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martes, 19 de noviembre de 2024

La obediencia nocturna, de Juan Vicente Melo



Compré La obediencia nocturna, de Juan Vicente Melo (1932-1996), en la librería El Juglar, que ya no existe. Recuerdo las noches en que leí, en las calles, en mi cuarto, el largo pasaje del perro tigre con que inicia esta novela. Esa larga evocación de infancia en que el protagonista y su hermana encuentran un perro en el jardín, y lo adoptan y lo esconden en sus cuartos. Perro silencioso que nunca los delata y al que llamaron perro tigre, ¿existió realmente? Como eran los días en que entré a la carrera de Letras Hispánicas, el mundo se parecía a la extraordinaria novela de Melo. Ahora que los recuerdos de esa época me parecen como narrados por este escritor veracruzano, pienso en cómo coinciden con estas páginas. Si vuelvo a entrar a las clases de Huberto Batis, lo evoco de nuevo platicándonos de Juan Vicente Melo y de su alcoholismo. La novela está dedicada al padre del autor y a Batis, por lo que Melo aparecía en las anécdotas cotidianas de nuestras clases. Fue la novela que me recibió en la Facultad, así que no puedo más que agradecerle el delirio, la sensación de irrealidad de entonces. Pienso en el narrador que cuenta su primer día de clases en la Facultad de Medicina, y cómo de inmediato ejerció un encanto sobre sus compañeros, especialmente sobre Enrique, el más guapo, el más agradable del salón. Pero no es cierto, cada página de la novela es desmentida por la siguiente. No hay más que soledad, indiferencia y persecución. Y la promesa de una mujer, Beatriz, a la que tiene que conocer. Beatriz ha oído hablar de ti, le dicen al protagonista: “No dejó de mostrar su asombro e insistió todavía más en conocerte… Posiblemente esté enamorada de ti”. Qué más me gustaría que usar los recursos de esta novela, por medio de los cuales Melo logra hacer de la noche una sustancia alquímica, que transforma la realidad. Envueltos por la noche, los hechos recubren otros hechos. Siempre una alucinación es sucedida por otra que dice: Yo soy la real, antes de disolverse. Tienes que conocer a Beatriz, le dicen constantemente. Pero el protagonista no llega a la cita, siempre algo interfiere. Y Beatriz se oculta siempre, quizá muera antes de ser alcanzada. Quizá es la vecina, esa vieja cantante de ópera que nunca sale de su departamento. Quizá… Lo más seguro es que esa realidad que no termina de ser aprensible es la encarnación del delirium tremens, la circularidad de la locura que trae el alcoholismo. Así es que no sabemos si el recuerdo es una realidad encerrada en el pasado, o si esta realidad nuestra no es más que un recuerdo de otros. Siendo así, quizás tú no seas tú. Y yo no sea más que la máscara prestada momentáneamente a otro. El intercambio de papeles que representamos, y que nos parece el dinamismo de la realidad, tal vez sea sólo la manera en que se presenta la inmovilidad mítica: el personaje persiguiendo a Beatriz, pero ella no lo conducirá por ningún cielo, pues el infierno de la alucinación no admite guía. Tanto que me gustaría decir de esta novela, pero todo se ha disuelto. No sé bien qué es lo concreto, lo que en realidad pasó. Pero sé que un misterioso señor Villaranda le envía al protagonista un cuaderno con el fin de que lo traduzca, pero el contenido no tiene traducción, o bien la traducción es ilegible. Entonces, en medio de la desesperación, el protagonista grita, buscando a Beatriz, pero su sonido es no-concebible. Por esta razón, esos gritos fueron dibujados por Mario Lavista. Sin guía, las calles no tienen sentido. Uso la palabra “sentido” en los diferentes sentidos de la palabra. A veces, todavía, yo también recorro las calles buscándoles sentido, como ya dije, en las diferentes acepciones.

