Otras entradas

viernes, 7 de agosto de 2020

El amante polaco, de Elena Poniatowska


 

Del siglo XVIII al siglo XX y de regreso, de la corte rusa a la pequeñita Ciudad de México, de un mundo de cortesanos a las fiestas de sociedad que reseñan las revistas de sociales. Elena Poniatowska se decidió finalmente a coser las memorias propias con la vida familiar que se quedó del otro lado del mar cuando ella se embarcó para México. Era la Segunda Guerra Mundial y este extraño país parecía un jardín dulce de habitar. Eso le pareció a su madre Paula Amor, cuando decidió volver a su país con sus dos hijas, Kitzia y Elena. Atrás quedó una infancia dulce en la provincia francesa y una historia familiar lejana, que se perdía quién sabe cuándo, en las brumas de otros siglos. Y yo que pensaba que esos recuerdos ya estaban desteñidos. No me había asomado a esa historia y pensé que Elena tampoco. Sus libros siempre dedicados a los movimientos sociales de México, a la crónica de las grandes personalidades culturales (a las que hizo las mejores entrevistas), la pintura indignada de las represiones. Sus libros son alta costura, los días y días de labor para coser un testimonio y elegir las voces, no para que cuenten cosas, sino para que al narrar hagan arte. El oído más fino para elegir de esa cajita de voces, las más lucientes. En sus crónicas he oído la voz de José Revueltas, la de Lola Beltrán, la de Jorge Luis Borges, la de María Félix, cada una de ellas mostrando su timbre y sus hábitos. Con las voces de los estudiantes reprimidos en 1968 hizo el más ambicioso de los tapices, un libro que es al mismo tiempo nuestro modelo de literatura testimonial y muestra de valentía. Elena huyó de las páginas de la revista Social para entrar al periodismo comprometido en el Novedades y, luego, en la revista Siempre! Cuando un día me dijo que qué flojera las princesas pensé que, en efecto, el mundo de los antepasados había quedado atrás. En una ocasión entrevistó a Sergio Pitol (para “La Cultura en México”, en 1966) acerca de Polonia –Pitol amaba ese país– pero en ningún momento se refirieron a la corte del siglo XVIII. En cambio, hablaron del socialismo, de la Iglesia y de los autores que fascinaban a Pitol. No hace tanto tiempo, creo, que Elena volvió los ojos muy lejos, a ese mundo que, ahora veo, no tiene nada de opaco. Dos mundos que se encontrarían tan extraños si se miraran… Por eso es tan compleja la labor de costura de esta novela. Por un lado, la historia del ilustra antepasado, Stanisław Poniatowski, que creció en una familia aristocrática y que se educó políticamente dada su capacidad intelectual y su sensibilidad. Conoció y amó a la futura emperatriz Catalina II, esposa del príncipe Pedro III de Rusia. Éste último supo de esa pasión pero la toleró. Sin embargo, cuando Catalina llegó al trono, en 1762, mandó lejos a su amante. Poniatowski parece un joven ingenuo en este libro, no sabe que su amor le hace daño a Catalina y que ella le da el reino de Polonia a cambio de la pasión que quizá seguía teniendo, pero que no se podía manifestar. Esta novela es la primera parte de esta historia, la cual termina con la coronación de Poniatowski: Stanisław II, para la Historia. La segunda parte es la promesa de la otra parte de su vida: su reinado, que hizo florecer el arte en su país. A él ya lo conocía, lo había encontrado en las páginas de Voltaire (en algunos de sus extensísimos “cuentos”). (Hay un Poniatowski en La guerra y la paz, pero ése es Józef, uno de los mariscales de Napoleón). A Elena… bueno, a ella todo el tiempo. Porque el mundo es muy pequeño, todos somos los mismos, y Cantinflas está en el Rioma, don Alfonso en su Capilla, María Conesa en la calle de Monterrey, esquina con San Luis Potosí. Tarde o temprano, todos nos encontramos. Ya sea en la vida o en las páginas. Más comúnmente, en las páginas de Elena Poniatowska. Ahora la ciudad es algo extraña, es más difícil encontrarse gente. Hace meses que es extraño porque las pocas personas de la calle son desconocidas. Para llegar a otras ciudades hay que quitar capas. Hay que quitar esta capa, la más reciente, la de la epidemia, pero luego quitemos otras, por ejemplo, la