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Tengo una cita con la muerte en una trágica trinchera. Cuando retorna primavera regando flores en su viaje, tengo una cita con la Muerte baj...
viernes, 30 de octubre de 2009
Murieron otros… (sobre Pedro Requena Legarreta y los poetas muertos)
A la derecha, casa de Pedro Requena Legarreta
Para mi amigo Christian Gaudí, quien murió a los 24 años el 4 de abril de 2009
I
Los muertos rieron, tocaron pieles, amaron, besaron labios, durmieron, despertaron, la admiración los turbó por un momento. Y luego su vida se detuvo, repentinamente, como para dar la imagen de la perfección. Como si el río de la vida, congelado de pronto, guardara la ilusión de la vida. Y el momento de la felicidad quedara petrificado dentro de una gota de ámbar para ser contemplado. Entonces, se opera una inversión que nos hace a los vivos: incompletos. La vida aún no se resuelve en nosotros, no ha desembocado en ninguna parte. Y los muertos, desde su culminación, nos miran, perfectos.
Y luego están aquellos muertos que pelearon valientemente y que ahora nos dan una bella lección histórica, ya que partieron hacia la guerra para enfrentar su destino y pelear en las trincheras por intereses que afortunadamente no comprendían. Tenían una cita con la muerte e hicieron de su destino personal una bella parábola que felizmente oculta los motivos económicos que llevaron a la muerte a ocho millones de personas en la Primera Guerra Mundial. Iban alegres, con una misión histórica a cuestas y sólo vieron el horror de la guerra cuando ya no era posible volver atrás.
Después vino la influenza, la cual mató probablemente a cien millones de personas en el mundo, entre 1918 y 1919. Se le llamó gripe española, no porque hubiera surgido en ese país, sino porque fue el único gobierno que no ocultó los datos de la enfermedad que tenía un índice de mortandad del cincuenta por ciento.
Ese terreno desolado fue el suelo propicio para que brotara el ocultismo, y se recopilaran enormes cantidades de testimonios de presentimientos, premoniciones y de telepatía de ultratumba. Pues “jamás nuestra tierra, desde que se humanizó, vio acumularse sobre ella, en tan poco tiempo, semejante masa de muertos jóvenes ávidos de sobrevivir” (Maurice Maeterlinck, El huésped desconocido). La desesperación de otorgar a cada muerte individual un sentido trascendental, que explicara la causa por la que toda una generación se extingue en plena juventud, en cierto sentido hace comprensible la difusión de la obra de Rabindranath Tagore (1861-1941), en la cual el ser supremo tiene la cortesía de enviar un emisario para avisar a cada hombre la decisión de su muerte. ¡Y aun el agonizante elevaba una alabanza para agradecer su destino!
El año más importante fue, definitivamente: 1914, el inicio de la guerra por la cual “la eternidad se sentía orgullosa del hombre” (Antonio Castro Leal). ¿Qué resonancia sentimental tenía en aquellos que fueron llamados para morir? El mismo crítico escribió al respecto: “El mejor día, hastiados de la tranquilidad, nos arrojamos fuera de nuestra patria. En la mesa de trabajo queda un manuscrito sobre la poesía bucólica y en el bolsillo del abrigo nos ponemos unas cuantas monedas y los diálogos de Buda. Partimos. En ocasiones hasta el infierno es un país agradable, por nuevo… La guerra no me aparece, decía un soldado, en su aspecto moral sino en su aspecto cósmico.” Ignoro si esta consolación haya servido a algún poeta. Ni siquiera sé si su propia poesía le haya servido para explicarse el horror de su destino. Pero el poeta estadounidense Alan Seeger (1888-1916) murió en acción, en Belloy-en-Santerre, pues se unió a la Legión Extranjera para pelear por Francia. T.S. Eliot, su compañero de clase en Harvard, escribió sobre él: “Seeger era muy serio en su trabajo y vertió mucho dolor sobre él. El trabajo está bien hecho, y tan pasado de moda que eso casi lo dota de un atributo positivo. Es de altos vuelos, pesadamente decorado y solemne, pero su solemnidad lo abarca todo, no es una mera formalidad literaria. Alan Seeger, como alguien que lo conoció, puedo atestiguarlo, vivió su vida entera en este plano, con impecable dignidad