El pretexto. Virus tropical (2010) es una novela gráfica realizada por Power Paola, dibujante ecuatoriana, cuyo primer tomo ha sido publicado por Sexto Piso en México. Son los episodios de la vida, desde la concepción hasta la adolescencia, hasta el día en que la autora decide conducir su vida hacia el dibujo. Está el padre, un ex sacerdote que oficia misas a escondidas en casa, la madre que aprende a “leer el dominó” y que se hace de clientes en Quito, las dos hermanas y sus respectivas vidas personales. En apariencia es un libro fácil: pintar la vida propia, pues el tema nos ha sido obsequiado. Sin embargo, no lo es tanto. La vida nos ha sido dada en bruto, sin tratamiento estilístico. Para contarla se tiene que poner algún orden, además de una perspectiva y se tiene que seleccionar una pequeña cantidad de hechos. Qué palabras usar y qué partes esconder. “Power Paola” es un seudónimo y parece que la autora ha intentado sin éxito borrar su nombre real. Y me imagino que, aunque las situaciones sean reales, las personas reales tienen una máscara. He pensado en lo difícil que puede ser para las personas reales convertirse en material de la literatura –del arte en general. Es una nueva responsabilidad, pues la primera fue vivir y actuar. Y ahora, actuar pero para los demás, para un público de quien se desconoce su composición, sus intenciones y sus criterios para juzgar una vida. Apenas yo me construyo y puedo tener responsabilidad de mí. Y no mucha, dejo ver demasiado. En este caso hay una especie de sinceridad manifiesta: una naturalidad para enunciar cada pasaje de la vida propia. Además, un estilo engañosamente naïf, pues deja ver detrás de este estilo infantil una realidad bastante menos amable: los adolescentes colombianos susceptibles ante las balaceras de los narcos, las jóvenes que miran con total indiferencia su trabajo de “mulas” –las que atraviesan las fronteras con cápsulas de droga en su interior. La autora cuenta como si nada, lo que me parece casi extraño. Como si nada, pero explayarse en la vida íntima implica un paso sin regreso. ¿Y a qué viene esa reticencia? ¿No habíamos pasado eso antes? ¿No ha sido un ejercicio constante de varios siglos de autores? Y ahora vienes tú a esconderte dentro de una concha esperando que nadie se fije en ti. Power Paola divide la primera etapa de su vida en trece capítulos, trece temas. Está bien, picaré algunos, dos o tres, para ver mi valor, o mi falta de valor, o mi absoluta cobardía para ver mi vida en el espejo. Creí que había leído este libro con aparente desapego, y resulta que me sirvió para tratar de forjar mi propio espejo.
La familia. A uno de mis hermanos le gusta el título del libro de Gerard Durrell: Mi familia y otros animales. Quizá le hubiera gustado escribirlo. Salir de uno mismo, tomar la suficiente distancia para mirar la propia familia desde lejos, como una exótica especie de crustáceos. Vista así, cualquier familia es atractiva, extraña. Es decir, aquello que uno no puede ver, como la familia es la creadora del lenguaje personal, hasta que uno toma conciencia sabe que se trata de una herramienta propia. Padre veterinario, madre pedagoga, dos hermanos (escritor y politólogo), infancia rodeada de tíos, dos abuelos y tres bisabuelas. Primos, ninguno, el primero nació cuando yo tenía siete años. Pero por alguna razón, hasta ahí llega mi reflexión escrita que tiene el papel de pensamiento en voz alta. Mi familia, que es una entidad que prefiere quedarse en la sombra, se ha convertido en una voz. Es la voz que me habla y me guía. Es la voz que me dice: No lo hagas, no hables de ti mismo. ¿Dejaré de escucharla? No, no es posible. La voz de la familia no deja de escucharse. Pero no es tan fuerte, tiene una bocina que la vuelve ensordecedora. Sin bocina es una pequeña voz casi inaudible. Es una cicatriz que llevo como aquella que tengo en un dedo meñique, en la que reparo de vez en cuando, que llevo desde una ocasión en que se me estrelló una botella en la mano, a los cuatro años. La voz de la familia dice invariablemente: No estás solo, pero ante ese monólogo hay dos interpretaciones: la de la solidaridad y la del miedo. Romper esa voz que habla y habla es como salir de un cascarón para poder vivir.