capa de 1985 y el temblor que dejó escombros. Detrás de esos escombros todavía hay otra capa, la que dejó 1968 y su dolor. Después de todo eso se puede ver, a lo lejos, esa ciudad que se cuenta aquí. Salvador Novo acababa de publicar su Nueva grandeza, ¿se le podrá encontrar por la librería Zaplana, en Lázaro Cárdenas?, ¿a lo mejor pasó por el Fondo de Cultura Económica? Pero no vayas a buscar esta editorial por quién sabe dónde, sus oficinas están en Madero 32. Sí, luego se cambiaron a Avenida Universidad, que entonces se llamaba avenida Casas Alemán, en el número 975. Qué calamidad, te perderías por esa ciudad. No reconocerías nada. Pero te fascinaría verla. Fue entonces que Jean E. Poniatowski llegó a México, a la casa en la calle de La Morena 426, después de cuatro años volvió a ver a su familia. Ese señor que parecía no caber en su casa era, es cierto, grande, agrandado por su leyenda porque había estado en la guerra y había pasado una temporada en el campo de concentración. Incluso, guardó la cuchara de madera con que comió esa temporada. Cuando Elena ganó el Premio Cervantes, le pidieron que llevara algo significativo para dejarlo en una cápsula del tiempo. “Voy a llevar la cuchara con la que comió mi papá en el campo de concentración”, me dijo Elena, pero creo que al final se le olvidó en su casa, así que llevó una pulsera de latón. Fui en aquella ocasión gracias a Guadalupe Loaeza; no me quería perder la visita de Elena a Madrid y a Alcalá de Henares, el lugar donde nació Cervantes, a un paso de Madrid. Vi las cigüeñas, inmensas, sobre los tejados de la ciudad. Son enormes y sus nidos pesan quinientos kilos, así que seguido se caen dentro de las casas. Pero la gente las ama, así que son el paisaje de Alcalá, igual que su Universidad. Eso fue en 2014, pero este año volví a ir y visité la Biblioteca Nacional de España, ahí están a lo largo de sus pasillos, los retratos de todos los Premios Cervantes, así que me tomé una foto con Elena, que llevaba el día que le dieron el premio un vestido que le bordaron las mujeres de Juchitán con los colores de la bandera española. Por estas páginas corren algunos niños, el primero de ellos Jan, el hermano menor, que nació en 1947, en México. Jan, “una garantía de dicha futura”. Y luego, Mane, el hijo mayor de Elena, cuya historia es elegantemente narrada. Más que en esa historia, en lo que no dejaba de pensar era en la escritura. La escritura le dio orden a la vida de Poniatowski, quien llevaba su propio diario. Escribió el padre de Elena y también su abuelo. Su madre Paula escribió sus memorias. Y Elena, ella me dijo una vez que escribir es una condena. Así es, en efecto, pienso mientras escribo a las 2:47 de la mañana porque de otro modo el texto no me dejaría dormir. Pero, Elena, no hay mejor condena que ésta. No hay mejor cadena que la de las palabras que se unen unas a otras y en cuyo hilar se descubren cosas que de otro modo no sabríamos. Este libro es un telar, una serie de oraciones que le dan vida a un noble de otro siglo. Es el primer libro en español que se escribe sobre Poniatowski. En 1938, los rusos informaron que demolerían la iglesia de Santa Catalina, en San Petersburgo, en donde se encontraba enterrado, así que avisaron que devolverían sus restos a Polonia. Después de muerto, el Rey hizo su último viaje, pasó por los valles de Rusia y llegó a un país en donde no lo esperaba nadie. Dos aduaneros abrieron el ataúd de plomo y vieron un esqueleto coronado, con un orbe y un cetro. Como siempre, hay que darle gracias a Elena por cada nuevo libro suyo. Aunque el más agradecido sea Stanisław II, que llegó desempacado a las librerías de México. El siglo XVIII asombra por su lujo y su libertinaje. No menor debe de ser el asombro del rey Poniatowski de andar por aquí, entre las estatuas vivientes de la calle de Madero, caminado las grandes avenidas, los payasitos en los semáforos, las bicicletas y los coches, la sorpresa de que existió y volvería a existir un lugar llamado México. En fin, no pasa nada, a nosotros tampoco nos es ajena la sensación de extravío en esta ciudad.

 

Elena Poniatowska. El amante polaco. México, Planeta, 2019.

No hay comentarios: