En medio de los compromisos, de las citas, no debo de olvidar a Rosa Luxemburgo. Ella, que sólo tuvo una cita y fue con la Revolución. Recibía en su pequeño departamento, un poco de té, sombrilla para el sol, olanes en el cuello (¡qué revolucionaria tan aburguesada!), poca literatura, una charla precisa, y luego, la puntualidad en el Congreso. A tiempo para votar sistemáticamente en contra de la burguesía. La burguesía tiene sus horarios, desayuna a la misma hora, la maquinaria de las agendas políticas es precisa. El Partido Socialdemócrata Alemán vota en bloque contra las iniciativas propuestas por la burguesía. Pero, Rosa, ¿y si esas iniciativas te benefician? ¡No importa! Lo fundamental es derrocar su mundo a costa de lo que sea, ya después reconstruiremos sobre sus restos.
La más radical, la que estudió profundamente a Marx. Ella habló de la “mundialización” del capitalismo, cómo es que este sistema se expandía por el mundo. Se mete por la selva brasileña, por entre la más inextricable maleza, baja a los cañones más profundos, bucea en el fondo del mar, entre las aguas abisales, sube a las montañas. Su esencia es multiplicarse, crecer. ¿Qué ocurrirá cuando logre esa “mundialización”?, ¿cuando sea global? La expansión no es infinita; si el capitalismo no crece, muere. Pero no lo hará sin antes destruir todo a su paso. En esta emocionante carrera, los espectadores morimos. No debo de olvidar que fue opuesta a Lenin, que el líder bolchevique fue el gran estratega del comunismo, el formador de cuadros. Y en Rosa, aunque existía la estrategia, el paso primero era el esponateísmo. Los principios ante todo, no traicionar, establecer con inteligencia el punto de partida y la dirección de un movimiento histórico. Porque es peor una revolución que nace torcida que una revolución traicionada.
Ante la idea de Partido que profesaba Lenin –estudio científico del contexto, elaboración teórica de los fines–, ella ponía al Partido al principio, como impulso para la clase obrera. Las masas sabrán abrirse paso. En fin, en un pensamiento crítico en que, a ojos de nuestros modernos liberales, nadie tuvo la razón, Rosa la tenía menos. “Espartaquismo” (luego de que su partido votara a favor de entrar en la Primera Guerra Mundial, ella lo repudió y formó la Liga Espartaquista): el movimiento que por definición sería opuesto al leninismo, que impulsaría los consejos locales de trabajadores. Curiosamente, en México se creó la Liga Leninista Espartaco (José Revueltas, Enrique González Rojo, Eduardo Lizalde, etc.), que unía los dos opuestos. Quién sabe qué era. Pero en el pensamiento de Revueltas estaba esa angustia (una de tantas) que se debatía. González Rojo ha dicho que el paso siguiente en Revueltas era separarse del leninismo, aunque era una tendencia al final de su vida. Más espartaquista, entonces. No la emanación del poder desde arriba, sino la construcción del poder desde abajo.
Creo que en nuestra versión de una izquierda anticapitalista, la de hoy, Rosa Luxemburgo tiene el mayor de los pesos. Había un filósofo griego (lo menciona Diógenes Laercio) que decidía a dónde dirigirse y no desviaba sus pasos aunque hubiera un río o unas piedras… o un muro. Rosa Luxemburgo, dicen, caminaba con gran seguridad: pequeñita, con su gran cabeza, su rostro serio, categórica al hablar, imponente como oradora. Y frágil, sin embargo. No lo era su convicción. No estoy seguro que hubiera querido cambiar el rumbo de sus pasos, por más que supiera que la llevaban a una emboscada, a un culatazo en la nuca, a un balazo en la cabeza y al fondo del canal Landwerh, junto al río Spree, en Berlín, zona turística, luminosa, con alegres buques que atraviesan sus aguas.
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