domingo, 26 de julio de 2020

Peras y olmos. El pensamiento poético de Octavio Paz



He atravesado por numerosas etapas como lector de Octavio Paz (1914-1998), y actualmente me encuentro en una extraña, no pensé jamás en mis tiempos de estudiante que la transitaría. Es la nostalgia por sus textos. Pero necesito delimitar esta idea, no es nostalgia por su ideario filosófico o el político. Ni siquiera por la teoría literaria que organiza sus comentarios en torno a la literatura. Tampoco por la maquinaria idealista que articula sus pensamientos en torno a la historia de la literatura desde el Romanticismo hasta hoy y que se dirigía básicamente en contra de la tradición. Para él, tradición parecía un peso muerto, un lastre. Algo ante lo cual necesitábamos rebelarnos. Ezra Pound decía, por su parte, que la tradición no es ese fardo al que estamos condenados arrastrar: sino una colección de cosas bellas que queremos conservar. Pero Paz exaltaba todo aquello que se oponía a ese río muerto de la tradición, la tradición verdadera –decía– era la de la ruptura. Aquella serie de rebeliones cuyo hilo conductor era precisamente la rebeldía. Como poética personal es interesante, a través de su ojo crítico (el ojo de la aguja) pasa el hilo sin trama de las rebeliones artísticas. Ese pensamiento que me parece un enorme e incomprensible cascarón metafísico, no hace mucho estaba vivo y servía para medir los productos poéticos. No obstante, me atrae de su pensamiento todo aquello que le dedicó a la lectura de la poesía. Aunque nuevamente debo de hacer reparos. Borró de sus intereses y de su comprensión prácticamente todo aquello que ocurrió entre la muerte de sor Juana y la aparición de Salvador Díaz Mirón. No supo apreciar a Góngora, lo cual me parece más incomprensible. ¿Cervantes? No recuerdo casi ningún comentario suyo sobre él. De esos grandes afluentes del español, se embarcó en Quevedo. Parece que dejo poco de su pensamiento para dialogar, sin embargo me parece suficiente. Yo tengo muchas más limitaciones, pero recorro con la mirada amplias obras. Sobre los extensos campos crecen hombres, olmos estériles. Sólo el poeta da frutos. Contrario a la sabiduría popular, se le piden peras al olmo. Eligió bien Paz su imagen ya que los olmos producen nada atractivas inflorescencias. El poeta, feo árbol; la poesía, su bello fruto. Se parece a aquella imagen que escribiera Díaz Mirón en los días de encarcelamiento acerca de la poesía: perla rica en las babas de un molusco. Pero la diferencia se encuentra en que la imagen propuesta por Paz no se da en la realidad. Se tiene que torcer la naturaleza para que el olmo produzca peras. ¿Para qué mirar eso tan despreciable que es un poeta? Mejor mirar sus frutos. Es una teoría de la realidad y también de la poesía, pero es una teoría que no se asoma al misterio de la creación. Quizá es que el poeta protege su misterio, y quizá es que no lo hay tanto. Experimentaciones, combinaciones de palabras, puesta en práctica de una receta. Quién sabe. Pero al gustar de esta referida pera se niega una época. Por suerte no es una manzana lo que estamos comiendo, dado que entonces tendríamos más problemas. Se trata de una jugosa pera, pero aparece de todas maneras la tentación. La tentación de gustar el fruto y desentenderse de todo ese jardín que aparentemente estábamos mirando. Al probar de este fruto, ¿estamos gustando el sabor de otra época, o bien sólo la poesía en su inalterable sabor? Es difícil saberlo, ya que Paz no extrema su imagen. Eso lo hago yo, incapaz de describir un sabor. Pero es que de pronto, ya no hay peras ni olmos: un jardín de estatuas. Al menos dos de los poetas que reconozco al pasar por estas páginas dejaron fríos monumentos. No tan fríos, dice Paz que mantienen una chispa encendida, producto de la colisión de dos frialdades. Son Díaz Mirón y Othón. Hay otro, González Martínez, pero