Un cardinal llamado Gerardo Landriani descubrió en la catedral de Lodi, en 1421, un viejo códice que contenía una obra desconocida de Cicerón: Brutus. Naturalmente, fue una noticia tan increíble que una gran cantidad de estudiosos quisiera revisar ese raro documento; esa fue la causa de que se deteriorara y se perdiera para siempre, no sin que antes se sacaran de él numerosas copias. Gracias a esta obra podemos saber cómo era Cicerón en su juventud, a qué oradores conoció y cómo fue cultivando su espíritu. Su afición a los juicios públicos, gracias a los cuales pudo escuchar momentos irrepetibles de la oratoria. Desafortunadamente, esos viejos oradores despreciaban escribir sus discursos. Seguramente, escribían en sus papeles los argumentos fundamentales de sus causas y luego subían al foro a desplegar sus dotes en la palabra viva. La palabra viva: la que más nos seduce, pero la que más rápido se desvanece frente a nosotros. Y los oradores… una cosa es hablar y otra muy distinta, retener todas esas ideas geniales, capturar el instante en una bella prosa oral y después ponerla por escrito. Casi ninguna de aquellas glorias del arte de la jurisprudencia dejó una obra escrita. A lo largo de su vida, Cicerón fue adquiriendo antigüedades –manuscritos– que alguna referencia tenían de los oradores que no escuchó. Asimismo, tuvo largas conversaciones con magistrados acerca de la Historia de este arte. Una buena tarde del año 55 (¿o del año 46?) antes de Cristo, Cicerón recibió la visita de dos amigos, Marco Bruto y Tito Pomponio. De inmediato, la conversación los condujo al tema favorito del escritor. Naturalmente, la emoción lo hizo desmenuzar numerosos nombres, ejemplos de oratoria desafortunadamente perdidos. Nombres y nombres de personajes de los que no queda ni una sola palabra. Una especie de humus histórico del que resaltan algunos aspectos. Estaba Isócrates, cuya casa estaba abierta a toda Grecia “como si se tratase de una escuela y un taller”. Fue el primero en darse cuenta que la prosa, al alejarse del verso, conservaba cierto ritmo propio. Así que a él le debemos la noción que nos lleva a poner las palabras en ordenada cadencia: antes que él no se estilaba que las frases tuvieran un final rítmico. Asimismo, nos indica el antiguo autor que los griegos pensaban que el discurso gana en belleza cuando las palabras se usan con un sentido distinto del habitual. Catón sería el gran ejemplo de ese estilo. Hay que ir a estos personajes, a esas tribunas, para tomar las clases inaugurales de la Retórica. En ellas aprendió su oficio la poesía, aprendiz distraída. Quién diría, allí aprendió la metáfora, la aliteración, la hipálage y el hipérbaton. Ante libros como éste, escritos hace milenios, surgen como emanaciones muchas preguntas. Así que nos dirigimos al prólogo para ver si resuelve nuestra curiosidad: ¿exactamente qué peso tienen todos esos nombres en la Historia, de qué trataban esos discursos y cuáles serían recomendables para leer? Aunque hay una pregunta un poco más urgente: ¿de casualidad el Bruto del título es el mismo que estuvo involucrado en la muerte de Julio César? Por alguna razón, la identidad de este personaje está explicada en una nota al pie en la página 62: se nos dice quiénes eran sus padres, quién lo adoptó al quedar huérfano, dónde estudió retórica y con quién se casó. Pero en ningún lugar se dice que se trata del famoso homicida de Julio César. Curiosos textos académicos, que pulen y dan brillo a la moneda de los clásicos pero no sirven para ponerla de nuevo en circulación.
Cicerón. Bruto [Historia de la elocuencia romana], introducción, traducción y notas de Manuel Mañas Núñez, 1ª reimp. Madrid, Alianza, 2010. (Biblioteca Temática Clásicos de Grecia y Roma, 8233)
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