“¿Has terminado de leer este periodo de la obra de Dostoyevski, el primer tomo de sus obras completas?, ¿y pasarás la página de la vida así como así?, ¿sin dedicarle aunque sea unas palabras a la sencillez perdida?” ¿Agregar mi nada a los mares de comentaristas?, me respondí. Está bien, lo haré porque antes no sabía las cosas que sólo en estas páginas se aprenden. Por ejemplo, que la bondad es sólo una de las formas de la ignorancia. Que amar consiste en dejarse destruir por el objeto de la pasión. Antes tenía una idea más bien reducida del ser humano. Es fácil, por eso, saber quién no ha recibido la dura lección de estas novelas. Ni siquiera el sufrimiento ni las experiencias amargas de la vida dan estas lecciones. Porque un espíritu mediocre no crece con el dolor ni con la experiencia. ¡Por el contrario!, la experiencia tiene como fin enseñar que todo es igual, que todo, hasta el dolor y la felicidad, se repite sin sentido. Más bien, el ser humano, ante la desgracia, prefiere contenerse, aferrarse a los límites conocidos de su espíritu. Cuánta seguridad hay en la idea de que el bien y el mal están separados por un firme muro, pero al concebir un espíritu más amplio, al arriesgarse a ir más allá, se ve que esas fronteras son más bien pequeñas y engañosas, puntos de referencia que se pierden totalmente al pisar lo desconocido. Una vez que se derrumban esos muros más bien molestos e inútiles para conocer el corazón del hombre, queda al descubierto una forma de ser que se desborda. Los personajes de Dostoyevski se arriesgan a conocer el extremo de la existencia. La gente normal se espanta y los llaman locos. Pero, ¿no es acaso una forma de defender el pequeño terreno de la seguridad y la ignorancia ante la vida? Sólo en estas novelas son posibles las escenas en donde el odio, la ironía y el amor forman un solo sentimiento indistinguible. Esos momentos en donde ignoramos si el personaje siente amor o una obsesión de matar. En un sólo individuo cabe todo el registro de emociones del ser humano. Es algo que olvidamos generalmente, porque a lo largo de la vida no estamos dispuestos a alejarnos de una idea conocida que tenemos de nosotros mismos. No estamos dispuestos a desconocernos, ni aunque esa sea la forma más segura del autoconocimiento. Pensemos, por ejemplo, en la pregunta que se hacen con frecuencia los personajes de Humillados y ofendidos: ¿La felicidad consiste en lograrla para uno mismo o para el ser al que amamos? Porque es muy probable que para hacer feliz al ser que amamos, tengamos que renunciar a él. Con toda seguridad, tenemos que entregarlo a otra persona. Entonces, mejor retrasar ese momento. Mientras tanto, preferimos sufrir sabiendo que tarde o temprano tendremos que sacrificarnos por la felicidad del otro, que en el fondo es la nuestra. Por eso, de manera contraria a la novela de folletín, no esperamos lo que va a pasar, sino que queremos saber cuánto tiempo más esperarán estos personajes antes de quebrarse interiormente. Prefieren compartir el sufrimiento mientras tanto, mientras la felicidad se decide a llegar o a marcharse definitivamente. Así, hasta que el sufrimiento destroce al personaje más débil. De todas las escenas de estas novelas, me ha quedado revoloteando una, la final de Humillados y ofendidos. Se ve ahí que el dolor no ha consistido en pasar por todos los sufrimientos, sino en darse cuenta, al final, que el amor y la felicidad eran posibles. Los enamorados condenados a separarse para siempre se miran y se dicen sin hablarse: “Hubiéramos podido vivir siempre felices juntos”. Ignoro el efecto de estas palabras en ruso, pero en español son devastadoras. Cuando veo otras ediciones de esta novela, inmediatamente reviso cómo están traducidas, y veo que ninguna versión tiene la fuerza que le dio Rafael Cansinos Assens, el encargado de esta edición. Es decir, el autor argentino que no sólo tradujo todo Dostoyevski del ruso, sino Las mil y una noches del árabe y todo Balzac del francés. Decía que todo el espectro del ser humano está presente en estas páginas. Así que no sólo está la tragedia sino la farsa –aunque debo decir que muchas veces se muestran indisolubles. Y uno de los momentos más divertidos y fascinantes del autor se encuentra en la novela La mujer ajena y el hombre debajo de la cama. ¡Pocas páginas tan divertidas! Un hombre cegado por los celos vuelve a casa, convencido de que encontrará a su esposa en brazos de su amante, pero la furia hace… que se equivoque de departamento, en donde sólo encuentra a su vecina, espantada. En ese momento, entra su esposo. Y él tiene que esconderse debajo de la cama, en donde se encuentra también escondido el amante de la vecina. Sin embargo, aquí se tuerce el rostro del traductor. Esta novela le parece inmoral, y nos advierte: sólo porque son obras completas está aquí incluida. Pero reconviene al autor: se lo pasamos por esta vez, pero a condición de que vuelva pronto a sus temas atormentados. Lo que significa que los autores deben de cumplir con sus deberes ante la crítica literaria.
Fiodor M. Dostoyevski. Obras completas, Tomo I (1844-1865), traducción directa del ruso por Rafael Cansinos Assens, 5ª ed. Madrid, Aguilar, 1953.
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