Compré La obediencia nocturna, de Juan Vicente Melo (1932-1996), en la librería El Juglar, que ya no existe. Recuerdo las noches en que leí, en las calles, en mi cuarto, el largo pasaje del perro tigre con que inicia esta novela. Esa larga evocación de infancia en que el protagonista y su hermana encuentran un perro en el jardín, y lo adoptan y lo esconden en sus cuartos. Perro silencioso que nunca los delata y al que llamaron perro tigre, ¿existió realmente? Como eran los días en que entré a la carrera de Letras Hispánicas, el mundo se parecía a la extraordinaria novela de Melo. Ahora que los recuerdos de esa época me parecen como narrados por este escritor veracruzano, pienso en cómo coinciden con estas páginas. Si vuelvo a entrar a las clases de Huberto Batis, lo evoco de nuevo platicándonos de Juan Vicente Melo y de su alcoholismo. La novela está dedicada al padre del autor y a Batis, por lo que Melo aparecía en las anécdotas cotidianas de nuestras clases. Fue la novela que me recibió en la Facultad, así que no puedo más que agradecerle el delirio, la sensación de irrealidad de entonces. Pienso en el narrador que cuenta su primer día de clases en la Facultad de Medicina, y cómo de inmediato ejerció un encanto sobre sus compañeros, especialmente sobre Enrique, el más guapo, el más agradable del salón. Pero no es cierto, cada página de la novela es desmentida por la siguiente. No hay más que soledad, indiferencia y persecución. Y la promesa de una mujer, Beatriz, a la que tiene que conocer. Beatriz ha oído hablar de ti, le dicen al protagonista: “No dejó de mostrar su asombro e insistió todavía más en conocerte… Posiblemente esté enamorada de ti”. Qué más me gustaría que usar los recursos de esta novela, por medio de los cuales Melo logra hacer de la noche una sustancia alquímica, que transforma la realidad. Envueltos por la noche, los hechos recubren otros hechos. Siempre una alucinación es sucedida por otra que dice: Yo soy la real, antes de disolverse. Tienes que conocer a Beatriz, le dicen constantemente. Pero el protagonista no llega a la cita, siempre algo interfiere. Y Beatriz se oculta siempre, quizá muera antes de ser alcanzada. Quizá es la vecina, esa vieja cantante de ópera que nunca sale de su departamento. Quizá… Lo más seguro es que esa realidad que no termina de ser aprensible es la encarnación del delirium tremens, la circularidad de la locura que trae el alcoholismo. Así es que no sabemos si el recuerdo es una realidad encerrada en el pasado, o si esta realidad nuestra no es más que un recuerdo de otros. Siendo así, quizás tú no seas tú. Y yo no sea más que la máscara prestada momentáneamente a otro. El intercambio de papeles que representamos, y que nos parece el dinamismo de la realidad, tal vez sea sólo la manera en que se presenta la inmovilidad mítica: el personaje persiguiendo a Beatriz, pero ella no lo conducirá por ningún cielo, pues el infierno de la alucinación no admite guía. Tanto que me gustaría decir de esta novela, pero todo se ha disuelto. No sé bien qué es lo concreto, lo que en realidad pasó. Pero sé que un misterioso señor Villaranda le envía al protagonista un cuaderno con el fin de que lo traduzca, pero el contenido no tiene traducción, o bien la traducción es ilegible. Entonces, en medio de la desesperación, el protagonista grita, buscando a Beatriz, pero su sonido es no-concebible. Por esta razón, esos gritos fueron dibujados por Mario Lavista. Sin guía, las calles no tienen sentido. Uso la palabra “sentido” en los diferentes sentidos de la palabra. A veces, todavía, yo también recorro las calles buscándoles sentido, como ya dije, en las diferentes acepciones.
Juan Vicente Melo. La obediencia nocturna, 1ª reimp. México, ERA, 1987.