I.
Es curioso que en un país tan musical como el nuestro, falten tantas piezas para contar la historia de su música. Sabemos que los indios, los negros y los criollos tuvieron sus melodías favoritas, sus bailes y sus instrumentos. Los historiadores se han dado a la tarea de descubrir, poco a poco, las piezas faltantes. Han buscado en las bibliotecas, en las iglesias y en los archivos más insospechados los datos que puedan darnos más luz sobre la música de México. Como las obras de teatro de la Nueva España muchas veces se representaban con el fin de recaudar fondos para los hospitales, no es extraño encontrar argumentos teatrales y su respectiva música en los archivos de salubridad.
En las calles, los mulatos, los indios y los negros, tenían su música. Bailaban el chuchumbé, los sones y todo tipo de jarabes. Entre estos últimos, podemos mencionar el jarabe gitano, el pan de jarabe y el jarabe gatuno. En este último, por ejemplo, la mujer bailaba como si toreara y el hombre como si embistiera. Como dice una denuncia de la Inquisición: “el hombre todo se vuelve cuernos para embestir a la toreada”. Gracias a esta misma denuncia sabemos lo populares que eran estos jarabes:
“Este baile, ilustrísima señoría, no es de aquellos que se ven de tarde en tarde; es bastante frecuente, y creo no hay concurrencias de arpa y guitarra, especialmente en las casas de campo, en las pequeñas de la Jalapa y antigua Veracruz, en que no se vea bailar, unas veces con más, otras con menos desenvoltura, pero casi siempre con demasiada disolución.”
Cada uno de estos estilos tenían su particularidad y eran sumamente variados. Pero si algo unía tanta diversidad en estos bailes, era que ninguno de ellos le gustaba a la Iglesia y que los inquisidores se dedicaron a prohibir estos bailes llenos de inmoralidad. En 1796, el bachiller don José Mariano Paredes fue a una iglesia para presenciar una posada y cuál no sería su sorpresa que el organista comenzó a tocar un son llamado “Pan de manteca”. Este padre fue de inmediato a la Inquisición para informar de esta música, pues si esto ocurría en una iglesia, seguramente era peor en las celebraciones populares, en las que se bailaban tiranas, boleras y seguidillas, es decir, composiciones que “sensibilizan los malvados afectos que están empapando unos corazones verdaderamente carnales”. Estas piezas se bailaban con tanto desenfado y voluptuosidad, que si esos danzantes pudieran contemplar cualquier ballet folklórico de la actualidad seguramente las desconocerían por completo.
Hoy el jarabe no produce malos afectos, por el contrario, destila alegría y vida. El escritor dominicano Pedro Henríquez Ureña, cuando llegó a México notó que a diferencia de las Antillas –en donde hay una enorme cantidad de bailes– en el altiplano de México, el jarabe resumía todas las danzas. A Henríquez Ureña no le pareció ardorosa ni lánguida nuestra música, por el contrario le pareció “seca”. Y concluyó que oír música del centro del país equivale a tomar un vaso de jerez, en tanto que las Antillas tiene una música más dulce, semejante al vino moscatel. Ya sea de origen español y provenga de las seguidillas y del zapateado, o tengo influencia de las danzas indígenas de Jalisco, lo cierto es que el jarabe tiene una identidad propia, un sonido inconfundible que no se repite en la música de los demás países de América. Pero además, lo distingue algo más, como lo notó el dominicano: es espontáneo y es popular, jamás se bailó entre las clases altas, que preferían la mazurca, el chotís y la polca.
Pero el baile que más horrorizó a la iglesia fue el chuchumbé. Este baile lo danzaban en las calles, se cantaba en todos lados y los sacerdotes no descansaron en la lucha contra sus coplas. Como la Iglesia terminó con todas las manifestaciones de este baile inmoral, sólo han llegado hasta nosotros las coplas del chuchumbé transcritas en una de las actas inquisitoriales:
En la esquina está parado
un fraile de la Merced,
con los hábitos alzados
enseñando el chuchumbé.
Que te pongas bien,
que te pongas mal,
el chuchumbé
te he de soplar.
Si bien hace falta saber mucho de la Nueva España, y aunque todavía faltan historiadores que armen el rompecabezas de las influencias africanas, indígenas y españolas, puede decirse que en los 300 años de virreinato se dio el mestizaje musical, es decir, un amalgama de influencias, el carácter que distingue a la música de nuestro país y la variedad riquísima de combinaciones de instrumentos, ritmos y bailables.
La vida urbana de la Nueva España tenía en el teatro su centro. Ahí se comentaba la política, se regaban los chismes de toda la sociedad y se iban a lucir las nuevas modas. Hombres y mujeres eran tan dados a lucir modas extravagantes que la gente del pueblo los llamaba petimetres, currutacas, lechuguinos y gomosos. Al iniciar 1810, la ciudad de México vivía un momento tenso, pues España estaba tomada por Napoleón, así que no llegaban novedades musicales ni teatrales de Europa por lo que muchas veces los teatros permanecían cerrados. Y hay que decir que desde que comenzaron a llegar las noticias del levantamiento del padre Miguel Hidalgo, las autoridades novohispanas comenzaron a transmitir la alarma en todos los ciudadanos.