 

Juan Vicente Melo. La obediencia nocturna, 1ª reimp. México, ERA, 1987.

sábado, 16 de noviembre de 2024

Tela de sevoya, de Myriam Moscona



En cuanto uno comienza una investigación –no sé si a ustedes les ha pasado–, los sueños comienzan a convertirse en colaboradores. Entonces convocan a los vivos y a los muertos. Los muertos son convocados en las madrugadas y se presentan de maneras extrañas, o bien se muestran indiferentes ante nosotros. Aprovechamos para preguntarles cosas que teníamos pendientes hace mucho. No recuerdan, desafortunadamente. Y los vivos, ellos… se muestran sorprendidos de ser interrogados en el terreno de nadie de los sueños, de manera que no responden. Así le ocurre a la protagonista de Tela de sevoya, a quien yo no sabría desligar de la autora que conozco. De tal modo que no sabría si las cuentas familiares que cobra en estas páginas son suyas o las de un personaje similar a ella. En todo caso, yo no tengo ganas de preguntarle nada a los aparecidos de sus sueños. Ella emprende la tarea de hablar de su lengua familiar, el ladino, y de Bulgaria, la tierra que le dio hogar por siglos a su estirpe. Cargaron con su idioma por siglos y por países, la propia lengua debe de tener sus secretos. La autora dice algo que me llama la atención: que los placeres que se gozan en el sueño no se ponen en la cuenta de los placeres vividos. Los placeres soñados son como la sombre de un placer. Inútil desmenuzarlos con la memoria. Cuando intenta trepar por el árbol genealógico, se cae. No llega mucho más allá de su abuela, personaje terrible, sin piedad para una niña que no puede interpretar su lejanía. Sin embargo, del otro lado de la memoria, del más allá a donde sólo llega la reconstrucción narrativa, hay una familia que llega a México con su idioma y que conmueve. Los hablantes del ladino persisten en contra del español, y en el mundo hay muchos perseverantes: las páginas de internet para practicar el ladino, revistas especializadas. Pero todo eso en un mundo que me queda lejos. La protagonista del libro viaja a Bulgaria para conocer la casa de donde salió su familia (calle de Iskar 33, Sofía), que tuvo que ser vendida para luego ser robada por una prima ambiciosa. La familia es ese nido de víboras del que se reciben mordidas ponzoñosas. Esas heridas desgajan estirpes. Me pregunto: ¿aquella tía mía, aparentemente cercana, que también dio una mordida venenosa a mi familia? Por generaciones tomará su camino, sin que vuelva a unirse, por suerte. El amor y el odio también es cordial. Y las familias de las lenguas tienen entre sí esas mismas relaciones. El haquetía es el dialecto del judeoespañol hablado en el norte de Marruecos. Tiene la particularidad de mantener el español del siglo XV y de sumar a este dialecto los hebraísmos y los arabismos. Hay una comunidad que protege el haquetía; Esther Bendahan, escritora en ese dialecto, explica que a un “guapo total” se le dice: “éste es un jiyal pintado”. Y la frase “Me vaya kapará por ti” es una especie de bendición que sólo se le puede decir a alguien de la misma sangre y que significa: “Que yo asuma todo el mal y a ti no te pase nada”. A diferencia de las demás lenguas del mundo, que nos emocionan cuando encontramos sus manifestaciones antiguas puestas como una flor seca entre las páginas de un libro, el ladino emociona inmensamente cuando de pronto lo vemos en palabra viva, como una flor plantada en un balcón.

 

Myriam Moscona. Tela de sevoya. México, Lumen, 2012.