para comprender su efigie escultórica hay que entrar en ella, para entender sus arquitecturas interiores. El Modernismo, o cierta parte del Modernismo, parece aquí una serie de esculturas a las cuales la selva sentimental no termina de cubrir. Hay algo en la percepción de Paz en torno al Modernismo que no me deja satisfecho. Él lo mira como un mundo en retirada, algo que se acabó antes de llegar López Velarde o Tablada, algo que se acabó con González Martínez y que quedó “del otro lado”. Para citar a un contemporáneo de entonces: “no es agua ni arena / la orilla de mar” (Gorostiza). Aunque parezca un detalle, me parece importante, ya que López Velarde o Tablada quedarían “del lado de acá”. No habría problema en considerarlos como posesiones de la modernidad poética (no sé qué es modernidad poética, lo lamento, por más que lo reitere Paz). Pero Nervo o González Martínez, contemporáneos estrictos, están sumergidos en ese Modernismo. González Martínez “lo cerraría”, sería aquel que clausure ese mundo. Le pondría candado al jardín callado del Modernismo. Pero no lo considero así. Creo que Paz persiste en hacer del Modernismo algo desvencijado, consistente en crear belleza autocomplaciente, ignorante de su realidad. O bien: belleza que se complacía en mirarse reflejada en el espejo que le ponía su propio mundo. Si mi metáfora era acuática, insisto en elevar su marea. La prolongaría a 1916, a 1921, todavía los productos poéticos de esos tiempos son modernistas. Es complejo, porque la teoría literaria de bastantes años después siguieron pensando en el Posmodernismo, sin decir claramente si se trataba de algo distinto al Modernismo o sólo una prolongación indefinible. A veces, pienso, el idioma permite giros insospechados, descubrimientos de caminos nuevos alumbrados por las posibilidades reflexivas del idioma: caminos que aparecen de pronto en virtud de una frase. Es nuestra obligación recorrerlos. A veces llevan a sitios nuevos, creados por aquel que los descubre. En otros casos, no. Es necesario regresar, no importa: el camino quedó recorrido, y si arroja belleza no fue infructuoso. ¡Infructuoso!, de nuevo esa palabra. Quedamos en que no hay nada infructuoso. Con López Velarde, la poesía descubrió la provincia. Pero Paz invierte la frase para ver si puede descubrir algo nuevo: “La provincia descubre en la poesía de López Velarde a la capital”. No es del todo inexacto, pero creo que le faltó puntería. O por lo menos, contexto. Quisiera completar esta idea de Paz. En un texto, un crítico de hace muchos años, el AbateGonzález de Mendoza, escribió que entonces hubo un resentimiento que hizo difícil contacto entre el hombre de ciudad y “el hombre del agro”. La provincia se jactaba de haberse revelado ante Huerta, cosa que las ciudades no hicieron. De ahí que la frase “la provincia es la patria”, resonara por un tiempo. Algunos fueron “provincialistas” –como lo fue López Velarde– porque en sus vivencias íntimas y localistas vibraba el patriotismo. Otros se evadieron en el tiempo. Me llama la atención la manera en que Fernando Benítez interpreta el reverso de esta moneda de la poesía de la provincia, el “Colonialismo”, que cultivaron Genaro Estrada, Alfonso Cravioto y Artemio de Valle-Arizpe: “La colonia es el árbol genealógico del mexicano, la única manera de ennoblecerse y por esta razón, cuando millares de mexicanos se enriquecieron, su primer cuidado consistió en vivir de la manera en que habían vivido los ricos de la colonia”. La gran ciudad es moderna y es colonial, es pecadora y mojigata. Pero es siempre un descubrimiento. No hice más que remover algunas pocas frases de este libro. Los comentarios son como líquenes que salen a las piedras, pero logran, al cabo de años, cambiar la percepción del paisaje.

 

Octavio Paz. Las peras del olmo (1957). México, Booket, 2018. 

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