Todo lo contrario pasaba entre las filas de los independentistas. Cuando los campesinos que se levantaron en armas con Hidalgo salieron de sus pueblos, lo hicieron con sus guitarras y sus violines, con sus arpas y sus tambores. Pero ¿qué música era la que se oía cotidianamente entre las filas de Hidalgo? Sin duda eran los jarabes, como “Los enanos”, “El gato”, “El palo” y “El torito”, los más populares. Dice el historiador Jas Reuter que los jarabes constan de cinco partes bien definidas: introducción, copla cantada, zapateado, descanso (o paseo) y final. Generalmente, los jarabes estaban formados de pequeños sones, pero una de sus características era que tomaban fragmentos de las canciones de moda, por lo que las difundieron por todo el país. Aunque hoy es raro que los sones lleven letra, lo cierto es que los sones y los jarabes llevan el nombre de la copla con que se cantan. Actualmente el jarabe se toca casi siempre de manera instrumental, pues los músicos han olvidado las coplas que lo acompañaban. No está de más transcribir los versos que durante años se cantaron con el Jarabe tapatío:
Vengan a tomar atole
todos los que van pasando,
que el atole está muy bueno
y la atolera se está agriando.
Desde que comenzó la insurrección, el pueblo le hizo a Hidalgo y a Morelos sus canciones, sus mañanitas, sus himnos y sus marchas. “Es el pueblo mexicano un cantor muy expresivo y simpático”, escribe Luis G. Urbina, “Y en todos los episodios de su vida, apasionante y generosa como pocas, la musa anónima ha sabido encontrar estrofas sencillas y burdas, pero extremadamente cordiales y verdaderas, para rememorar y glorificar los incidentes de su epopeya por la libertad.” Dice el historiador Carlos María de Bustamante que los soldados de Morelos cantaban con sus guitarras antes de entrar en combate: “Por un cabo doy dos reales; / por un sargento, un doblón; / por mi general Morelos / doy todo mi corazón”; pero en cuanto el enemigo estaba cerca, cambiaban sus guitarras por fusiles y se lanzaban a pelear con furia. “Concluido el lance, lo celebraban con igual canción y quedaban tan serenos como si nada hubieran hecho.”
Las crónicas de esos tiempos hablan de una ciudad temerosa, en la que el teatro se encontraba en decadencia y en que las autoridades se desentendieron de los asuntos teatrales. Parecía que todo iba a cambiar cuando Iturbide entró a la ciudad de México, frente al ejército Trigarante. Frente a él, la gente cantaba:
Soy soldado de Iturbide,
visto las Tres Garantías,
hago las guardias descalzo
y ayuno todos los días.
Pero nada mejoró ya que se cuenta que en cada función había pelea entre los realistas, los iturbidistas, los centralistas y los federalistas, por lo que el gobierno prohibía con frecuencia las funciones teatrales. Lo que sí gustaba y lo que preferían los asiduos al teatro era la ópera italiana. A principios del siglo XIX era la gran atracción de los habitantes de la ciudad de México. Sobre esto escribió el poeta Anastasio de Ochoa:
Que aplauda con boca y manos
Juan los versos italianos,
vaya en paz;
pero que porque él se extienda
en su elogio, los entienda,
¡qué capaz!
El público estaba ávido de ópera tanto como el europeo. Por ejemplo, el 13 de septiembre de 1823, La urraca ladrona se estrenó en México, es decir, apenas seis años después de que la compusiera Gioachomo Rossini. Se contaba que el compositor fue encerrado por el productor de la ópera para que terminara de escribir la obertura, así que Rossini fue echando las partituras por la ventana para que el arreglista fuera haciendo las partes de cada uno de los instrumentos. Rossini era tan popular que se hablaba incluso de la ropa que usaban las actrices en los estrenos de sus óperas. Además de Rossini, el público de teatro era aficionado a las óperas de Bellini y de Donizetti. Esto nos habla de que en México aún no llegaba la hora del romanticismo arrebatado y trágico, porque justamente las obras que por entonces gustaban eran las que tenían final feliz.