sábado, 9 de noviembre de 2024

La visita minuciosa de John Pendlebury por Grecia y Egipto



No todo en la arqueología colonial es el saqueo de la historia antigua de los viejos imperios. Inglaterra, Francia y Alemania también dieron conocedores que se apasionaron legítimamente por el mundo de los imperios perdidos. Por ejemplo, el inglés John Pendlebury (1904-1941), quien dirigió al mismo tiempo las excavaciones de las ciudades de Aketatón (en Egipto) y Cnosos (en Grecia, que albergó el legendario palacio del rey Minos). Tenía 25 años cuando realizó este logro. Excavaba Egipto en primavera y verano, y Grecia en otoño e invierno. Me gustan sus fotos, atlético, con su ancho collar usej de piedras y su falda ceñida, mirando hacia la cámara. Tenía un ojo de cristal (perdió uno de ellos a los dos años), y muy niño lo llevaron a conocer a Wallis Budge, el traductor del Libro de los Muertos. Fue entonces que decidió ser egiptólogo. Pasó la mayor parte de su vida en el Mediterráneo y en las riberas del Nilo, y murió a los 36 años combatiendo la invasión nazi a Creta (se había enlistado en el Servicio de Inteligencia Británico para defender Grecia). Aunque los alemanes ocuparon la isla a lo largo de cuatro años, fue a costa de una invasión que supuso tantos muertos que Hitler decidió no repetir la fórmula: un asalto en el que sólo intervinieron paracaidistas, sin ayuda de tropas terrestres, y que fue resistida por tropas griegas e inglesas que dispararon en contra de los soldados que saltaban desde el aire. Uno de aquellos que resistieron contra los nazis fue Pendlebury, quien trató de huir para organizar un contraataque, pero fue alcanzado en el pecho por una bala alemana. No fue una herida mortal, pero los nazis lo mataron a tiros en algún lugar al interior de la isla, cerca de la ciudad de Heraclión, el 22 de mayo de 1941. Allá sigue, en Creta, en el cementerio de guerra de la bahía de Suda: parcela 10, fila E, tumba 13. Cuando los arqueólogos del futuro lo busquen, lo hallarán fácilmente. Así dividió él las ciudades que excavó; supo cómo eran los barrios cuadro por cuadro, en las excavaciones de Egipto, en la antigua Amarna, región del Nilo en donde se construyó hace treinta y tres siglos la ciudad de Aketatón. Allí encontró el que es, quizá, el barrio con planificación urbana más antiguo de que se tenga noticia, calles cuadriculadas, con techos para proteger a los peatones del sol. Y, como dice el egiptólogo argentino Jorge Dulitzky, “con ánforas con agua para saciar la sed de los caminantes que eran llenadas diariamente por las autoridades de la ciudad” (Akénaton, el faraón olvidado, Biblos, 2004). Es la ciudad de breve esplendor, pues apenas sirvió unos quince años para vivir en ella, antes de que se ordenara su abandono total (de 1346 a 1332 a. de C.). En Aketatón se descubrió el más famoso de los bustos de Nefertiti y fue la ciudad en que comenzó a reinar Tutankamón. Fue construida por capricho de un faraón, en un lugar deshabitado. Y en ese lapso tan pequeño de tiempo, fue la capital del mayor Imperio del mundo. Pero, especialmente, fue el escenario de un experimento monoteísta que tomó al Sol como dios único. Son todas éstas, palabras de Pendlebury, con las cuales justificaba su fascinación por esa región lejana, abandonada, que conoció como nadie. Excavó y conoció casa por casa, las costumbres de sus inimaginables habitantes, sus manías, sus gustos decorativos y sus decisiones cotidianas. No imaginaron los antiguos moradores de Aketatón que más de tres mil años después tendrían