poética”. Seeger vivió en México de 1900 a 1902 y frecuentó las librerías de viejo de la capital; según Castro Leal “contagiándose de los vicios del país, publicaba un periódico literario que nunca aparecía en su fecha… El cuadro del paisaje de sus poemas es bien mexicano y hasta hay en su canto un movimiento melódico, aprendido de seguro en nuestra tierra”. También murió Rupert Brooke (1887-1915), el amigo de Robert Frost, a quien W.B. Yeats llamó “el joven más bello de Inglaterra”. Murió durante una batalla en la isla griega de Skyros por lo que la juventud de su país lo reconoció como un nuevo Byron. Su amigo, el compositor W.D. Browne, que estaba a su lado cuando murió, dejó escrito en su diario: “Me senté con Rupert. A las cuatro de la tarde, comenzó a debilitarse, y a las 4:46 murió, con el sol que brillaba en todas las partes, y la fresca brisa marina que sopla por la puerta y las ventanas protegidas del sol. Nadie podría haber deseado un final más tranquilo que en aquella bahía encantadora, protegida por las montañas y fragante con la salvia y el tomillo.” Y murió Leslie Coulson (1889-1916), de quien sólo se recuerda su carácter amable durante los días de la guerra. Murieron más poetas. Murieron otros –pero eso sucedió fuera de la poesía.
II
Existe un cuadro del poeta Pedro Requena Legarreta pintado en 1917, por Alfredo Ramos Martínez. Pedro murió en 1918, en Nueva York, a los 25 años, víctima de la epidemia de influenza. Entonces, su padre, José Luis Requena mandó hacer para ese retrato un marco de madera representando una lira con las cuerdas rotas. Ambos –poeta y pintor– caminaron por la campiña en busca de la inspiración. Requena escribió: “Y tú y yo llevábamos, en la sangre presas, intuiciones y ansias de luces y vuelos, sorpresas causantes de nuevas sorpresas, anhelos creadores de nuevos anhelos. Y en el alma amores e ideas opimas, que a expresarse tienden en ritmos diversos, tú captando luces, yo apresando rimas, ¡Oh vida, ambos ebrios de sol y de versos!” (“Cuadros y versos”)
Cuando murió el poeta terminaron las tertulias del restaurante El Angelo, de la Calle 8, en donde se reunían Amado Nervo, José Juan Tablada, Joaquín Méndez Rivas, el poeta hondureño Alfonso Guillén Celaya, Antonio Castro Leal, José Santos Chocano y Salomón de la Selva, entre otros. Ahí, Rubén Darío había elogiado el talento de Pedro. Ahí, Nervo le había ofrecido llevarlo consigo a Argentina para ayudarlo a difundir su obra. Entonces, su cuerpo embalsamado fue enterrado en el cementerio de Woodlawn, en donde permaneció hasta el 19 de octubre de 1920, cuando sus restos fueron trasladados a México. En octubre de 1922, por iniciativa de José Vasconcelos, Rector de la Universidad Nacional, se le realizó un homenaje en el Panteón Español con la participación de Manuel Toussaint y de Carlos Pellicer, quien se refirió a Requena con estas palabras: “Indudablemente la juventud de México ha perdido con él a su poeta mejor. Hermosa vida de cinco lustros, consagrada al amor, a la amistad y a la belleza. Espíritu ferviente y manos gentiles, existieron para la dicha casi exclusivamente… suspendamos este recuerdo sin decir la palabra postrera.”
Requena pretendía ser el mejor traductor de poesía en México, aunque también dejó una notable obra personal. En Nueva York, conoció a Tagore en una de las conferencias del escritor Nobel en el Carnegie Hall, durante 1916. Sobre este encuentro, Requena escribió: “La voz aguda de Rabindranath Tagore, una voz penetrante y bien tímida, tórnase grave y pausada cuando asienta los principios de su filosofía, apasionada cuando habla en defensa de su patria o en contra de Inglaterra, e irónica cuando satiriza finamente los progresos morales de los pueblos de occidente” (Revista Universal, Nueva York, diciembre de 1916). Posteriormente, Tagore conversó en varias ocasiones con Requena acerca de su obra literaria. Joaquín Méndez Rivas, amigo del traductor, anota que las traducciones del Gitanjalí se hicieron a partir de las versiones que Tagore hizo de su propia obra al inglés; pero Requena, para intentar acercarse en lo posible al sentido original, estudió la filosofía de los upanishads y recogió datos del propio autor.