Mariano Elízaga
El michoacano Mariano Elízaga (1786-1842) fue el músico más importante de este periodo. Era comparado con Mozart, porque además de ser un músico precoz fue educado con gran rigor por su padre, cuando se dio cuenta de su talento musical. Era tanto su talento que La Gaceta de México publicó una nota hablando de un niño prodigio. Tal vez por esta causa, el virrey Revillagigedo lo mandó llamar a su corte. Gracias a esto, pudo tomar clases de composición y dedicarse de manera profesional a la música. Más adelante fue un renombrado profesor; entre sus alumnas se encontraba Ana María Huarte, una joven también michoacana, que más adelante contraería matrimonio don Agustín de Iturbide, por lo que se convertiría en Emperatriz de México durante los diez meses que se mantuvo su esposo en el poder. Mientras gobernaba Iturbide nombró a Elízaga “maestro de capilla”, aunque sólo era un nombramiento honorario que no incluía sueldo. De ahí que Elízaga buscara otras maneras de ganarse la vida como músico, así es que con un amigo suyo, don Manuel Rionda se puso a trabajar y en febrero de 1826 anunció la fundación de la primera imprenta musical de México. También fue el primero en hacer una orquesta filarmónica en México. Como se sabe, una “filarmónica” tiene detrás un grupo de melómanos que organizan conciertos destinados a difundir la música. No era nada extraño, ya que Elízaga era un hombre muy admirado; tanto lo era que se cuenta que el tumulto que se hizo cuando estrenó su Himno patriótico sólo era comparable a la entrada del Ejército Trigarante en 1821. El novelista Manuel Payno, en Los bandidos de Río Frío hace una remembranza de Elízaga, que era conocido como “el Rossini mexicano”, en el lujoso salón de uno de los personajes de la historia:
La entrada del maestro Elízaga era cada jueves un acontecimiento; hombres y señoras se ponían en pie, le estrechaban la mano, le saludaban y le decían tantas y tan afectuosas palabras, como si en años no le hubiesen visto. Era el maestro agradable, de buena figura, hombre de mundo, y correspondía a tanto agasajo con desembarazo y amabilidad, dejando contentos a todos sus amigos. Platicaba y reposaba un rato, y después, sin que nadie le rogase y sin dar a conocer cuánto le agradaban los aplausos de aquella reunión, se ponía al piano y encantaba a los que lo oían, pues poseía una destreza, una dulzura y una propiedad… que aun hoy, que tantos y tan insignes pianistas hay en Europa y en América, sería una notabilidad. Generalmente, en lugar de tocar las piezas de música que se usaban en ese tiempo, improvisaba y producía melodías que eran completamente desconocidas.
Desafortunadamente, de él sólo se conocía una Misa en La mayor, hasta que en 1993 se descubrió un ejemplar de la obra que publicó en la editorial que había fundado en 1826. Sí, la obra Últimas variaciones estuvo extraviada 167 años hasta que casi milagrosamente un musicólogo mexicano, Ricardo Miranda, encontró esta obra para piano que ya cuenta con algunas grabaciones.
Mientras que la música en los altos estratos de las principales ciudades de México comenzaba a tener influencia italiana y francesa, la gente del campo tenía sus propias melodías, ciertamente no muy apreciadas por la gente de la ciudad. Muchos de los géneros más representativos de la música de nuestra música tradicional se desarrollaron en el siglo XIX. Uno de los géneros más antiguos, con ejemplos en la Colonia es la valona –más antiguo incluso que el corrido.
Valonas y corridos
Antiguamente, era un género muy difundido en todo el país, pero hoy sólo se canta en algunas zonas de Guanajuato, San Luis Potosí y principalmente Michoacán. La valona es un género festivo, en el que se luce el improvisador y muestra sus dotes para versificar. Una alegre introducción anuncia que se va a cantar una valona; se escucha un violín tocando con fuerza, mientras que la guitarra y el arpa acompañan con sus rasgueos y sus arpegios. En el caso de Michoacán, se utiliza un arpa tan grande que se incorpora otro músico al que se le llama “tamboreador” y que toca la caja del arpa. Los valoneros improvisan entonces estrofas humorísticas, de tema político o paródico. La base de este género es la décima, una forma de estrofa inventada por el poeta español Vicente Espinel, que se hizo popular en el siglo XVII. La espinela tuvo fortuna no sólo en España sino en la poesía popular de toda América, por lo que hay décimas en todos los países en que se habla español, desde Estados Unidos hasta Chile. Dice el estudioso Vicente T. Mendoza, quien viajó por México estudiando la música tradicional, que cuando las fiestas llegaban a su momento de máxima cordialidad, siempre alguien gritaba: “¡Vamos a cantar valonas!” Es entonces cuando se hace gala de la música y de la capacidad para improvisar. He aquí una décima de esas valonas antiguas, en la que un valonero dice una “Receta contra el amor”:
Se ponen al fuego dos
adarmes de indiferencia,
cuarenta gotas de esencia
de “¡abur!” y vaya con Dios;
se añade una libra en pos
de “no me importa” (molido),
y todo muy bien cocido
con aceite de alegría,
se toma una vez al día
en la taza del olvido.
Justo en el año de la Consumación de la Independencia, Pepe Quevedo, un músico del que no tenemos ningún dato biográfico, compuso el primer corrido de nuestra historia. Qué curioso que el corrido y la Independencia sean del mismo año, pues el corrido es el género llamado a narrar los principales acontecimientos de México desde entonces. Ese primer corrido se llama “La pulga” y está versificado en forma de décima:
Ay, yo vi una pulga arando
uncida con un novillo,
y en esto llegó un zorrillo,
con la semilla sembrando.