un biógrafo de sus minucias. Egipto llegó hasta Grecia y dejó desperdigados por toda la región del Egeo (entre Grecia y Turquía) miles de objetos artísticos. Pendlebury hizo un listado de las piezas halladas en esa zona hasta finales de la Dinastía XXVI (es decir, hasta el siglo VI a. de C.). Recorrió las regiones de Grecia, desenterró y enlistó las piezas a lo largo de ellas. Recuerdo el bello texto de John Henry Newman en que se refiere al suelo del Ática, la península en que se halla Atenas, y desde donde se mira el Egeo en su inmensidad: “la cadena de islas, las cuales comenzando por cabo Sunion, parecieron ofrecer a las divinidades míticas del Ática, cuando visitaran a sus primos Jónicos, una suerte de viaducto a través del mar”. Allí registró el arqueólogo inglés sus cientos de piezas, sobre todo la abundancia de escarabeos, amuletos en forma de escarabajo que representaban la salud y la salvación. Como considero de buena suerte encontrarme con un escarabajo en todas sus formas, incluso en listados arqueológicos, los imagino brillantes, sorprendiendo al brotar del suelo, pequeños regalos al dios Poseidón, agradeciendo la vida. (Me alegra saber que las chinches y las cucarachas, en todas sus variantes, no sean escarabajos). Sin embargo, el mundo del Palacio de Cnosos es 700 años más antiguo que el de Nefertiti. Yo tengo la seguridad de que es el lugar en que vivió el Minotauro, en su enredado laberinto, en que gobernó Minos y del que Ariadna huyó con Teseo. Lo creo porque esas leyendas son más indestructibles que los palacios y las vasijas. Lo creo, aunque la arqueología sea enemiga de los mitos y los destruya. A cambio de ellos, nos devuelve obras de arte anónimas. El Palacio de Minos tuvo vida, cambió a lo largo de los siglos, cedió ante los terremotos y fue remodelado, hasta que fue abandonado. Los griegos posteriores a la gloria de esta edificación lo consideraban embrujado. Sólo vagaban por sus pasillos “los fantasmas de su difunta gloria”. Sólo John Pendlebury podría prescindir del hilo de Ariadna para orientarse en esta arquitectura. Así que su libro es una guía para no perderse en sus pasillos. Sin embargo, hace muchas páginas que me he perdido, no sé dónde quedó el norte, ni la calzada por donde llegaban los embajadores extranjeros. No sé dónde han quedado las caballerizas ni las habitaciones del Rey. Pero sé que estoy en el corredor de la Procesión porque aquí se encontró el fresco del rey-sacerdote, que hoy se conoce como el “Príncipe de los lirios”, ondulante como las plumas de los pavorreales, como los tentáculos de un pulpo o los movimientos de un delfín. Con todo y su hermosa presencia, es casi inaprensible como el movimiento de las plantas, las plumas, el insecto que revolotea a su alrededor. El arte minoico es alegre y despreocupado, pero sobre todo, es indiferente a nosotros. No nos invita a participar de su alegría, desafortunadamente. No tiene idea de nosotros, de nuestra mirada. Sus aves recorren los muros del palacio, juegan libres. El paraíso de su arte es inaccesible. Así que hay que pasar, el guía nos arranca del relieve pintado al fresco, con sus colores que sobreviven a los siglos. Por primera vez se traducen al español los tres libros más importantes de John Pendlebury, Tell El-Amarna (1935), El palacio de Minos en Cnosos (1933) y Aegyptiaca. Los objetos egipcios en el área egea (1930). Son tres libros que le devuelven hechura humana a esas piezas tan remotas en el tiempo que a veces pensamos que las modeló en sus entrañas, la tierra con sus manos.