Las despedidas. Vivía en la casa de junto, se llamaba Carla. No supe nunca su apellido, y ahora se me disuelve su rostro y su circunstancia. Pero fue la primera despedida de mi vida. En general, mi espíritu era trágico en esas situaciones, hasta que fue encontrando el gusto por decir adiós. Era un pequeño departamento que rentaba en su casa don Tomás, el vecino, dueño de la tienda de junto. Ahí vivía Carla con su hermanas menores, Diana y una bebé de brazos, además de sus papás. Aunque su papá salía a trabajar todo el día. Yo trataba de estar todo el tiempo posible con ella, platicando con su mamá y con su hermana. No sé si me gustaba o hacía como que me gustaba. Tampoco sé si tenía yo diez años u once. Pero recuerdo que iba en la colonia había dos primarias, y ella iba en la otra, creo que íbamos en el mismo año. ¿Cómo era? Casi no la recuerdo, el pelo castaño, ondulado, blanca y de cara redonda, con una voz grave. A mí, que me aferraba por retener en la memoria cada instante con ella, se me esfuman los momentos; casi no la recuerdo. Pero sí que un día mis amigos de la calle dijeron: “Carla se va a ir”. Y yo enloquecí, y pasé la noche llorando porque se iba de pronto, y porque era intempestivo. Decían mis amigos: “El papá de Carla encontró a su esposa con uno de los vecinos. La golpeó y decidió cambiarse de casa. Además, consiguió un trabajo en Puebla”. Traté de prepararme para la despedida, pero no sabía cómo hacerlo. Muchas noches me asomaba a la ventana de mi cuarto: Carla vivía detrás de la pared que yo podía ver. Me angustiaba saber que se iba. Y sí, de pronto se fue… Pero sólo a la calle de junto. Todavía la vi, la visitaba, hasta que un día se fue definitivamente. Trato de pescar en la memoria pero no pica ningún recuerdo más. A veces pienso que podría ir a esa escuela en que ella estudiaba, al archivo, debe de existir y seguramente hay una foto, y puedo ver su nombre, quitarle la neblina al rostro que guardo, pero para qué. Qué se podrían decir dos personas que compartieron casi nada. Además, sólo hay algo peor que la nostalgia y es la decepción.
Los trece años. Cuando yo nací, mi mamá tenía diecinueve años, mi papá veinte. Así que viví más cerca de mis abuelos, ya que mis padres trabajaban y estudiaban. Recuerdo de entonces productos Polaroid que había por la casa, porque mi papá trabajaba en esa empresa. Recuerdo un poco más, pero lo importante es que acabé la primaria viviendo en casa de mis abuelos paternos. Y que mis papás compraron un departamento en un lugar cercano, adonde tuve que ir a vivir pues había que entrar a la secundaria. La vida entrega algunos secretos y oculta otros. No sé si necesariamente uno puede elegir. Pero a mí me entregó los de la lectura. Fue por entonces que mi papá me compró una “biblioteca del terror”, editorial Forum, texto a doble columna, capitulares “góticas”, estremecimiento garantizado. Y Bram Stoker, H.P. Lovecraft, Peter Straub, ¡ah!, y la gran Ann Radcliffe, la más increíble de las narradoras. Afuera de los libros, algunas imágenes pasan como en fuga: los cómics de El hombre araña, los juguetes de Star Wars en montón, excursiones al rio (hay un río en la calle de abajo) y un beso fallido porque los compañeros del salón me mandaron a darle un beso a una de las niñas. Y mis papás, que una noche me dieron un regalo, un extraño regalo: un libro que se llama El pequeño libro rojo de la escuela. Qué raro, así llegó el marxismo a mi vida, ahora que lo pienso: quejarse de la disciplina, evaluar a los maestros, meterse a la cama con quien uno quiera para pasarla bien. Estudié bien ese libro, tan bien que a las pocas semanas organicé una revolución contra el director de mi secundaria, el maestro Manuel Vidales Lucatero. ¡Qué emoción, se le movía la peluca de un lado a otro del puro coraje cuando se enteró de que había organizado a toda la escuela en su contra! Y yo salí expulsado de la escuela mientras se asomaban todos a los pasillos. La maestra de inglés me dijo: “comunista”, con un gran desprecio. No estuvo tan mal. Bueno, fue malo para mi papá, que se arrepintió de ese regalo. Él, que trabajaba en el Colegio Militar como profesor de inglés, no sabía que El pequeño libro rojo no era tan buena idea. Pero regresar con la memoria al pasado es tentador, se puede seguir la madeja de los recuerdos. Pero entonces, se abriría una caja como la de Pandora, que no se puede cerrar. Recordar es como una caja de Pandora. Y Pandora, se sabe, es la mujer más bella y la más maligna, de tal manera que es el “bello mal”, el que uno es feliz de recibir. Y la Memoria se le parece. Es mejor encerrarla en su caja, esperando que no tenga por qué despertarla de nuevo.
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