El tlacuache iba tapando
con un arado deforme.
y el zancudo que era un conde.
llegó y le dijo… ¡malajo!
¡Amigo, en el trabajo,
yo vide llorar a un hombre!
Mucho se ha discutido si esta canción es un corrido, porque los estudiosos del género dicen que un corrido debe seguir las formas del romance español, es decir que deben ser cuartetas de versos octosílabos, con rima asonante en los pares. Sin embargo, no es extraño que hoy, los narco-corridos estén compuestos en versos decasílabos sin importar el carácter de las rimas. El corrido ha servido de juglar desde la Edad Media, y en el caso de México, ha servido para relatar noticias, difundir tragedias, y sobre todo para ver la historia desde el punto de vista cotidiano, es decir, con el toque irónico que muchas veces caracteriza a la nota roja:
Entre las diez y las once,
Juana se puso a pensar:
“Voy a matar mi marido
para salirme a pasear”.
Luego que ya lo mató
se agachaba y le decía:
“Ya te moristes, José,
lucero del alma mía”.
(“Juana Matamaridos”)
Los toreros, los revolucionarios, los accidentes, los bandoleros, los narcos, los que asesinan por amor, los fusilados, los aparecidos, los terremotos, las epidemias, las autoviudas, los perseguidos, los migrantes, los caballos, el petróleo, los boxeadores, los agraristas y finalmente los ovnis, han inspirado miles de corridos. No hay que dejar de decir que prácticamente no hay fenómeno social o hecho histórico de México que no haya sido registrado por un corrido. Cuando llegan a los pueblos, a las plazas o a los mercados, los cantores piden permiso para empezar a cantar y no se despiden sin dejar una moraleja o una enseñanza, con la promesa de volver, ya que mientras haya muertos, revoluciones o tragedias, continuarán cantándose corridos: “Yo les digo a mis amigos, / vámonos acomodando, / que si se siguen matando, / corridos sigo arreglando”.
II.
La jarana
En Yucatán, pasa lo mismo que con los jarabes del altiplano: se combinan en bailes más complejos, los cuales se ejecutan de manera alegre y desenfadada en los festejos populares. La orquesta es particularmente alegre, y por lo general está integrada por dos clarinetes, dos trompetas, dos trombones, güiro y timbales. Sobre su origen, varios musicólogos han notado que este baile tiene influencia del zapateado español que llegó a esa región desde el siglo XVII. Como haya sido, la jarana es un baile importante para el pueblo yucateco porque es una manera en que los mayas de la península hicieron suya la música española que se bailaba en las haciendas. Es además parte de su historia, pues del siglo XIX data una pieza llamada El degollete, que se cantaba en la Guerra de Castas (comenzada en 1847), la cual enarbolaron los mayas contra los criollos. Así que la jarana, a pesar de ser de origen completamente español se ha vuelto parte de la identidad maya. Se acostumbra bailar con los brazos a los lados y la espalda completamente erguida, aun cuando también tiene sus complicaciones, como puede verse en el típico “baile del almud”. Se llama así porque el danzante se pone una botella en la cabeza y comienza a bailar sobre un almud, es decir sobre una caja que se usaba antiguamente para medir semillas. Hoy su uso está restringido sólo para bailar sobre ella. La jarana es un baile prácticamente hecho para las piernas, pues los brazos quedan a los lados salvo cuando hay que levantarlos para tronar los dedos, como en el zapateado español.
Como se sabe, el grito de ¡bomba! sirve para anunciar que la música se detendrá por un instante y que uno de los bailadores recitará una pequeña estrofa de amor o de humor. Jesús Amaro Gamboa, especialista en la cultura yucateca, explica que ¡bomba! se usó originalmente para avisar que una carga de dinamita estaba a punto de explotar mientras se hacían trabajos de excavación, y para que así la gente corriera a resguardarse de una piedra aventada al aire. Hoy, el grito de ¡bomba! es mucho más festivo y, como dijimos, anticipa una estrofa, como ésta, bella por sencilla, del poeta Élmer Llanes Marín:
Quisiera ser la medalla
de tu cadena de oro
para estar sobre tu pecho
y decirte que te adoro.
Es común que muchas de las coplas se valgan del maya, como puede verse en el siguiente caso:
P’urux Dzoncauich,
nacido en Tahmek’,
es un pobre uinik’
con cara de pek’.
Y siendo aún dziriz,
su Tata don Sos,
lo dejó k’oliz
de tanto uazk’op.
Que significa lo siguiente:
El panzón Dzoncauich,
nacido en Tahmek’,
es un pobre hombre
con cara de perro.
Y siendo aún niño,
su Tata don Sos,
lo dejó pelón
de tanto pescozón.