 

John Pendlebury. Arqueología de Amarna y Cnosos, ed. Raúl López López. s.l., Almuzara, 2023.

sábado, 2 de noviembre de 2024

Cuentos completos, de Inés Arredondo



Visito con la memoria mis viejas clases con Huberto Batis en la Facultad de Filosofía y Letras, y lamento no haberle preguntado más acerca de Inés Arredondo (1928-1989). Y eso que en alguna de ellas nos habló de su relación sentimental con la autora de La sunamita. Alguna vez le escuché anécdotas sobre ella que no me toca contar. Quizá sólo me interese decir que pienso que la escritora fue, a lo largo de su vida, demasiado amable con su esposo, Tomás Segovia, para cuyos proyectos trabajó sin pedirle crédito ni remuneración. También quiero decir que colaboró, también sin crédito, para la Revista Mexicana de Literatura, en un grupo que se distinguió por el elitismo. Fue el signo de ese grupo, y si uno pretende quererlo y admirarlo, debe de aceptar que sus miembros se sintieron únicos e inalcanzables, la aristocracia intelectual. Batis me dijo que se consideraban a sí mismos la Generación de Casa del Lago, recinto que dirigió Juan Vicente Melo, y, también, que los unió su admiración por Jorge Cuesta, a quien Arredondo le dedicó su tesis de Letras. Inés Arredondo escribió sólo tres libros de cuentos, escritos y sobre escritos maniáticamente, porque la anécdota se disuelve. También lo dice Batis: la trama es parte del misterio, ella nunca la entrega al lector. Los frutos que uno recoge de su lectura son engañosos. Parecen por su apariencia que son maduros, pero bajo su cáscara hay putrefacción. El desinterés envuelve el gozo por la destrucción moral. El amor tiene dentro el control malsano. No son azarosos estos contenidos ocultos, son partes constitutivas de una moral compleja. Es que hurgaban malignamente en la literatura de Thomas Mann o de Robert Musil. Esos libros alemanes que pretendían desentrañar la moral más allá de las convenciones inmediatas. Y si se lee esta cuentística como un solo plan narrativo, se llega al origen mítico de la familia en El Dorado, el rancho sinaloense en que trabajó la familia Camelo (el verdadero apellido de esta autora). Aparece la antigua clase de terratenientes que amasaban fortunas imposibles que les permitía viajar por el mundo sin limitaciones. Me gustaría reflexionar largamente sobre estos cuentos, ir extrayendo sus implicaciones, pero me conformaré con uno, “Opus 123”, que trata de dos jóvenes pianistas, ambos homosexuales, sepultados en vida en un pueblo sinaloense, antes de la Revolución. Prácticamente, sus vidas no se cruzan, pero sabemos que uno de ellos es el único que es capaz de comprender al otro, en sus capacidades artísticas, en el agobio del encierro. Uno de estos pianistas tiene el dudoso privilegio de pasar su vida de éxitos, viajando por Europa, acompañado por su madre, que no lo abandona jamás, impidiéndole cualquier forma de relacionarse con nadie. Ya muerta la madre, el hijo comprende que ella no lo acompañó por amor a él: por el contrario, su verdadera motivación era el amor a su esposo. Por décadas se dedicó a mantener a su hijo lejos de su pueblo, para evitarle a su esposo la vergüenza de ostentar un hijo pianista y homosexual. El amor de una madre muestra sus verdaderas intenciones. Eso se debe a que la autora consideraba que la pureza era un pecado terrible, y a que logró mostrar la vertiente demoniaca de esta virtud.

 

Inés Arredondo. Cuentos completos, pról. Beatriz Espejo. México, FCE, 2011.

martes, 29 de octubre de 2024

Antígona González, de Sara Uribe



“Genaro García Luna ha sido condenado sin una sola prueba”

Ciro Gómez Leyva

 

Antígona, hija y hermana de Edipo, arriesgó su vida para darle sepultura a su hermano Polinices, muerto en combate con su hermano Etéocles. Poner este nombre al frente de una obra dramática es una decisión de darle un significado mítico a la desgastante circularidad de la historia de México. El sexenio de Felipe Calderón y Genaro García Luna (no sabemos de quién fue en realidad ese sexenio) tendría una analogía con la peste que se cernió sobre Tebas. Darle ese trasfondo mítico a nuestra circunstancia permite buscar paralelismos necesarios. ¿Qué significado toman las palabras “incesto” y “fratricidio” en este contexto? Unamuno, en el mismo texto en que propone la palabra “sororidad” piensa que las guerras civiles son producto de estos crímenes originales. La maldición de Edipo recae sobre los hermanos que se enfrentan a muerte, sólo que él anunciaba que morirían ambos, uno a manos del otro en su última lucha. La maldición no desaparecerá mientras los hermanos sigan matándose entre sí. Algo parecido ocurre en Ifigenia cruel, de Alfonso Reyes, sacerdotisa que está a punto de dar a muerte a su hermano: es el reflejo alegórico de la realidad revolucionaria. La muerte terminaría cuando los hermanos se reconozcan y se abracen. La filosofía de Unamuno regresa a la encrucijada en que razón y mito se separaron, y no es desencaminado decir que la literatura mexicana ha buscado regresar en ese camino a hurgar en sus mitos fundacionales. Antígona González, de Sara Uribe, fue pensada para el teatro, lo que significa (sigo siempre a Sartre) que se trata de una obra política. Es decir, que impide seccionarla de su contexto, está concebida para interactuar. Por otra parte, no podría decirse que hay personajes, sobre todo cuando el principal está desaparecido. Habla el lenguaje, hablan los recuerdos recortados de la prensa. Hablan los fragmentos, como los antiguos fragmentos griegos. Habla la fragmentación. Pero la voz que brota de las fisuras de la realidad dice bastante. Aquí, Antígona busca a su hermano Tadeo, entre sus sueños y recuerdos, para saber si de ahí se puede derivar una conclusión. Felipe Calderón, a quien le gusta moralizar sobre tantas cosas, guarda un profundo silencio en torno a esta etapa de México, en cuanto a Tamaulipas como una enorme fosa de asesinados, en gran parte migrantes ejecutados por los Zetas. Bueno, dice frecuentemente: “Lo volvería a hacer”. Volvería a llenar de muerte las regiones. Como son “daños colaterales”, estas vidas destruidas no tienen en su lógica un valor de humanidad. Hablan los fragmentos de las frases para darnos una idea de que son los cuerpos los que aparecen fragmentados. Muy bonita idea, dice el funcionario de la PGR. Una poética de fragmentos…También son asesinados aquellos que entierran a sus muertos. La supresión, he aquí otra figura retórica. El genocidio, la masacre, la impunidad, en fin, también tienen su poética. Inmensos huecos de muerte entre los que de pronto se mira una figura humana que lucha, que persigue justicia. Naturalmente, también desaparecerá con el tiempo, llevándose sus aflicciones. Es importante que quede este desesperado monólogo de fragmentos que intentan aferrarse a algo que sólo de lejos simula parecerse a la justicia.

