No sabía
qué esperar de Jane Austen (1775-1817), como no fuera la vaga noción de que sus
heroínas pasan por ser de las más inteligentes de la literatura. Sabía de la
gran admiración que Harold Bloom siente por ella, por los elogiosos pasajes de
su libro El canon occidental. Sé que
esta joven escritora es referente para todo tipo estudios, desde las conductas amorosas
de su tiempo hasta los libros que estudian los festejos de Navidad en su época.
Lo que no me esperaba es la sonrisa permanente que atraviesa sus páginas, una
sonrisa desconcertante. Su protagonista, Elizabeth Bennet, no se ahoga en el
vaso de agua de su vida, a diferencia de la mayor parte de sus familiares y sus
conocidos. Aunque toda la mentalidad de los personajes de la historia tienen la
misma idea fija –lograr un buen matrimonio–, Lizzy no se deja desesperar,
reacciona con inteligencia, con mesura y hasta con humor. Todo gira en torno a
la idea de conseguir pareja… Bueno, igual que hoy. Sólo que hemos pasado muchas
etapas entre esa época y la nuestra. Mientras que el cortejo lo es todo en esta
historia, en nuestros tiempos eso ha quedado un poco hecho de lado. Es curioso,
pero a pesar de que esta historia es calificada de “romántica”, me parece lo
menos romántico del mundo. No existe la búsqueda de un alma femenina, la
protagonista ni siquiera piensa en ella en términos íntimos. Sabemos poco de
sus sentimientos, y no hay una descripción de su interior ni de sus cambios,
Lizzy no depende de su estado de ánimo. El amor no es visto como el náufrago
que ve a lo lejos la posible isla de su salvación. Por el contrario, parece que
la protagonista tiene como preocupación estar siempre a la altura de las
circunstancias, como en una partida de ajedrez. Darcy, el joven rico y apuesto,
está enamorado de ella, pero Lizzy ni lo sospecha, y cuando se da cuenta,
comienza a jugar una partida de movimientos llevados a cabo por la autoestima.
Nunca la desesperación, nunca el interés –¡porque Darcy es inmensamente rico!– y,
sobre todo, jamás traicionar la buena reputación, que es la única carta para
jugar en esta nutrida competencia. Tendemos más a la desesperación por amor
nosotros, los que supuestamente despreciamos el cortejo del mundo
antiguo, los que pagamos por el psicoanalista. Nos envanecemos de nuestro
racionalismo, pero no estamos dispuestos a cambiar nada por ese mundo sin pasión
y sin sentimientos de autodestrucción. Ni el matrimonio más aburrido es visto
negativamente en estas páginas, algo hay de bueno en un mal arreglo. Si Jane
Austen, por el contrario, pudiera leer los best-sellers
de nuestro tiempo, sí podría llamarnos “románticos” con cierto desprecio. Me
hubiera gustado leerla más temprano en la vida. Por otra parte, para todo lo
que lea ya será un poco tarde.
Jane Austen. Orgullo
y prejuicio / Pride and Prejudice (1813),
tr. de Armando Lázaro Ros, pról. de Philippe Ollé-Laprune. Xalapa, Universidad
Veracruzana, 2014.
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