Acerca de la jarana, hay varias precisiones que hace el profesor Amaro Gamboa en su Vocabulario del uayeísmo en la cultura de Yucatán (1985); en primer lugar, que las jaranas cantadas son las que se bailan, y las que sólo son instrumentales son para escucharse; en segundo, que las jaranas en ritmo de 3/4 –más lentas– se zapatean y las que están en 6/8 –más rápidas– se guapachean (es decir, que se bailan con las piernas extendidas y haciendo una especie de arco). Además, “los bailadores de jarana no deben de usar el paliacate rojo colgando de la cintura, y deben de usar alpargatas. Las bailadoras deben de usar sombrero y banda con zapatos bordados, de raso; jamás usar rebozo al bailar”. Por otra parte, si el baile es de día, se llama vaquería y, si es de noche, se llama jarana. La diferencia es que la vaquería es la fiesta para herrar el ganado, por lo que el traje de vaquero de las mujeres tiene sentido sólo en la mañana.
Luego de lucirse en el baile, la mujer “cuando así lo consideraba, con un saludo, inclinando levemente la cabeza, señalaba a su pareja el fin del baile y se retiraba sin más, hasta sentarse en su lugar. Con esto el bailador cesaba en su baile también”, escribe el poeta Llanes Marín (Cuentos de mi terruño, 1961).
José Antonio Gómez
José Antonio Gómez (1805-1870) es otro ejemplo de que aquellos compositores, célebres en otros tiempos y de los que prácticamente no pervive nada. Cuando era joven, Gómez fue director de la Orquesta Lírica, la cual acompañó durante su gira a Manuel García, un célebre tenor español para el cual, nada menos que Rossini, había compuesto su ópera Elisabetta. Toda la ciudad estaba ávida de escuchar a este tenor, sin embargo, el empresario vendió los boletos a un precio muy elevado. Hay que decir que el público mexicano de entonces no tenía mucha simpatía por los españoles, así que a García le fue tan mal que la compañía que lo había traído quedó en la ruina. Por si fuera poco, este tenor perdió en un asalto “hasta el último peso”, así que no podemos saber siquiera si pudo salir de México.
El 15 de diciembre de 1839, siguiendo el ejemplo de Mariano Elízaga, Gómez fundo la Gran Sociedad Filarmónica, y de la misma manera que su antecesor, tenía el interés de organizar recitales y dar clases de música. En el concierto de inauguración se cantó un aria de la ópera Semíramis, de Rossini, quien seguía siendo el compositor más admirado por la sociedad mexicana. Los días 1º y 15 de cada mes había un concierto reglamentario realizado por los alumnos de la Sociedad Filarmónica. En la sede de esta Sociedad se daban clases de solfeo, vocalización, canto, piano, violín, vihuela, clarinete, flauta, acompañamiento, italiano, francés, inglés, baile, esgrima, escritura inglesa y española, dibujo natural, miniatura y aguada. Los alumnos de Gómez se convirtieron en músicos destacados, pues apenas un año después de la fundación de la Sociedad Filarmónica, estos jóvenes formaron una orquesta para acompañar al violinista, pianista, compositor y profesor del Gran Conservatorio de Londres, el irlandés William Vincent Wallace (1812-1865). Durante sus celebrados conciertos en México interpretó la obertura de la ópera Preciosa, de Carl Maria von Weber, así como obras de Donizetti. Pero lo que más llamó la atención fue que Wallace quitó tres cuerdas a su violín para interpretar la Gran fantasía sobre una sola cuerda de Paganini.
Sin duda, Gómez era un músico muy reconocido, que trabajó durante años como organista en la catedral de la ciudad de México y posteriormente fue, con el mismo puesto, se fue a vivir a Tulancingo, Hidalgo. Compuso misas, oratorios, bailes de cuadrillas, pero hoy sólo se conocen sus “Variaciones sobre el tema del jarabe mexicano” que estrenó en 1841.
La música norteña
Leamos lo que dice la musicóloga Yolanda Moreno Rivas en su Historia de la música popular mexicana (1979):
La gran extensión del territorio mexicano fue uno de los factores decisivos en los sucesos histórico-políticos del siglo [ante]pasado. En 1821 fue facultado Moisés Austin para colonizar una parte de Texas con trescientas familias en su mayoría provenientes de Estados Unidos, aunque también había europeos, principalmente polacos y alemanes. En 1836, los colonos texanos lograron su independencia después de vencer al ejército del general Santa Anna. Lo demás es historia de sobra conocida; en 1848, a raíz del triunfo intervencionista de Estados Unidos, México se vio obligado a ceder Nuevo México, Alta California y Texas. En 1853 Santa Anna vendió la Mesilla y en 1860 la Guerra de Secesión estadounidense provocó la emigración de un gran número de personas de diversas nacionalidades.