 

Sara Uribe. Antígona González (2012), 3ª reimp. México, El Quinqué, 2023.

 

sábado, 19 de octubre de 2024

Autofagia, de Alaíde Ventura Medina



La protagonista de esta novela huye de su pueblo natal, en Veracruz, dejando atrás los fantasmas de su madre y de su abuela, muertas. Pero como es costumbre con los fantasmas, no se quedan donde uno los deja. Se pegan a las cosas, a las palabras. De ahí que las frases y las sustancias de la novela Autofagia, de Alaíde Ventura, tengan esa especie de ectoplasma continuamente pegada. Una especie de sudoración constante de las frases, las cuales rinden significados últimos. Una narración que parece atomizada en sentencias, como aquella vieja novela-greguería de Gómez de la Serna. Parece una narración espolvoreada sobre los silencios. La historia es la relación entre la protagonista y su pareja, la pobreza, la vida en la marginalidad, y la decisión compartida de no comer, de vomitar y de llenar el ambiente de emanaciones gástricas. Así que lo que está pegado a las frases más que el pasado son esos fluidos… Encuentro un estilo parecido a la novela Panza de burro, de la canaria Andrea Abreu, en que la intención de la autora toma el disfraz del habla de dos niñas. Pero aquí, en Autofagia, está presente con gran fuerza la voz de una narradora sentenciosa, que se impone ante los hechos. Su voz parece emanar de los restos de vida, de los recuerdos inútilmente dejados atrás. Y los personajes: su madre, asesinada; su abuela, experiencia presente en cada frase; su pareja, Ana, cuyos hambre y recuerdo le devoran la existencia; la casera, quien descubre a la protagonista abandonada y vacía de espíritu y de alimento. Encuentra sólo vísceras vacías de comida y llenas de evocaciones de Ana. “Los seres orgánicos están hechos de humo y adquieren materialidad en la muerte”, dice alguien en la novela. ¿Es lenguaje emanando de los vómitos en las cubetas? ¿Es supuración de la mente de la protagonista? La narración de esta historia es una especie de hato de frases que caminan en grupo. Los recuerdos son como hojas de maíz secas y atadas, guardadas para quién sabe qué uso. El recuerdo de la abuela defecando y limpiándose con olotes, sonándose la nariz y embarrando la sangre en los árboles, sus labios azules y su manera de comer chayotes con las encías resecas. Son recuerdos que se amontonan, pero realmente a quién le importan. Lo que va tomando materialidad es una filosofía del estómago, es este órgano el que filosofa, el que quiere llegar a una filosofía idealista, quiere crear pensamientos en lugar de desechos. Hay más, mucho más, en esta novela, pero no dejo de pensar en ese estómago que rechaza el mecanismo del mundo, el sol, la lluvia, la cosecha, la cocina… y aspira al amor, a manipular a dos muchachas para hacerlas creer en un amor que depende de desprenderse del mundo para que sus cuerpos vivan de autoconsumirse.

