quizás hacia la desilusión. Ya que sus sueños también se esfuman. Las explicaciones también se esfuman. O por lo menos se esconden detrás de las figuras de sus cuadros. Ahora estamos en un edificio en el que trabajó Rodríguez Lozano, en el que dejó una muestra de su trabajo. De alguna manera es como si estuviéramos dentro de él. De pronto, nosotros somos su creaciones, nos modela con su pintura. Estamos en su espacio. Contemplamos atentamente sus figuras, y somos de pronto también figuras suyas. Miramos sin hablar. Lo miramos. Sus figuras nos miran. ¿Será que somos un misterio para ellas? Quieren saber si hemos encontrado algo en ellas. Si su silencio nos dice algo. Durante la experiencia estética se interrumpe la clásica separación de los tiempos. El arte también nos examina. De pronto, hay cierta perplejidad en estas figuras de Rodríguez Lozano. Como si quisieran saber de nosotros algo que a ellas les atañe. Es posible. De pronto, tenemos en nosotros cierta respuesta. En esta incomunicación que es la experiencia estética, el arte se queda con la peor parte, ya que no puede acceder a las respuestas que le pertenecen. Nosotros deberíamos tener la respuesta que el arte necesita. Es que no nos habíamos dado cuenta que el arte es la pregunta y nosotros, la respuesta. Bueno, una respuesta que ignora si tendrá fuerzas para responder cualquier cosa.
(2011)
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