En cuanto uno comienza una investigación –no sé si a ustedes les ha pasado–, los sueños comienzan a convertirse en colaboradores. Entonces convocan a los vivos y a los muertos. Los muertos son convocados en las madrugadas y se presentan de maneras extrañas, o bien se muestran indiferentes ante nosotros. Aprovechamos para preguntarles cosas que teníamos pendientes hace mucho. No recuerdan, desafortunadamente. Y los vivos, ellos… se muestran sorprendidos de ser interrogados en el terreno de nadie de los sueños, de manera que no responden. Así le ocurre a la protagonista de Tela de sevoya, a quien yo no sabría desligar de la autora que conozco. De tal modo que no sabría si las cuentas familiares que cobra en estas páginas son suyas o las de un personaje similar a ella. En todo caso, yo no tengo ganas de preguntarle nada a los aparecidos de sus sueños. Ella emprende la tarea de hablar de su lengua familiar, el ladino, y de Bulgaria, la tierra que le dio hogar por siglos a su estirpe. Cargaron con su idioma por siglos y por países, la propia lengua debe de tener sus secretos. La autora dice algo que me llama la atención: que los placeres que se gozan en el sueño no se ponen en la cuenta de los placeres vividos. Los placeres soñados son como la sombre de un placer. Inútil desmenuzarlos con la memoria. Cuando intenta trepar por el árbol genealógico, se cae. No llega mucho más allá de su abuela, personaje terrible, sin piedad para una niña que no puede interpretar su lejanía. Sin embargo, del otro lado de la memoria, del más allá a donde sólo llega la reconstrucción narrativa, hay una familia que llega a México con su idioma y que conmueve. Los hablantes del ladino persisten en contra del español, y en el mundo hay muchos perseverantes: las páginas de internet para practicar el ladino, revistas especializadas. Pero todo eso en un mundo que me queda lejos. La protagonista del libro viaja a Bulgaria para conocer la casa de donde salió su familia (calle de Iskar 33, Sofía), que tuvo que ser vendida para luego ser robada por una prima ambiciosa. La familia es ese nido de víboras del que se reciben mordidas ponzoñosas. Esas heridas desgajan estirpes. Me pregunto: ¿aquella tía mía, aparentemente cercana, que también dio una mordida venenosa a mi familia? Por generaciones tomará su camino, sin que vuelva a unirse, por suerte. El amor y el odio también es cordial. Y las familias de las lenguas tienen entre sí esas mismas relaciones. El haquetía es el dialecto del judeoespañol hablado en el norte de Marruecos. Tiene la particularidad de mantener el español del siglo XV y de sumar a este dialecto los hebraísmos y los arabismos. Hay una comunidad que protege el haquetía; Esther Bendahan, escritora en ese dialecto, explica que a un “guapo total” se le dice: “éste es un jiyal pintado”. Y la frase “Me vaya kapará por ti” es una especie de bendición que sólo se le puede decir a alguien de la misma sangre y que significa: “Que yo asuma todo el mal y a ti no te pase nada”. A diferencia de las demás lenguas del mundo, que nos emocionan cuando encontramos sus manifestaciones antiguas puestas como una flor seca entre las páginas de un libro, el ladino emociona inmensamente cuando de pronto lo vemos en palabra viva, como una flor plantada en un balcón.
Myriam Moscona. Tela de sevoya. México, Lumen, 2012.
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