Para Darío Jaramillo Agudelo porque sus sonetos a los gatos me inspiraron este texto
Te llamo a ti. Pero tú no volteas. Hay objetos que llaman más tu atención que mis palabras, como el aire, el polvo a contraluz o cualquier cosa. Quién sabe si, cuando diga tu nombre, vendrás. Tiene que haber algo más que sólo tu nombre para que te acerques: una promesa, una oferta, y a veces ni eso. Soy la cordillera por la que caminas con frecuencia, a la que subes para dormir o para atacarla. Soy el epicentro del temblor que te despierta en las noches y te hace cambiar de posición. En ocasiones, nos miramos fijamente a los ojos y pienso que nuestras almas se comunican, que mi ser nada en tus ojos azules, como dentro de una aguamarina. Nado entre otras vidas, trato de sumergirme en las existencias que tuve, que a eso me llama tu mirada. Nada humano tiene, pero me comunico con ella. Le pido a tu ser que me deje entrar, pero me quedo en la superficie. Camino descalzo sobre el mar de tus ojos, como en un milagro. Lo verdaderamente milagroso sería que de pronto me sumergiera en tu alma. No sé qué vería, y lo que viera tendría que ser dicho con otras palabras, con palabras que no comprendería si las volviera a leer una vez seco, a las orillas de ti. Tú también me miras, intensamente. Qué pensarás. ¿Tú alma de gato se preguntará lo que será ser hombre? ¿Empujas mis ojos para entrar? Está bien, incluso si juegas y rompes algo de lo que encuentres dentro; son recuerdos que no valen gran cosa. Hay lugares oscuros, pero finalmente puedes ver con poca luz, nadie le pregunta a un gato dónde estuvo, ni qué piensa de todo aquello que vio. Ya sé que no te hallas en este sitio, muy pocas cosas llamativas en el ser del hombre, muy pocas cosas brillantes y demasiadas opacas. Por suerte, la puerta de regreso está cerca, aún se ve la luz del exterior. Estoy por preguntar si tú has podido comprenderme, justo un momento antes de que te decidas a atacar, morder mi nariz y correr rápidamente a no sé dónde. Nos separamos en la maleza en algún momento de hace varios millones de años, y nos hemos vuelto a reencontrar en el improbable racimo de las especies. Pero, mira, eres más pequeño, ronroneas. Yo he perdido la cola, mis uñas ya no pueden ser retráctiles. A veces me despierta una repentina sensación de caída. Me han dicho que se trata de una regresión a los tiempos en que vivimos en los árboles. Tú puedes caer de pie, y mira, yo todavía no me repongo del último accidente, por lo que todavía me duelen un poco los huesos. A veces olvido que, en realidad, somos enemigos, pero lo recuerdo cuando saltas de pronto a mi paso para morderme un pie. He querido escribir sobre ti desde hace mucho. Y aunque lo hago en singular, en realidad eres el resumen de los muchos de tu especie que me han seguido. Sé que eres individual en el sentido de solitario, pero también eres fuertemente diferente. No he visto dos gatos iguales. Podría detallar claramente las diferentes personalidades de todos los que he conocido. Aun cuando no podría construir esas personalidades con palabras, no significa que no sean inconfundibles. Recuerdo gatos, presencias: aquella que entraba a mi cuarto todas las mañanas, saludaba, comía y se iba. En una ocasión, no sé cómo lo supe, vino a despedirse. Me acompañó por horas y vi su mirada enferma. La acaricié y sentí sólo la muerte, el frío de los huesos temblando. Es cierto, si nos volviéramos a encontrar no la reconocería: no teníamos nombre para llamarnos. ¿Fue importante esa despedida? Tanto como cada pequeña huella de gato sobre el camino que soy, una ruta invadida de gatos. Alguna transubstanciación se ha de haber operado, algo de su ser en el mío. La calle, allá afuera, me parece sorda y oscura. Los recuerdos, pájaros muertos que pueden ser despedazados. El otro, mi semejante: un enemigo. La desconfianza: una epistemología. En fin, no conozco sus motivaciones secretas, no adivino nada cuando me refiero a él, ni sé cómo es que me ronronea y se acurruca en mí con tanta confianza, si es que me conoce perfectamente.
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