Como puede deducirse, el acordeón era el instrumento musical que los migrantes europeos traían consigo, y por esta causa se convirtió en el sonido característico de la música del Norte. A mediados del siglo pasado, el musicólogo Vicente T. Mendoza viajó a Nuevo México para investigar la música mexicana que había quedado del otro lado de la frontera. Los estudios que se han hecho a este respecto son una fuente de sorpresas, pues demuestran que el México que se perdió en 1848 ha conservado la música en español; no sólo perviven los conjuntos norteños –acordeón, bajo sexto y contrabajo–, también los mariachis, los tríos, las orquestas típicas y todo su repertorio se conoce por allá. Los romances, los corridos, las danzas cubanas, las polcas, los chotises, los pasodobles, las mazurcas y los valses, siguen sonando en donde se habla la lengua española. Por si fuera poco, cien años después de que México perdiera la mitad de su territorio, en Estados Unidos se seguían cantando música religiosa de origen novohispano, décimas, coplas, zarzuelas, tonadillas, sones y jarabes.
Por un lado, los europeos emigraron al Norte de México llevando consigo con la música de sus países (y el acordeón, que, a diferencia del piano, es un buen compañero de viaje); y por el otro, la música popular mexicana de entonces se cantaba sin acordeón, pues los conjuntos norteños (o texanos, como se les dice en los Estados Unidos) sólo aparecieron hasta 1920. Podemos preguntarnos entonces, ¿qué pasó en casi un siglo? ¿por qué el acordeón se volvió el sello característico de esa música después de tanto tiempo? Tal vez, durante muchos años, el acordeón siguió a los inmigrantes europeos, los cuales acompañaban sus canciones con acordeón, guitarra y violín, pero esta música aún no era parte de los grupos populares mexicanos. Por el contrario, los estratos altos de la sociedad norteña se llevaron el gusto por la ópera, las canciones francesas e italianas y las danzas habaneras, que habían aprendido en la Ciudad de México. Naturalmente, como se trataba de polacos y alemanes, llevaban también las redovas, las mazurcas y las polcas de sus países. Esta música pasó después a un nivel que todavía no puede considerarse “popular”, sino que se difundió en los bailes de salón de la burguesía. Y finalmente, los cantores populares, los campesinos y los músicos trashumantes hicieron suya esa tradición musical. De ahí que a fines del siglo XIX ya se haya comenzado a tocar música popular mexicana con acordeón. Fue entonces que comenzaron a hacerse populares los primeros virtuosos del acordeón, lo cual ha sido característico de la música de la frontera.
Hay que decir que más que de música mexicana, podemos hablar de una música de la frontera: la música de ambos lados tiene un mismo punto de partida, aunque cada lado haya tomado su propio camino. Del lado sur de la frontera, las polcas, las canciones rancheras y los corridos, han ocupado las preferencias de los conjuntos musicales. Y del lado estadounidense, si bien ha pervivido la tradición de los conjuntos texanos, también han sido más dinámicos pues han tocado jazz, rag, fox trot, rock & roll, swing, entre otros ritmos (el mejor acordeonista texano de la actualidad, Flaco Jiménez, ha tocado incluso con los Rolling Stones).
Por otra parte, hay que mencionar el corrido de la frontera más emblemático es el dedicado a Joaquín Murrieta, conocido como “el Robin Hood de El Dorado”. No se sabe bien dónde nació y no se sabe dónde está enterrado, pues la leyenda le atribuye tres lugares de nacimiento y existen tres tumbas suyas. En 1850 llegó a California con su esposa, a trabajar en las minas, pues era la época de la fiebre del oro; ahí construyó su casa y un día, llegaron los gringos a correrlo. Así pasó por varios poblados, hasta que finalmente, su esposa fue asesinada. Ahí comenzó la leyenda de Murrieta, ya que poco después formó una banda de salteadores de caminos. Los historiadores le atribuyen el robo de 100 mil dólares y de más de cien caballos. Finalmente, murió a manos de la policía rural, en 1853, y le cortaron la cabeza. Luego la mandaron en un frasco con brandy al condado para poder cobrar la recompensa. No obstante, mucha gente aseguró que en realidad Joaquín Murrieta no había muerto, y que se le seguía viendo por muchos lugares cercanos. De ahí, la leyenda de este personaje que inspirara no sólo uno de los corridos más celebres de la frontera, sino incluso una obra de teatro escrita por Pablo Neruda.
Las pirekuas
El pueblo purépecha, que resistió el poder de los aztecas, y cuya lengua pervive hasta hoy, tiene un gran respeto hacia la música. Su propia lengua es como una melodía; y sus canciones –o pirekuas– que interpretan sus el cantores populares –o pireri– son de las grandes riquezas de México. Los pueblos purépechas de Michoacán no sólo mantienen vivo el repertorio ancestral, sino que continúan componiendo pirekuas –se estima que en cada una de las 120 poblaciones existentes hay en promedio 5 compositores. En junio de 2009, los pueblos purépechas pidieron a la UNESCO que reconozcan su música como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.