Como parte de la colección Cvltvra, apareció en 1919 la Antología de poetas muertos en la guerra (1914-1918) con versiones de Pedro Requena y un ensayo y notas de Antonio Castro Leal. La antología es una muestra literaria de una generación que murió en la guerra europea; en ella se encuentran siete escritores ingleses, seis franceses y un estadounidense, nacidos entre 1868 y 1895. Los autores de la Antología consultaron en Nueva York la amplia bibliografía que fue apareciendo luego de la muerte de los poetas. Antonio Carreira, uno de los más importantes especialistas en Góngora, considera a los poetas del libro “magníficamente traducidos” y aventura que Max Aub pudo componer su libro Imposible Sinaí (1982, póstumo), una muestra de poetas y traducciones apócrifos, inspirado en la Antología de poetas muertos en la guerra.
III
El 16 de octubre de 2005, a las seis cuarenta de la mañana se derrumbó una casa que se encontraba en la calle de Santa Veracruz 43. Durante mucho tiempo fue conocida como Casa Requena, hasta que el nombre fue olvidado y se comenzó a llamar Mansión Mazahua por haber servido de hogar a 42 familias indígenas durante años. En el centro del patio estaba la vieja fuente, tapada por los escombros. En las paredes del primer piso se encontraban aún los mosaicos venecianos pintados a mano que la familia Requena mandó traer de Europa para decorar la casa. Antiguamente, la Casa Requena había sido una de las residencias porfirianas más célebres, por la decoración delirante que José Luis Requena había mandado hacer, gracias a la fortuna que había hecho como empresario minero. Por los días del derrumbe, alguna persona pegó sobre la fachada una serie de fotos de la casa con la decoración original. Las fotos de Pedro y de los muebles art nouveau que hace décadas la familia donó a la Universidad de Chihuahua. Las fotos de las recámaras copiadas de los cuentos de Perrault. Los muebles que parecían inspirados en los dibujos de Julio Ruelas.
Pedro Requena vivió en esa casa durante su infancia y adolescencia. Aunque fue enviado a estudiar a Estados Unidos, regresó para inscribirse en la Escuela de Jurisprudencia. Pasó esos días con sus amigos en la pastelería El Globo, en los teatros que presentaban óperas italianas y leyendo a los escritores franceses cuyos libros había traído de Europa su amigo Víctor Velázquez –hijo adoptivo de Félix, sobrino de Porfirio Díaz. Pero su vida en la Santa Veracruz terminó cuando su padre estuvo a punto de ser asesinado por Victoriano Huerta, por haber participado en la candidatura presidencial de Félix Díaz. Entonces, la familia huyó del país y se dirigió a Nueva York. Entre otras circunstancias, la lejanía es una de las causas por la que la obra de Requena se ha olvidado completamente. Tuvo un destino literario que Gabriel Zaid resumió de esta manera: “Requena pasó de ser famoso, sin ser leído, a quedar descartado, sin ser leído”.
(Revista Tierra Adentro 159, agosto-septiembre de 2009)
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3 comentarios:
hola, felicidades por sus articulos son muy interesantes y me gusta mucho como escribe, disfrute mucho leyendo sus articulos sobre la casa requena y el poeta pedro requena, yo soy de ciudad del carmen y tengo un libro de poesia de pedro requena, si gusta le escanee algun poema con mucho gusto.
un saludo afectuoso!
Mi estimado Pável ya esta esperando Caín por usted en la ballena blanca de la condesa.
Saludos
Hola, Pavel. Recién encontré por accidente, en una libreria de viejo, a precio de remate y no se porqué en la sección de novelas, la Antología de poetas muertos en la guerra. En la búsqueda de información llegué a esta entrada tuya y otras más. Sólo queria agradecer por lo que aqui escribes, con tan buena pluma, tanto que incluso ese dolor pasado se transmite aun hasta mis ser mientras te leo.
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