 

Alaíde Ventura Medina. Autofagia (2023), 1ª reimp. México, Random House, 2024.

domingo, 13 de octubre de 2024

Sobre si se debe de actuar el pensamiento



En memoria de la maestra Ifigenia Martínez

 

No tengo más que la navaja de la conciencia para hacerme espacio en el mundo. Es mi manera de cortar esa realidad inconsistente de afuera de mí, para convertirla en objetos divididos. Para llamar a cada cosa por su nombre, aunque no todo pueda ser nombrado, sino que apenas voy discerniendo qué son. Yo mismo tengo una forma de ser que no está bien definida. Ha costado esfuerzo autoconstruirme. No sé hasta qué punto puedo decir que lo que pienso sale de mí o que alguien lo puso aquí dentro con algunos fines no conocidos por mí. Pregunto por respuestas a la filosofía, pero lo que verdaderamente necesito saber sólo puede salir de mí y de mi circunstancia precisa. Por eso, esta necesidad de saber algo, de verdaderamente actuar es algo que me toca resolver a mí mismo. No estará en ningún libro, no lo prescribe ninguna frase que comparten los amigos en las redes sociales. Mejor no caer en esas redes, porque llevan a una especie de nata mental que diluye los logros de mi pensamiento individual. Ya supondrán que todas estas palabras ni siquiera son mías, como todas las demás. Sólo estoy dando vueltas en torno a las reflexiones de Jean-Paul Sartre, presentadas por el filósofo inglés conservador Roger Scruton (1944-2020) en su libro Breve historia de la Filosofía moderna (1981). No ha habido otro pensamiento filosófico después del de Sartre que haya llegado a las primeras páginas de los periódicos, dice otro filósofo, Bolívar Echeverría. Quizás se deba a que fue una corriente de pensamiento que desembocaba en la acción política. Especialmente, nada de someterse a un orden “objetivo”, dado que ese orden sería una pérdida de libertad del individuo. Esa navaja de la que hablé al principio se ha usado para cercenar al individuo y separarlo definitivamente del mundo. Tomar conciencia del mundo consiste en dar el primer paso en libertad. Conciencia, ya sabemos. Ya la padecemos bastante, sobre todo si la buscamos con necedad. La buscamos para preguntarle quién sabe qué. Para interrogarla, esgrimirla. Sartre dirigió su pensamiento hacia la prensa, nuevo ágora, para manifestarse. Esta palabra debe de usarse en el sentido de Manifiesto, como el de Marx y Engels. Una manera de unir filosofía y acción. Opinión pública y reflexión. Es decir, la forma en que se unen la parte de sujeto y la parte de objeto que tiene cada individuo (como también ocurre en el amor, pero ése no es tema nuestro). O quizá sí lo sea, es importante el tema del amor, pero tal como lo presenta Sartre: de la misma manera en que presenta las relaciones humanas, como una lucha. El amor consistiría en una lucha para apoderarse de la libertad del sujeto amado, despojarla del sentido de libertad. ¿Pero no será la literatura asimismo un continuo acechar del pensamiento ajeno, de la libertad del lector para someterlo a las reglas y designios del autor? Esa incesante lucha entre el sujeto y su medio es central aquí. Decidirse es parte del proceso del compromiso, una parte que consiste en aclarar los conceptos, por lo que no es la sola intención de la fenomenología de detener el cauce de los acontecimientos en lo que decidimos qué significan los conceptos. El compromiso es la acción, aun la inmovilidad entendida como acción, pero acción consciente, en proceso de clarificarse. Tratándose de una elección, la moral se parece al arte. Y siendo una decisión moral individual, se parece a la idea nietzscheana de autorrealizar la vida como obra de arte. Extraigo todas estas consideraciones, como digo, del libro de Scruton, filósofo analítico, es decir, una parte de esta disciplina que por lo general se ha desinteresado de la Historia. Sin embargo, hay una línea constante que viene