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sábado, 19 de febrero de 2022

Arquitectura contemporánea en Europa Oriental, de Udo Kultermann

  



 

La arquitectura es un arte que conjuga el tiempo artístico en presente de indicativo. Aquello que pudo ser o que sería bueno que fuera, al convertirse en edificio se vuelve real. Aun perteneciendo a mundos desaparecidos, sus edificios son la forma de la persistencia. El libro que me dedico a ojear es una especie de carta de una sociedad que pudo seguir siendo, el mundo socialista de Europa del Este. Es difícil (para mí, imposible) definir ese estilo, y sin embargo lo identifico en otros lugares, en ciudades y en monumentos. Puedo recorrer las calles de cualquier lugar y decir de pronto: aquí está la influencia de esa arquitectura que se encuentra regada por Europa del Este. El socialismo real cayó o fue derrumbado –otro edificio inmenso–, pero sus vestigios tienen vida, vida reconstituida porque aquello que fue creado con cierta ideología ha tenido que ser habitado por el capitalismo. El molusco invasor se mete a los edificios que dejó aquel otro que los creó. Y viendo el catálogo de construcciones, me fijo en algunas. Como en aquella que albergó la Administración de Construcción de Puentes y Carreteras en Georgia, es la sede del banco de aquel país. Es un edificio complejo, un laberinto hecho de hormigón. Los conocedores lo llaman: “muestra del brutalismo arquitectónico soviético”. Antes de comenzar a escribir, sólo tenía intuiciones, que se van afinando gracias a los expertos, por los cuales voy sabiendo que el brutalismo es un estilo de geometría repetitiva hecho fundamentalmente con concreto, proveniente de Le Corbusier y reconocible porque deja la estructura interna descubierta a simple vista. Son inmensas flores arquitectónicas que florecieron por las ciudades y las praderas del Socialismo tardío. No sé por qué se eligió en esa arquitectura estatal este modelo estético. No lo sé puesto que no asimismo ignoro las proclamas estéticas de sus creadores. Sólo puedo conocer la proclama que es la construcción en el espacio. El historiador del arte Udo Kultermann (1927-2013) revisó largamente en sus obras esta ramificación de la arquitectura contemporánea. Lo hizo sin saber que reseñaba una forma de sociedad que terminaba. Aconseja recordar Exposición Internacional de París de 1937, en donde se construyeron diversos pabellones arquitectónicos representando 44 países. Fue la Exposición en que se mostró el Guernica de Picasso. Aun cuando hubo numerosas propuestas (Francisco Keil do Amaral, de Portugal; Alvar Aalto, de Finlandia; y José Luis Sert, de España, entre muchos otros), lo que realmente destacó fue la oposición entre los pabellones de la Alemania nazi –proyectado por Albert Speer– y la URSS –creado por Borís Iofán–. Antes de enfrentarse a muerte, se enfrentaron en efigie. El pabellón alemán, con su águila de nueve metros cuyas garras sostenían una enorme suástica, se encontraba frente al pabellón ruso. Era cosa de cruzar la calle para entrar al coctel de inauguración del enemigo. No me importa ahora la estética nazi, las referencias de la antigüedad clásica que inspiraron a Speer. Miro hacia la propuesta de Iofán (el gran representante del “gótico stalinista”) para interrogarla un poco. Enrique Solé León describió, teniendo en sus manos el catálogo del evento (en “La Exposición Internacional de 1937. Cómo organizar un evento mundial antes de la tragedia”, Revista Fua), algunos detalles: rusos y alemanes presentaron ambos, una torre, pero Iofán se decidió por coronarla con una enorme estatua El obrero y la koljosiana, de la escultora Vera Mikhina, primera escultura realizada en el mundo con acero inoxidable. Quiero hacer algunas preguntas al pabellón ruso. Una postal que muestra ambas construcciones frente a frente deja ver que el edificio alemán es fundamentalmente un bloque austero, en tanto que el ruso es más compacto, hecho de bloques sobrepuestos, sobre los que se encuentran los dos cuerpos humanos. Hay movimiento en ellos, cruzan ambos la hoz y el martillo. Hay varias maneras de aproximarse a esta arquitectura. Una de ellas es la que propone el director austriaco Nikolaus Geyrhalter, en su documental Homo sapiens (2016): una serie de tomas fijas en lugares donde los hombres han desaparecido. Sitios que nos hablan desde un lugar impreciso del futuro o del pasado. O de un presente alternativo en que las cosas pasan sin nosotros. Podemos mirar el Monumento Buzludja (alguna vez fue el proyecto más ambicioso de la arquitectura búlgara), un inmenso salón de sesiones soviético: aparece filmado como es hoy, casi destruido, combatiendo diariamente el sol y el viento, y la nieve durante unos meses al año. La policía lo rodea hoy todos los días para evitar el vandalismo. Y en el documental, con su foto fija, sólo se escucha la dura reflexión del viento solitario. La belleza del abandono existe. Pero hay otro tipo de belleza, un poco más modesta. No sé si decirle modesta. Se trata de la que acompañó originalmente este tipo de arte, una concepción en que la estética era un añadido, un plusvalor que podían tener o no los edificios. Las autoridades del funcionalismo arquitectónico explicaban que la forma va detrás de la función del edificio. Diría yo que la forma de la belleza es su función. Por alguna razón, me parece que esos funcionalistas eran ciegos a la que producían. Decía que hay otras maneras de aproximarse a este mundo arquitectónico. Por ejemplo, conocer la manera en que la gente ha vuelto a habitar los edificios que les dejó el Socialismo. Mientras se recorren con la vista los países que compartieron esta estética, se mira que según la región los artistas pretendieron dialogar con la arquitectura vernácula. En el caso de Uzbekistán, los arquitectos asimilaron la tradición islámica: la importancia de los patios interiores, la ornamentación y las artes decorativas. Miro el edificio del ministerio en la capital, Tashkent: de geometría simple, pero atravesado por múltiples y complejas líneas rectas. Antiguamente se encontraba en la Plaza Lenin, aunque conforme se pasó a estar dentro de la esfera de influencia estadounidense se llamó “Plaza de la Independencia” y el monumento a Lenin fue desmantelado. (El determinismo económico al que llamamos “libertad” e “independencia” tiene otro tipo de arquitectura menos humana y con su dosis de belleza industrial, bastante más repetitiva en el mundo de lo que se le acusaba a la arquitectura soviética.) Revisar la vida y las obras de estos arquitectos es fascinante, pero rebasa cualquier buena voluntad ya que no existe tiempo para profundizar en ellas. En Hungría esta nueva arquitectura se adaptó a la estética de las ciudades. Se decía: “Socialista en el contenido y nacional en la forma”. Desafortunadamente, para hablar de arquitectura las generalizaciones no dicen nada. Es necesario referirse a edificios concretos, de la sensación que causa cada espacio. Yo, por razones sentimentales, me dejo llevar por estos espacios. Paseo largamente la mirada por la estética de influencia soviética. Son monumentos, lo que significa que tienen como fin hacer recordar. Aunque tengo la impresión de que en la amplia geografía en que se encuentran, se les ha desmantelado de significados. 

 

Udo Kultermann. Arquitectura contemporánea en Europa Oriental / Zeitgenössische Achitektur in Osteuropa (1985), tr. Miguel Vila. Barcelona, Stylos, 1989.

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