La lectura de este libro estuvo acompañada de cierta melancolía porque conforme avanzaba en ella, me iba despidiendo definitivamente de una amiga. A Margarita Peña (1937-2018) la conocí porque le pedí a un amigo, el filósofo Josu Landa, que me la presentara. Numerosas conversaciones, encuentros fortuitos, una tarde en Jalapa, en una comida con Miguel Capistrán, José Emilio Pacheco y Sergio Pitol. Al terminar me pidió que escribiera un texto sobre la Universidad novohispana, que le entregué y que me hizo el favor de citar en este libro. Recuerdo que se trataba de la vez en que se pidió, a finales del siglo XVIII, que se instalara en la Real y Pontificia Universidad una cátedra de lenguas indígenas, más provechosa que las de latín y griego, que entonces se daban. También escribí de las corridas de toros y los vendedores de fritangas que se ponían a la entrada, en la plazuela del Volador, impidiendo la entrada de los doctores y la quietud de las clases. Tengo la impresión de que, en general, la curiosidad de los especialistas en la Nueva España ha creado un cúmulo de conocimiento endógeno que no ha salido más allá del diálogo de conocedores. A Margarita Peña le interesaban especialmente algunos temas de aquellos tres siglos: el petrarquismo, los testimonios de la superstición, la creación literaria de las monjas y, especialmente, aquel fantasma que fue Juan Ruiz de Alarcón, el cual abandonó sin nostalgia este territorio y llegó a un reino que no terminó de aceptarlo. Su obra ingresó a un caudal de compilaciones teatrales que, a lo largo de siglos, promovió las obras en lengua española pero que, a la vez, borró las fronteras de las atribuciones autorales. Las obras de Ruiz de Alarcón fueron confundidas con las de Lope de Vega o las de Tirso de Molina. No importa, tuvieron repercusiones inusitadas. Si Corneille lo imitó, en 1644, en su obra Le menteur, lo hizo pensando que se inspiraba en Lope. Más adelante, el comediógrafo francés rectificó y escribió: “No es de Lope, es de Juan Ruiz de Alarcón”, lo que provocó que la crítica francesa del siglo XIX se mostrara interesada en el autor novohispano. Quizá nos sorprenda, y esta sorpresa se da a causa de nuestro desconocimiento en torno a la porosidad de las tradiciones literarias. Calderón de la Barca, por ejemplo, fue a dar a Alemania, donde lo leyó Schopenhauer. En el caso de Ruiz de Alarcón, hay algo que queda un poco suelto, porque los críticos del siglo XX, con cierta culpa, voltearon a examinar qué rasgos nativos quedaron en aquel ser que anduvo errante sin patria (cuando no existía el término). No tiene mucho de nosotros, aunque quizá sí tengamos algo de él, esto es: de su manera de ser más sutil, más corteses. Hay algo en lo que medito después de leer el libro de Margarita Peña, algo que me tiene que ver con ella particularmente como estudiosa de un largo periodo: su interés en documentar los pasos por el mundo de sus personajes. Está ese manuscrito que encontró, titulado Flores de baria poesía, el mayor corpus petrarquista de la Nueva España. No importa qué tanto circuló (aunque hoy su lectura sea restringida, sin duda es mucho mayor de lo que se conoció en el siglo XVI). La Colonia era un mundo nuevo, se acababa de destruir un imperio, y ya sus poetas regaban florecillas líricas inspiradas en Italia. Francamente, no me puedo imaginar ese mundo que tanto apasionó a esta notable estudiosa: por un lado, indígenas que lamentaban su mundo recientemente devastado, sacerdotes urgidos de implantar sus nociones, españoles ávidos de enriquecerse; y, por otro, poetas que buscaban reforestar con sonetos un mundo perdido. Tiene, sin duda, su extraño encanto.
Margarita Peña. Desde la Nueva España. Autores y textos (Siglos XVI-XVIII). México, UNAM, 2016. (Col. Estudios de Cultura Iberoamericana Colonial)
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