desde Descartes y se continúa hasta Wittgenstein, la idea de que el Yo fuera desplazado como punto de partida del conocimiento. Que sea más bien un punto de llegada. De este modo, los filósofos principales de Occidente irían agregando algo a este proceso. Por mi parte, debería de aprovechar la lectura de este libro para revisar algunos pasajes que conozco tan poco, como el caso de los ingleses del siglo XVII y XVIII, que tanto influyeron la Filosofía alemana y a los cuales les dedica un amplio espacio el autor. El obispo Joseph Butler (1692-1752) se distinguió por realizar descripciones de la naturaleza humana a la manera aristotélica, aunque problematizó algunos aspectos. Por ejemplo, cómo es que el hombre malvado actúa conscientemente contra la naturaleza, cuando en la antigüedad se pensaba que la maldad era producto de una mala percepción de las cosas. La concepción moral del hombre no lo determina. Me llama la atención que uno de los autores contemporáneos que lo retoman es Martha C. Nussbaum (La ira y el perdón, FCE, 2018), feminista a la que se le puede llamar aristotélica. Explica que Butler abundó en el tema de la ira, esa pasión que no sabemos si hay que controlar o no. Pero, a diferencia de Adam Smith, Butler hablaba de perdón y consideraba que el sufrimiento del perpetrador no sirve para restituir el daño que causó. Según él, el resentimiento es parte del narcisismo; y aunque abominaba de la ira, le daba el valor de expresar la solidaridad ante las injusticias. Esta aguda descripción pretendía construir una idea armónica del espíritu humano. Si bien Scruton considera que buena parte de la actual filosofía de la mente proviene de un pensador como Butler, también hay que agregar el aspecto que aparece en Nussbaum: cómo el entendimiento de estas pasiones, apetitos y emociones tiene consecuencias jurídicas e institucionales. La ira tendría que ir dejando paso a la justicia, para convertirse en una pasión anacrónica. Esta manera de ver al ser humano admite cambios en el espíritu. De acuerdo con los cambios en las condiciones sociales, el ser humano puede ser otro. Pero hay un salto realmente interesante en la idea de Butler con respecto a la moralidad griega, pues se nos decía siempre que encontramos la recompensa de hacer el bien en el hecho de realizarlo. Pero Butler desliza ese sentido, pues piensa entonces que no tendríamos nuestra recompensa en el bien, sino en el placer de practicarlo: es decir, en el placer. De tal manera que la moralidad sería hedonista. Habría entonces que hacer una larga reflexión para impedir que el hedonismo fuera la primera motivación de la moral, puesto que entonces fácilmente la moral se podría convertir en su opuesta. Es verdaderamente sorprendente la manera en que Butler desbarata este argumento, mirando detrás del placer. Considera que es una falacia, porque si uno tiene deseo de vino sólo obtendría placer de tomar vino. Eso quiere decir que el placer no es intercambiable, pues de otro modo sustituiríamos el vino por cualquier otra cosa y no es así. Tenemos un apetito específico de algo. Lo que quiere decir que ya no es el placer el determinante de la moral, sino una idea previa, una idea razonable y cognoscible. Además, cuando se reflexiona en torno a un apetito inmediato, el ser humano es capaz de saber si la satisfacción del placer entrará en conflicto a largo plazo con los intereses individuales. Hay pocos textos de Butler traducidos al español, pero el acercamiento de Scruton a sus ideas explica por qué David Hume le dedicó a este obispo su Tratado de la naturaleza humana, aunque dicen que para no ofender algunas de sus ideas, mutiló la obra original.

 

Roger Scruton. Breve historia de la filosofía moderna. De Descartes a Wittgenstein Short History of Modern Philosophy: From Descartes to Wittgenstein (1981), tr. Vicent Raga, pról. Gregorio Luri. México, Planeta, 2024.