En el repertorio de pirekuas está la manera de sentir la naturaleza, de enamorarse y hasta la historia michoacana. Se cantan, dice Herón Pérez Martínez, en su Cancionero michoacano (1830-1940) (El Colegio de Michoacán, 2000), a ritmo de son abajeño, y se acompañan con guitarras u orquestas de cuerda o de viento; cuando son temas amorosos, intercalan los piropos, las declaraciones amorosas, preguntas ansiosas, quejas, súplicas y lamentos. Véase la pirekua “Cuatro estrellas”, la cual tiene una belleza que recuerda a la poesía prehispánica:
Cuántas cosas le dicen a mi corazón
las cuatro estrellas que yo veo pasar.
Ellas brillando saldrán igual que siempre,
mientras yo, ¡pobre!, parto para siempre,
me alejo a diario para no volver.
Por eso dice Pérez Martínez que el purépecha es hermano de la flor, de la estrella y de la montaña. Hay que agregar que aunque las pirekuas se cantan fundamentalmente en purépecha, también son una forma de mestizaje, ya que la manera de cantarse a coro, tal vez fue aprendida de los coros de iglesia. Además, el ritmo de la pirekua tiene mucho de europeo, ya que tiene influencia del vals.
Las pirekuas más antiguas, como “Cuatro estrellas” hablan del mundo de la naturaleza; pero las más actuales se refieren a mujeres con nombre de flor o a flores con nombre de mujer, como “Josefinita”, “Luisita”, “Flor de la canela”, etc. Las pirekuas vienen de lejos en la historia, son como todas las flores de la naturaleza, al mismo tiempo antiguas y nuevas. Franciso López Morales, director de Patrimonio Mundial del INAH, dijo al respecto de esta tradición musical:
“La pirekua es un canto interpretado por los pireris (interpretes y autores), tanto en purépecha como en español, y es sincretismo de elementos de origen prehispánico –entre ellos la propia lengua tarasca– y colonial, sobre todo en cuanto a la instrumentación y a la enorme tradición polifónica que llevó ‘Tata’ Vasco a territorio michoacano.
“Esta expresión musical transmitida de generación en generación, tal y como la conocemos, con base en partituras y las formas musicales del son y el abajeño, se originó a mediados del siglo XIX. Hoy en día es un canto vivo que lo mismo se interpreta en casas que en eventos como el Concurso Artístico de la Raza Purépecha que se realiza desde los años 70”.
La vida en México y su música (1839-1842)
Gracias a las cartas de una mujer excepcional, sabemos cómo era la vida cotidiana de México a principios de los años cuarenta del siglo XIX. Se trata de las cartas que Frances Erskine Inglis (1804-1882), esposa del embajador español, el marqués Calderón de la Barca, mandaba a su familia en Boston. Las cartas son divertidas, pues a la Marquesa le maravillaba todo lo que veía por las calles, hace retratos de los políticos mexicanos, de las ciudades que conoció, y especialmente, de las fiestas populares. Lo que para los mexicanos es común y corriente, para la Marquesa era lo más exótico y complicado. Hasta la menor anécdota le causaba asombro, como entrar a misa:
“Los caballeros se acomodaron en sillas o en bancas en la iglesia, pero las mujeres deben permanecer arrodilladas o sentadas en el piso. ¿Por qué?
“–Quién sabe.
“Es todo lo que he podido sacar en limpio acerca de esta cuestión.”
Leamos sólo dos pasajes narrados por esta extraordinaria escritora: un concierto durante una misa en la Catedral y la descripción de los bailes populares:
“El primer acorde de la música fue a modo de un estallido, que turbó el sabor de un adormecimiento en que había yo caído poco a poco. Nunca oídos mortales fueron aturdidos con semejantes discordancias en instrumentos y voces, y con tal confusión peor confundida, e inarmónica armonía. Parecía como si las mismas esferas celestiales desafinasen, rodando y estrellándose las unas con las otras. Cómo hubiera yo también gritado ¡Miserere! en medio de esta indisciplinada orquesta, un “maestro de música”, enarbolando el arco de un violín acudía, desesperado, como Faetón confiado en sus indomables corceles, de un ejecutante a otro, espantado de aquel clamor del cual él mismo era el instrumento. El ruido empezaba a ser alarmante, y el calor lo era en proporción, el rostro tranquilo de la Virgen parecía inclinarse con aire de reproche. Dimos gracias a Dios cuando, al terminar esta tempestuosa imploración de misericordia, pudimos abrirnos paso hacia la salida y gozar del aire fresco y de la suave luz de la luna…”
Y un baile en casa de la familia Adalid, amigos de los Marqueses:
“Los bailes son monótonos, con pasos cortos y con mucho desconcierto, pero la música es más bien agradable y algunos de los danzantes eran muy graciosos y ágiles; y si no fuera porque el hacer distinciones provoca la envidia, deberíamos mencionar con énfasis a Bernardo el Matador, al primer cochero y a una hermosa muchacha campesina de falta corta roja y enaguas amarillas, con pies y tobillos à la Vestris.
