Ascender la montaña de
la vida de Goethe (1749-1832) es una actividad que requiere condición. Vivió
muchos años, y todos atiborrados de vida. De hecho, el biógrafo, que en otros
textos ha sabido pelar muy bien la cáscara de la existencia para entregarnos la
idea, aquí por lo menos ha batallado bastante, y al final ha dejado muchas
minucias dentro de su libro. Quizá se deban tantos pasajes vitales a que su
conclusión es que Goethe no quería conocer el conocimiento sino conocer el
mundo. No se fue a encerrar en el fondo de su ser a conocerse, sino que estuvo
siempre en contacto con la realidad. Entró a él mismo, es cierto, pero lo hizo
para exteriorizar lo que encontró allá dentro. Aprendió de la vida y devolvió
ese conocimiento. Lo que tenía que decir fue de gran interés para sus
contemporáneos, quienes se fascinaron con él desde Werther, su libro de juventud. Fundamentalmente, según Safranski,
el célebre suicidio del protagonista de esta novela conmocionó porque era una
formulación sobre la libertad. Hasta entonces, la exteriorización del alma era
un asunto que se tenía que consultar con la iglesia y la moral. Y Werther se
expresa, efectivamente, con una gran intensidad, pero escribe instalado en el
tedio. Y tedio es “la imaginación paralizante”, según Goethe. Porque fijémonos
bien en lo que nos dice Goethe, sugiere el biógrafo: más que el amor imposible
por la amada Lotte, lo que le aterra a Werther es perder la imaginación, la
fuerza capaz de crear mundos. Una situación posible, ya que incluso el amor,
que se nos presenta como lo imprevisible en la vida, puede caer en la
repetición y el aburrimiento. Una situación que, de hecho, le pasó a Goethe,
cliente cotidiano de la pasión. Pero la demasiada familiaridad con el amor,
dicen, permite ver que es repetitivo, por lo que hace malabares con pocos
recursos, para entretener. Para ello es necesario ver que la vida es como una
rueda y que nada de lo que contiene está fijo, todo cambia. Es cierto que las
cosas buenas no durarán, pero tampoco las malas, y hasta el tedio vital, bien
mirado, es algo que pasará. Esa conciencia plena de la vida, concepción que dice
que el todo es el mundo y viceversa. Spinoza había enseñado que Dios no era más
que el conjunto de lo real, una idea de consistencia y de totalidad, idea que
asimiló el autor del Fausto. Por su
parte, Leopardi, el poeta, muchos años más tarde dijo que el tedio era sublime
porque indicaba que ni todo el universo era capaza de llenar con sus sorpresas
el alma humana. ¡Absurdo!, eso no podría ser pensado por Goethe; en todo caso
el tedio es un defecto que impide conocer. Aquellos que se aburren porque ya lo
vieron todo, ya lo experimentaron todo, son unos enfermos. Mejor tomar
conciencia de que en su paso, la vida nos va despojando. Renunciar a todo es la
única manera de poseer algo. Esta conciencia luminosa le dio a Goethe la
constancia para vivir. Es cierto que el destino nos puede quebrar como varita,
pero mientras tanto proyectar el futuro y vivirlo es una buena ocupación.
Rüdiger Safranski. Goethe. La vida como obra de arte / Goethe ,
Kunstwerk des Lebens (2013), tr. Raúl Gabás. México, Tusquets, 2015.
(Tiempo de Memoria, 107)