“Todos permanecían muy tranquilos aunque demostraban su gozo intenso; algunos de los hombres acompañaban a los danzantes con la guitarra.
“Primero, el guitarrista rasgueaba en una cadencia muy viva, y el bailarín hacía un movimiento rápido. Empezaba entonces el músico a acompañarse con su propia voz y el bailarín iniciaba algunos pasos lentos. Así sucede, por ejemplo, con el baile del Aforrado, curioso nom de tendressse, que supongo expresa la idea de algo suave y acolchado. He aquí la letra:
¡Aforrado de mi vida!
¿cómo estás, cómo te va?
¿cómo has pasado la noche,
no has tenido novedad?
¡Aforrado de mi vida,
yo te quisiera cantar!
¡Pero mis ojos son tiernos,
y empezarán a llorar!
De Guadalajara vengo
lidiando con un soldado,
sólo por venir a ver
a mi jarabe aforrado.
Y vente conmigo,
y yo te daré
zapatos de raso
color de café.
“La música correspondiente a estos “versos inmortales”, la he aprendido al oído y os la he de mandar. En el baile de los Enanos, el bailarín se va haciendo más pequeño cada vez que se canta el coro.
¡Ah qué bonitos
son los enanos!
¡Los chiquitos
y mexicanos!
Sale la linda,
sale la fea,
sale el enano
con su zalea.
Los enanitos
se enojaron,
porque a las enanas
las pellizcaron.
“Siguen más versos, pero creo que con la muestra tendréis bastante para quedar satisfechos. Hay otro baile, llamado “El Toro”, cuya letra no es muy interesante, y el “Zapateado” que bailó con mucha gracia uno de los caballeros acompañándose al mismo tiempo con la guitarra.”
Las cartas fueron publicadas en inglés, en 1843, y todas “están escritas de manera fácil y con suelta gracia; en muchas partes sale brillante una burlona agudeza y una sutilísima ironía; están llenas, además de finas observaciones, de atinados comentarios, aparte de su sencillez y amenidad, que las hace leer con gusto y sin cansancio”. Así las describe Artemio de Valle-Arizpe. Para conocer nuestra música son de indudable valor. La Marquesa regresó a España y nunca más volvió a México. Falleció en 1882.
III.
Los sones
No hay una definición satisfactoria del “son”, no hay un análisis musical que diga qué es exactamente. Sabemos que esta palabra proviene del latín sonus –de donde la palabra inglesa sound–, la cual a su vez deriva del griego tonos. De ahí las palabras sonido, tonalidad, sonoro, tónico. Tal vez, “son” sólo quiera decir que así es como suena un pueblo. Existen sones principalmente en las Antillas, Centroamérica y México. En el caso de nuestro país, puede decirse que el son es la música más típica, la que ha alimentado desde hace cinco siglos la música tradicional de nuestro país. Hay que decir, como escribe el musicólogo Jas Reuter, que se trata asimismo de la música más refinada y compleja, aun cuando sea raro que los músicos que lo interpretan sepan leer por nota. Pero, ¿qué distingue a este género? Una de las dificultades para hablar de él, es que según la región geográfica recibe distintos nombres, “huapango” en la Huasteca, “gustos” en Guerrero, y “jaranas” en Yucatán. Veamos las características que menciona Reuter: el son es música festiva y profana (es decir, no tiene asuntos religiosos ni sirve para fiestas sagradas). Es un género hecho para bailar; generalmente las parejas no se tocan y se ejecuta sobre una tarima que sirva de resonancia para el zapateo. Además, el baile del son expresa el coqueteo entre el hombre y la mujer.
El son alterna partes cantadas con partes instrumentales. Generalmente, las partes bailables son las más rápidas y sirven para el lucimiento de las parejas, y las partes cantadas son aprovechadas por los bailadores para “descansar” –pues no dejan de bailar, sólo que hacen menos vistosos, para que el auditorio pueda concentrarse en la letra. Finalmente, dice Reuter, las coplas que se usan en los diversos sones de nuestro país son de origen español. Curiosamente, muchas coplas hacen alusiones a los animales, a las palomas, las mulas, los gallos y los bueyes, entre muchos otros. Y lo general es que los bailadores imiten los movimientos de estos animales.
Rápidamente, veamos cuáles son las principales ramas del son: en la costa del Pacífico se encuentra el son huasteco (Tamaulipas, San Luis Potosí, Querétaro, Hidalgo, Puebla y Veracruz) y el son jarocho (Veracruz y Tabasco). Y del lado del Pacífico se encuentran el son oaxaqueño, el guerrerense (“gustos” y “chilenas”), el michoacano y el jalisciense –que llega a Colima y Michoacán. Finalmente, hay que decir que para algunos estudiosos, la jarana sería el son de Yucatán.
1 comentario:
Muy interesante, es una lástima que quede inconcluso. Felicidades.
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